jueves, 9 de julio de 2015

CARTA DE EDIFICACIÓN DE MADRE MAGDALENA DE JESÚS.- CARMELITA DESCALZA

CARTA DE EDIFICACIÓN DE MADRE MAGDALENA DE JESÚS.- CARMELITA DESCALZA



JM  +  JT
Jesús sea siempre en nuestras almas, amadísimas Madre y Hermanas:
Con profunda pena, aunque llena de la paz y el consuelo del Señor, vengo a comunicarles la partida para el Cielo de nuestra amadísima Madre Magdalena de Jesús, el día 15 de marzo de 2012, dentro de la novena a nuestro Padre San José, a los 97 años de edad y 68 de vida santa en el Carmelo.
Es imposible poder expresar lo que ha supuesto para nosotras y para este Monasterio de La Encarnación –relicario incomparable de nuestra Santa Madre–, la M. Magdalena de Jesús. Ella fue una de las personas providenciales que el Señor, en sus amorosos designios, puso en la vida y en la obra de Santa Maravillas de Jesús, a quien ella llena de amor y veneración llamaba siempre: “mi Madruca del alma”.
Sólo Dios sabe lo mucho que le debemos, y cómo ha sido el alma y la vida de este lugar santo en una de sus etapas más preciosas. Y aunque muchas páginas, sin duda las más valiosas, no se podrán leer nunca en la tierra, queremos compartir con todas VV.RR. los milagros y las maravillas con que el Señor ha querido con abundancia bendecirnos.
Nació nuestra amadísima Madre en Madrid, el día 9 de marzo de 1915, en el seno de una familia profundamente cristiana. Fue la séptima de los nueve hijos con que el Señor bendijo a estos padres virtuosísimos, quienes tan bien supieron educarlos en el santo amor de Dios. Fue bautizada el 20 de marzo en la parroquia de Santa Bárbara de Madrid, con los nombres de Mª Pilar, Cándida y Teresa, y recibió el sacramento de la Confirmación en Cabezón de la Sal (Santander) de manos del Sr. Obispo de Córdoba, D. Adolfo Pérez Muñoz, el día de nuestro Padre San Elías, 20 de julio de 1917, a los dos años de edad.
No es de extrañar que en este hogar ejemplar, donde reinaba el amor al Señor, a su Santísima Madre y a su Iglesia, Él dejara caer muy pronto la semilla de la vocación religiosa, escogiendo para sí a dos de sus hijas: Isa, que entraría en el convento del Cerro de los Ángeles con el nombre de Hna. Isabel de Jesús, y Pili, nuestra M. Magdalena.
Su infancia y juventud fue plenamente feliz. Su entusiasmo y vehemencia, junto a su gran corazón, la caracterizarían durante toda su vida y harían muy agradable su trato.
Recibió su Primera Comunión el 5 de agosto de 1922, fiesta de Ntra. Sra. de las Nieves, a los siete años de edad. Ella nos contaba que, preparándose para su primera confesión, estuvo todo el día preocupada porque no sabía si tenía dolor de contrición o de atrición, y ella deseaba vivamente tener contrición. Muchos años después, en una carta al Carmelo de La Aldehuela, recordaría con inmenso agradecimiento a Dios este momento inolvidable:
“Hoy hace ochenta años que yo hice mi Primera Comunión, que me la dio D. Adolfo Pérez Muñoz, que veraneaba todos los años en casa de mis abuelos, en la misma finca que nosotros… Estoy sobrecogida: ¿cómo habré yo recibido a mi Señor durante esa barbaridad de años? Pídanle que, si me quedan días para vivir, los aproveche bien”.
Aunque fue a un colegio que llevaban señoritas francesas, primero se educó en casa con profesoras alemanas. Parece que la estamos viendo, ya mayor, hablando en alemán con una pronunciación perfecta. Ella solía decir con gracia que los idiomas se le daban muy bien. Recibió una educación de cultura general y, años más tarde sacó los siete años de Bachillerato en dos, estudiando en casa y examinándose en el Instituto.
Entre Madrid y “San Diego”, una preciosa finca que su familia tenía en Cabezón de la Sal, pasó esta etapa de su vida. Sus felices temporadas veraniegas pasadas allí las recordaría con gran cariño, tanto que no dudaba en decir con regocijo que se sentía montañesa, y al compás de sus tonadas alegres (que ella maravillosamente cantaba), más de una vez se le irían los pies –como antaño hiciera en su tierruca–, con su habitual gracia y donaire.
También le marcó mucho la afición de sus padres a las excursiones. Eso hizo que todos los hermanos aprendieran a admirar la naturaleza –reflejo de Dios–, el arte y la historia. Todo les sirvió para poner la cultura a su alcance, educando la sensibilidad en un ambiente cordial y de buen humor, con una referencia constante al último fin. De manera especial recordaría las excursiones a los Picos de Europa. Cada vez que iban a Comillas el comentario habitual era: “¡Se ven los Picos!”, o: “¡Pues no se ven los Picos!”. La grandeza de Dios los atraía,  porque en esas alturas se siente más su cercanía.
Realmente “San Diego” era la casa ideal, la casa grande donde todos cabían, en la que se respiraba el ambiente sano y cristiano de las tradicionales familias españolas, donde Dios ocupa siempre el primer lugar. En su Capilla tenían diariamente la Santa Misa, Comunión y la bendición con el Santísimo.
La Misa empezaba todos los días a las ocho de la mañana; para ello los niños, a pesar de estar de vacaciones, tenían que madrugar, pues había que estar preparados antes de que llegara el Sr. Obispo. ¡Cómo disfrutaban formando aquella pequeña comitiva camino de la Capilla! La figura de D. Adolfo le daba gran solemnidad, y los pequeños no cabían en sí de gozo. Nunca olvidaría la figura de su madre, pendiente en todo momento de ellos para evitar que se distrajesen, indicándoles en el misal en qué parte de la Misa estaban y haciéndoles leer aquellas oraciones. Luego, todos admirados contemplaban al Sr. Obispo, que permanecía más de media hora en su reclinatorio dando gracias; “¡qué ejemplo para todos!”, comentarían entre ellos.
El rezo del Santo Rosario, hacia las nueve de la noche, en la galería de la abuela, ante una imagen de la Virgen de Lourdes, también quedaría grabado en su memoria de modo imborrable. Lo rezaban de rodillas, y sin apoyarse en ninguna parte. Siempre recordarían cómo lo rezaba D. Adolfo y la gran piedad de su padre.
De todo disfrutaba en Cabezón: desde las partidas de tenis y de bolos (en las que Pili era campeona), hasta verdaderos conciertos de canciones montañesas, en las que destacaba por su preciosa voz y buenísimo oído. Sin olvidar cuando, disfrazada al estilo montañés, representaba con su inigualable gracia a “la Cancia”, una mujeruca del pueblo que entablaba con la gente unos diálogos chispeantes y graciosos, que hacían pasar un rato inolvidable a quien tenía la oportunidad de presenciarlos.
Organizaban también pequeñas obras de teatro con las que sacaban algo de dinero para los pobres. Sus padres querían que en todo tuvieran alguna motivación sobrenatural y que desearan hacer buenas obras.
Pero a quien ella recordaría con especial veneración era a su Virgen del Campo, la Patrona del pueblo, que en su romería anual se volcaba en primores maternales sobre esa tierra montañesa, sobre aquel rincón bellísimo de su España, que así le profesaba su amor.
Ella heredó de su padre su gran simpatía e ingenio, que haría de ella una persona verdaderamente arrolladora. Más tarde, ya en el Carmelo, podemos decir que su atractivo fue tal, que quien la conoció ya nunca pudo olvidar a aquella Madre que, a la primera, tuvo el don singular de robar su corazón. Las que la conocimos sabemos muy bien que fue así, y que se le podían aplicar con verdad las palabras con que el P. Gracián un día describiera a la Santa Madre:
“Tenía hermosísima condición, tan apacible y agradable, que a todos los que la comunicaban y trataban con ella, llevaba tras sí y la amaban y querían…”
Sabemos que en una ocasión en que había fallado la actriz principal del teatro “María Guerrero” de Madrid, le ofrecieron ocupar su lugar. Y sin ningún problema, solamente con la ayuda del apuntador, actuó de manera tan admirable que causó sensación. Ella nos contaba con mucha gracia que como era más alta que la actriz a la que suplía, tuvo que ponerse el traje al revés, con la cola por delante. Y así tuvo que actuar, teniendo sumo cuidado de no dar la espalda al público. Y es que verdaderamente era una artista en todos los sentidos.
Además, siendo miembro de Acción Católica, practicaba a fondo la caridad yendo a socorrer a los necesitados del barrio de Tetuán de las Victorias. Ya en el Carmelo contaría enardecida cómo fue a Roma en una peregrinación que organizó Acción Católica con motivo de la Canonización de San Juan Bosco; y recordaría con especial emoción que coincidió en el tren con “el Obispo del Sagrario Abandonado” –el Beato Manuel González–, al que ella tanto veneró siempre por su apasionado amor a la Eucaristía.
De su madre, el Señor le regaló su serenidad, su dulce entrega a la voluntad de Dios, su estar siempre pendiente de hacer felices a los demás y su gran entereza, cualidad ésta que brilló en ella de manera singular, sobre todo en la gran empresa que el Señor le confió con la restauración de este santo Monasterio.
Transcurría el año 1936 en que la situación en España se agravaba por momentos, y así como repercutía en el corazón de todos los católicos españoles, halló también eco en el suyo, grande y entregado. Ella contaba con entusiasmo cómo, cuando estalló la guerra, hizo un curso de enfermería para poder asistir a los heridos, y así prestar este servicio de caridad a su amada Patria. En este tiempo brillaron en ella sus virtudes de generosidad, entrega incondicional y fervor. El poder aliviar tantos sufrimientos la hacía feliz, y así transmitía serenidad y optimismo por donde iba pasando.
Nos contaba su hermano pequeño anécdotas preciosas de esta época, que él guardó cuidadosamente entre sus recuerdos. La guerra les sorprendió a todos en la finca de Cabezón, que en aquel momento estaba en plena zona roja. Nunca olvidarían la Navidad del 37, en que pusieron en el alféizar de una ventana, un portalito con el Niño Jesús para “rezar” la Misa de Gallo. Ni tampoco el Domingo de Ramos, cuando hicieron la procesión de las palmas arrancándolas de las palmeras del jardín.
El salón les servía a veces de capilla del Santísimo. Algunos sábados iban al asilo de las Hijas de la Caridad a recoger las Formas, que metían en una cajita de plata para comulgar al día siguiente, durante la lectura de la Misa que hacía su padre. Él mismo les daba a todos la Comunión. Como el Santísimo tenía que pasar una noche en la casa, lo guardaban dentro del piano para que, si llegaba algún “registro” –cosa que sucedía con frecuencia–, no lo encontrasen. En este piano, el día de Jueves Santo, improvisaron un Monumento adornándolo con flores cogidas del campo, y allí adoraron al Señor con sus cantos.
Especialmente entrañable fue también la Navidad del 38 en la que, al no tener las figuras del Nacimiento, se pusieron todos los hermanos a fabricarlas modelándolas con barro. Con especial alegría cantaron ese año los villancicos ante el improvisado Belén casero.
Por esta época, aún no se le pasaba por la cabeza ser carmelita. Ella nos decía que ser monja ni se lo planteaba. No podía imaginar entonces la felicidad inmensa que iba a encontrar en el Carmelo, ella que siempre firmaría: “esta pobre y feliz descalza”. Sí, fue feliz, muy feliz en su Carmelo, aunque ahora no lo podía ni sospechar.
Es verdad que la entrada de su hermana Isa en el Carmelo del Cerro el año 1934 había sido un aldabonazo en su corazón, y la figura de nuestra Madre Maravillas, que entonces conoció, no la dejó indiferente sino todo lo contrario. Pero ella acallaba esa voz interior, mientras el amor de su Dios seguía envolviéndola por completo.
De este tiempo recordaría con gran cariño sus visitas a Batuecas para ver a su hermana Isabel, pues la Comunidad del Cerro, con motivo de la guerra, había tenido que establecerse en este santo desierto que Santa Maravillas había recobrado para nuestra Sagrada Orden, y donde su hermana hizo su Profesión Solemne.
Le entusiasmaba la belleza de su paisaje, el encanto de su soledad y su silencio, el ambiente incomparable de aquel rincón apartado del mundo, donde tan de veras se respiraba el espíritu de nuestros Santos Padres, que hacía de él el marco ideal para la vida descalza.
Tras la guerra, la Comunidad puede volver al Cerro, dejando en Batuecas una nueva fundación. Y empiezan a surgir los proyectos de nuevas Casas de la Virgen, como lamparitas que, salidas de las mismas entrañas de ese Cerro bendito ardiente de Caridad, están llamadas a gastar su vida consumiéndose por amor ante ese Corazón Sagrado que pide con dulce insistencia “ser consolado”.
Ya arde la de Kottayan (India), y las palabras que un día resonaran en el alma de nuestra Madre Maravillas: “Quiero que tú y esas otras almas escogidas de mi Corazón, me hagáis un Carmelo donde tenga mis delicias…”,  vuelven con fuerza al corazón de la Madre y la llamada se va dilatando, hasta ir sembrando de lamparitas reparadoras muchas partes de la tierra de España… ¡Mancera está a la vista!
A este pueblecito de la provincia de Salamanca situado a una legua de Duruelo, se trasladaron los primeros frailes descalzos cuando, al aumentar las vocaciones, ya no cabían en el pequeño convento de Duruelo. En Mancera pues, se hallaba la huella de nuestro Santo Padre, y era un privilegio y un honor recuperarlo para la Orden. Este lugar, medio perdido en esa tierra austera, tendría mucho que ver con Pili, aunque ella todavía parecía no darse cuenta. El Señor en cambio estaba esperando el momento oportuno para arrancarle ese sí deseado que ya no tardaría en llegar.
El encuentro con Santa Maravillas, en uno de aquellos viajes que hiciera del Cerro a Mancera con motivo de la nueva fundación, fue decisivo para ella. Lo cuenta así la Santa:
“El día que vinimos de Mancera en el tren con Pilar Gutiérrez y Conchita Traver, nos dijeron había sido providencial, pues querían hablar con nosotras y no sabían cómo arreglarse para hacerlo solas y decirnos que querían las dos entrar muy pronto en Mancera”.
¿Qué percibió en ese encuentro con nuestra Madre Maravillas? Se nos viene a la mente ese otro de María de Salazar con nuestra Santa Madre, en el que aquélla quedó prendada de la Santa Fundadora “por su admirable vida y conversación”. Sí, pudo percibir ese buen olor de Cristo que la Madre Maravillas tan bien supo aprender de su Santa Madre, y que delataba que en estas Casas se trata de oración.
Por aquel entonces se dirigía con el P. Larequi, S.J. Al decirle a éste que creía tenía vocación, el Padre exclamó: “¿Al fin te has dado cuenta?”. Sí, su nombre había sido pronunciado desde toda la eternidad para ser sólo de su Dios.
Sabemos por los recuerdos de su hermano el gran impacto que produjo en su casa la decisión de Pili. Ella había sido hasta ese momento el alma de la familia y el punto de unión entre todos. No es de extrañar que su partida para el Carmelo se sintiera vivamente.
Una vez resuelta su vocación, ya todo era vibrar con la nueva fundación, en la que más tarde entraría. Formando parte del grupo de fundadoras iría su hermana Isabel, “la arquitecta” inseparable de Santa Maravillas y piedra fundamental en todas sus fundaciones, por su gran talento y sobre todo por su virtud.
La partida anunciada para mayo se adelanta a abril de 1944. A las puertas del Mes de la Virgen, se anuncia como un regalo a nuestra Señora. La Comunidad del Cerro da el último adiós a la Madre Maravillas. Ésta trae en sus brazos un Niño Jesús. Con Él las bendice diciéndoles: “Adiós, hijas, hasta el Cielo”. Entrega el Niño y las llaves del convento a la M. Magdalena de la Eucaristía. La futura Priora, a su vez, le pone al Niño las llaves diciendo: “Desde ahora Él será el Prior”. Las acompaña en esta fundación el Padre Valentín de San José, Provincial, que presidiendo la Santa Misa el día 30, ya en Mancera, no hace más que llorar. Y es que el recuerdo del Santo Padre unge los corazones de devoción.
Pili hubiera deseado entrar en Mancera antes del verano    del 44, pero debido a unas fiebres tifoideas que toda la familia contrajo al comer unos pasteles de nata, tuvo que retrasar su ingreso, y así se fijó su entrada para el día 29 de octubre de 1944, solemnidad de Cristo Rey.
¡Y por fin llegó el gran día! Ella solía recordar con gran emoción el amor con que su padre incensó al Santísimo expuesto. Sí, subiría ese día hacia el Señor, con el humo del incienso, el precioso sacrificio que el corazón de ese padre ejemplar hacía al entregarle con tanta generosidad a su hija. Santa Maravillas lo cuenta en una carta dirigida a la M. Magdalena de la Eucaristía:
“La entrada de la Hna. Magdalena de Jesús nos ha impresionado muchísimo. Y es que sus padres han estado sublimes. Después de haber estado admirablemente todo el día, aunque se les veía deshechos, porque esta hija creo era para ellos todo, en el momento de abrir la puerta, se adelantó el padre con su hija, estuvo pegadito a ella mientras besó el crucifijo y tomándola suavemente por el brazo, la ayudó a entrar con una cosa… como si pusiera toda su alma en dársela al Señor”.
Al entrar, tuvieron que cambiarle su nombre de Pilar por el de Magdalena, por haber ya una hermana Pilar en el convento. El nuevo nombre, por su vehemencia, espontaneidad y ardiente amor a la Sagrada Humanidad de Cristo, le iba de maravilla.
¡Con cuánta alegría y entusiasmo nos decía que fue la primera novicia de Mancera! Allí “aprendió” a ser carmelita descalza bajo la dirección de su amadísima Madre Maravillas, ayudada por la Hna. Isabel, la cual lo supo hacer de manera admirable, sobre todo educándola con su ejemplo y sabiéndole transmitir, como gran enamorada de su vocación de carmelita, el amor a nuestra Sagrada Orden, a nuestros Santos Padres y a la Iglesia. Santa Maravillas está feliz con la nueva postulante, y así escribe en una carta dirigida a la M. Mercedes del Sagrado Corazón:
“Nosotras estamos contentísimas con la Hna. Magdalena. Tiene una vocación hermosísima y se ha tirado de cabeza desde el primer momento, que es lo que hace falta. Está encantada y de lo más encajada y además vale mucho”.
Y en otra carta dirigida al Cerro escribe:
“La Hna. Magdalena, un encanto de fervorosa, simpática, encajada y alegre. Ya se ha hecho mucho a nuestras cosas y va a resultar una gran monja, de un carácter muy agradable”.
Y era verdad: la postulante desde el primer momento se sintió feliz; tanto, que a veces le tenía que decir al Señor: “Para ya, que no lo puedo resistir”. Es que Mancera tenía un sabor especial: el de ese frailecillo celestial y divino, que supo emprender allí el camino de “las nadas” para llenarse “del Todo”. Con tan santa Priora por Madre y Maestra que tanto la ayudaría a amar más y más al Señor ¿cómo no iba a derrochar su corazón incesante agradecimiento?
Escribía por entonces nuestra Madre Maravillas: “Esta paz y soledad, este cedro que se levanta majestuoso en medio de la huerta, diciendo tantas cosas al alma y el tintineo de los rebaños paciendo por estos campos… En fin, que el Señor esté contento es lo único importante, y yo espero que sí, pues están todas gracias a Dios, con buenísimos deseos y con mucho olvido de sí, que es lo principal”.
Aunque la Comunidad ya llevaba en Mancera unos meses, el 1 de diciembre se inaugura oficialmente la nueva fundación. Y ese mismo día, el P. Anselmo de Santa Teresa, O.C.D. le plantea a nuestra Madre Maravillas la posibilidad única de comprar Duruelo. El sueño de la Madre parece que se va a hacer realidad. Pero ¿no es ella una “pobre romera sin blanca”? Confiada en la Providencia de Dios acepta. Y será nuestra M. Magdalena una de las que irán a la nueva fundación, fundación que ella amaría como a las niñas de sus ojos.
No se asusta la postulante de la austeridad y pobreza del Carmelo; al contrario, se enardece con ellas, y así, radiante de felicidad, pasaría su primer invierno sólo con “el braserito del amor de Dios”… Con éste arde Mancera a pesar del intenso frío, calentando con su vida escondida y callada tantos corazones helados, por no tener en ellos el amor del Señor. Recordamos una anécdota encantadora que cuenta la M. Magdalena en el proceso de canonización de Santa Maravillas:
“Cuando entré, de postulante, como no llevábamos más que alpargatas, y fue un invierno muy frío, la Sierva de Dios, preocupada por el frío que yo estaba pasando, sin decirme nada, mandó por todos los pueblos de alrededor a ver si había unas botas de paño que me sirviesen.  Por fin lo logró, y el día de Reyes, entusiasmada, me las regaló”.
Tomará el Santo Hábito, con grandísima alegría, el día 30 de abril de 1945. Toda la Comunidad está profundamente  emociona-da porque es la primera Toma de Hábito del conventico de Mancera:
“Ha sido una verdadera emoción –escribe Santa Maravillas–, el Padre Valentín –que presidió la ceremonia– hizo una idealidad de plática; y tantas cosas que no se dicen, pero que el Señor bien las sabe”.
Recordará más tarde cómo ese día, por no llegar a tiempo las flores encargadas para la fiesta, se fue toda su familia a coger flores del campo. ¡Qué preciosa quedaría la Iglesia engalanada con esas florecillas que tan bien le iban a una pobre descalza! Dos días después lo cuenta nuestra Madre Maravillas:
“Esta noche han llegado cinco hermosas cestas de flores de Valencia. Yo creo que al Señor le gustaba más aquí la humildad de las flores del campo. ¡Me ha hecho una ilusión! Había amapolas, margaritas, bluets y también pusimos acacia”.
La Hna. Magdalena hará su Profesión Simple el 3 de mayo de 1946 en Mancera. La vida no es fácil en aquel conventico. La pobreza, junto a los afanes de una fundación que acaba de nacer, son las galas con que se adorna el nuevo Palomarcico de la Virgen. Pero esto es justamente lo que más llena su corazón. La vida del Carmelo le atrae cada vez más y en ella va descubriendo, a medida que pasan los días, nuevos y misteriosos encantos, tantos como tiene el Corazón de nuestro Dios, pues ¿no es acaso Él la vida del Carmelo?
El 19 de Julio de 1946, víspera de nuestro Padre San Elías, se fijó la marcha para Duruelo. Ese día nuestro Padre Silverio de Santa Teresa, recién elegido General de la Orden y a quien Santa Maravillas con tanto amor había ofrecido el “Priorato” de Duruelo, es el que lo organiza todo y preside la inauguración. Y se emprende una procesión de Mancera a Duruelo, para conmemorar la que antaño hiciera nuestro Santo Padre en sentido inverso.
En el locutorio, siendo ya muy mayor, cuando estábamos con algún Padre, le contaba enardecida la fundación de Duruelo; aquella histórica procesión con nuestro Padre Silverio, que por el camino les estuvo hablando –como ella decía– “como sólo él sabía hacerlo” de nuestros Santos Padres.
Todos los recuerdos de aquel día le entusiasmaban: la campanita de Mancera acompañándolos todo el camino con su repique de fondo, y ya en Duruelo, el adorno del altar del noviciado que ella misma se ocupó de instalar, con un sencillo cajón de madera y unas estampas de nuestra Madre Santísima, nuestro Padre San José y el Niño Jesús de Praga; lo adornó preciosamente con espigas y cardos que cogieron por el camino; ¡todo rezumaba pobreza y espíritu sanjuanista, y no hacía falta más! Esto era, sin duda, reflejo del interior de esos corazones vacíos de todo apego del mundo, que así podían abrirse a la acción de ese Dios sumamente amado, deseoso de derramarse en su criatura.
Se llenó el conventico en la inauguración de largas filas de frailes de capa blanca, como en los tiempos memorables del Santo Padre. De aquel día inolvidable en Duruelo escribiría:
“Tuve la suerte de estar en la cocina, sirviendo y preparando fuentes que recogían nuestros colegiales, y aquello era un deleite, ver la unión, caridad y hermandad que reinaba entre todos, que vibrábamos como un solo corazón, al ver incorporado a nuestra Sagrada Orden aquel Portalico de Belén, gracias a nuestra Madre del alma”.
Y es que la M. Magdalena siempre amó ardientemente a nuestra Sagrada Orden y de manera muy especial a nuestros Padres.
Así pasó el día con su Madre y hermanas, trabajando sin parar para dejar el convento listo para la inauguración. Eran las diez de la noche y aún seguía el coro bajo convertido en carpintería, con el infatigable e incondicional Manolo Martín Mulas dirigiéndolo todo. Allí estaba también la chica que ayudaba en la casa de D. José y Dª Teresa, –los señores que vendieron el terreno de Mancera a las monjas–. Sabemos que comentó: “¡Lo que trabajan esas monjas! ¡Anda, que la Hna. Magdalena, más que si fuera un hombre! Acaba de sacar el banco de carpintero como si no hubiera hecho nada en todo el día”. Brillante como el sol quedó aquel día el nuevo portalito de Belén.
La M. Magdalena nos contaba que siendo novicia, un día que tenía mucha sed, le puso por la noche un papelito lleno de fervor a nuestra Madre Maravillas, contándole su felicidad de ofrecer ese sacrificio al Señor. Cuando ya estaba retirada en su celda, sintió que de pronto se abría su puerta. Era nuestra Madre Maravillas, llevando muy sonriente un vaso de agua fresca, que le dejó silenciosamente haciéndole señas de que se lo bebiera. Con tal Madre y Maestra, ¿cómo iba a salir su hija queridísima? Y así, a lo largo de su vida, pudimos palpar en ella, cientos de estos detalles de corazón maternal.
Nos contaba también con gran alegría, cómo se quedaba por las noches en el gallinero, pues era necesario cuidar de las estufas de los pollitos para que no se murieran por falta de calor. ¡Qué bien veríamos reflejada en ella esta imagen –que haría más tarde  suya–, dando calor y amor a tantas hijas como el Señor un día pondría entre sus manos!
El 3 de mayo de 1949 hace, radiante, su Profesión Solemne, presidida por el P. Valentín de San José, y sólo unos meses más tarde, en noviembre, el Señor la prueba con la enfermedad. Una infiltración en el pulmón derecho que le produce grandes vómitos de sangre. La situación puede ser grave y su recuperación lenta. La Madre Maravillas, que había puesto en ella sus esperanzas para el porvenir de Duruelo queda consternada. Aquí brilló en la Hna. Magdalena su gran conformidad con la Voluntad de Dios y su total abandono en manos de la obediencia. Cuenta Santa Maravillas:
“Ella está hecha un encanto, contenta, feliz, animada, entusiasmada con cumplir la voluntad de su Dios y que haga de ella lo que quiera. Demasiado mortificada, eso sí, pues yo la riño para que diga un poco qué le está mejor o qué necesita. Al mismo tiempo es docilísima…”
Su total abnegación y olvido propio hicieron posible que fuera tratada de esta grave enfermedad en el convento, sin necesidad de ser internada en un sanatorio. Ella recordaría con emoción, cómo nuestra Madre Maravillas (a la que tanto veneró y amó), se consagró en cuerpo y alma a cuidarla, velando su sueño de noche.

Pudo comprobar muchas veces cómo era en verdad una hija queridísima de la Madre, gozando de su amor y de su estima de manera singular, y recibiendo de sus manos las empresas más arduas que la obediencia le encomendó. Santa Maravillas escribiría al Cerro contando de esta enfermedad que tanto le hizo sufrir:
“Lo principal es que dé a Dios todo lo que Él quiera de ella, y si Él quiere que le sirva en la enfermedad en vez de lo que nosotras pensábamos, pues que su santo nombre sea bendito. Suyas son estas Casas y Él sabe lo que quiere hacer de ellas, ¿verdad?”
Comienza a pasar la gravedad; aún así, la Madre duerme en la celda de al lado. Al mismo tiempo Duruelo empieza a poblarse de novicias, que llaman a sus puertas deseosas de vivir esta vida de “Cielo si puede haberlo en la tierra…” Son catorce las que forman su noviciado y Santa Maravillas pone como ayudanta en él a la Hna. Magdalena. Siempre bajo la dirección de su santa Priora, las ayudaría sobre todo con su ejemplo, un ejemplo viviente de lo que es la felicidad de ser carmelita.
Todavía recuerdan las que fueron sus novicias lo mucho que las enseñó en el noviciado, cómo les contagiaba su gran fervor y su amor al oficio divino, cómo las estimulaba a trabajar mucho, como pobres, “hasta cansarse por amor a Cristo”.
Estando todavía convaleciente de su enfermedad, nuestra Madre Maravillas dispuso que las novicias tuvieran la recreación en la huerta delante de la ventana de su celda, para que así ella pudiera oírlas y participar. Desde allí velaba por sus novicias. Afinaba mucho en las virtudes, y así no se le pasaba por alto nada, comprobando cómo una novicia se vencía cuando la recreación estaba muy animada para dejar hablar a las demás, y en cambio se esforzaba en poner un ambiente de buen espíritu si veía que decaía la conversación. Ésta era una de esas virtudes ocultas que ella les enseñaba y que tanto agradan al Señor.
Finalmente Él se contentó con la aceptación de la enfermedad y, gracias a Dios, a finales de 1951 quedó completamente restablecida.
Las novicias van aumentando más y más, y ya se hace necesaria una nueva fundación: Arenas de San Pedro.  La Voluntad de Dios se muestra clara. Hace falta una Priora para Duruelo, y no se presenta la menor duda…
El 3 de diciembre de 1953 tiene lugar la elección, en la que sale elegida por unanimidad la Hna. Magdalena… que queda hecha un mar de lágrimas. No se pudo proceder a su confirmación inmediata porque necesitaba dispensa de edad. La Madre Maravillas estaba radiante, gozosa de ser la primera en prestarle obediencia.
Un año después, el 8 de diciembre de 1954, se inaugura el convento de Arenas de San Pedro, con la presencia del Padre Provincial. ¡Un Carmelo para la Inmaculada en ese Año Mariano especialmente dedicado a Ella!      
La M. Magdalena no olvidaría nunca la despedida. Era la primera vez que se separaba de su Madre del alma, después de esos años de convivencia e intimidad. El Señor quería a nuestra Madre Maravillas en Arenas y ella lo aceptaba de todo corazón, aunque en el momento de la partida, abrazada entre sollozos a aquella Madre tan santa y tan querida, no sabía desprenderse de ella. Con gran emoción, antes de salir, le pidió la bendición. La Madre se la dio, y salió con su habitual mansedumbre, diciendo: “Hijas, que sean buenas”.
Empezaba para la M. Magdalena una nueva etapa en su vida que se dilataría largamente: su faceta como Priora y sobre todo como Madre. Esto la unió todavía más a Santa Maravillas, a la que por propia iniciativa y deseo de su corazón consultaba en todo. En ella descansaba plenamente para llevar con fruto y provecho las riendas de todos los Carmelos por donde pasó.
Su apasionado amor a Cristo, junto a las grandes virtudes y dotes naturales con que el Señor la adornó, entre las que destacan un sentido común poco corriente, un corazón grande y una transparencia y sinceridad extraordinarias, hicieron de ella una Madre excepcional. Esto brillaría de manera singularísima cuando el Señor le encomendara el Relicario de su Santa Madre.
El mayor elogio que podemos hacer de ella en esta época de Duruelo, es el que hace nuestra Madre Maravillas escribiendo a la M. Magdalena de la Eucaristía, Priora del Cerro de los Ángeles:
“En Duruelo están que es para bendecir a Dios, y eso es lo único que importa, y así que estoy contentísima y muy tranquila con aquello”.
“Se quedaron como en el Cielo, con un consuelazo enorme y entusiasmadas con la Madre Magdalena. Todas me dan las gracias por habérsela dejado”.
Y en una carta a la M. Mercedes del Sagrado Corazón dice:
“La Madre Magdalena me escribe emocionada. Claro que ella es también una Priora magnífica. Están de unidas, con una felicidad que el Señor les ha hecho sentir… inmensa”.
La M. Magdalena recordaría con especial amor y agradecimiento las visitas que nuestro Padre Anastasio del Santísimo Rosario, siendo General de la Orden, hacía a Duruelo acompañado del P. Víctor de Jesús María. Le emocionaba ver que siempre que venía a España pasaba por este “lugarcillo”, donde sabía que sus hijas le esperaban con gran amor.
Por esta época escribe en sus apuntes de Ejercicios unas líneas que la retratan:
“La Carmelita callada y escondida en el Pecho de Jesús, no tiene más que dejarse enriquecer amando, no apartando sus ojos de Jesús”.
Y un poco más adelante:
“Porque la Virgen se ofreció, el Señor la llenó de gracia. Que mis actos sean de Dios. Vivir como dos solitarios en el convento, Dios y mi alma. Llenarme de Dios, buscarle con más insistencia en aquello que menos me agrade”.
Dada su generosidad, el Señor no tardaría en llamar una vez más a su corazón pidiéndole nuevos desprendimientos para unirla más estrechamente a Él.
Y así, en noviembre de 1963, D. José María García Lahiguera, Obispo auxiliar de Madrid, Visitador y Vicario de religiosas, pide a nuestra Madre Maravillas su ayuda para la restauración del convento del Escorial. La Madre Priora está muy enferma, las monjas mayores necesitan cuidados continuos y, además, el convento necesita una reparación urgente. La situación se hace insufrible y toda la Comunidad se inclina unánimemente por la misma solución: que vuelva la Madre Maravillas.
“Este Carmelo fue la cuna en que se mecieron los primeros años de la vida religiosa en la Orden de la Virgen de Santa Maravillas de Jesús […]. El Escorial es a Maravillas lo que La Encarnación de Ávila es a Teresa […]. Si los claustros y coros del Monasterio avilés guardan la delicada esencia de la maduración de la obra teresiana, una celda y una tribuna del Carmelo escurialense son testigos mudos de los silenciosos «gritos» con que Cristo pedía a la hermana Maravillas que fuese a encender una «lámpara viva» junto a su Corazón en el Cerro de los Ángeles.” (Del libro: “Un rincón escondido cuyo nombre Dios guarda... Historia del Carmelo del Escorial”).
Urge pues, ir al Escorial. Ella se hace cargo de esta obra derrochando caridad con este convento que le abrió un día memorable las puertas del Carmelo. Cuando la Madre Priora le ruegue en nombre de toda la Comunidad que tenga ese convento por suyo, ella le contestará con gran amor:
“¿Cómo no podría tener ese Carmelo por mío si nunca ha dejado de serlo?”
Tiene que echar mano de cuatro monjas de sus conventos para ir al Escorial, y será en las manos de la M. Magdalena en las que ponga, segura y confiada, esta obra tan querida para ella. Irán con ella dos hermanas de Mancera y una de Duruelo.
“A El Escorial no podía ir cualquier monja, por santa que fuese. Hacía falta alguien que fuese un prodigio de prudencia y un factor de unidad. Una superiora a la que se obedeciese sin trabajo, porque todas la quisieran. Que fuese exigente y compresiva a la vez. Muy amante de la observancia pero muy suave y maternal en el gobierno de las almas. Incansable trabajadora e imbatible en su optimismo, para acometer enseguida una magna y agotadora obra material. La nueva Priora, tendría que ganárselas a todas […]. Entusiasta, fervorosa, culta, con un don de gentes arrollador, carmelita de pura cepa.” (Del libro: “Un rincón escondido cuyo nombre Dios guarda… Historia del Carmelo del Escorial”).
El 27 de agosto de 1964 llegó al Escorial, dejando su rinconcito de Duruelo, y con él a esas hijas amadísimas en las que con tanto fruto había sabido sembrar el Amor de Dios. Lo dejará físicamente, pero nunca lo olvidará, y así, ese palomarcico ocupará un lugar privilegiado en su corazón.
La obra material que fue necesario emprender en el convento del Escorial fue verdaderamente laboriosa, mucho más que lo que hubiese supuesto hacer un convento nuevo, con todo lo que esto conlleva de sacrificio, abnegación incansable y olvido de sí. Y a ello se entregó en cuerpo y alma.
El primer problema serio con que se encontraron fue que todas las vigas estaban deshechas debido al agua que se había ido filtrando por los muros durante años. Se decide como solución quitar un piso, y a ello se ponen manos a la obra bajo la experta dirección de nuestra Madre Maravillas y junto a la Hna. Isabel.
Hay que tirar la cúpula de la iglesia, sustituir las vigas de madera por otras de cemento, renovar tejados y el piso de la iglesia y convento. También se mejora la pieza de recreación, el refectorio y el coro. Se distribuyen en la misma planta todas las oficinas y se reconstruye el campanario.
Y además, cuando ya se ha ido la Santa, la M. Magdalena tiene buen cuidado de dejar el noviciado antiguo como en el tiempo en el que lo usó ella, convirtiendo su celda en oratorio y conservando asimismo la tribuna, testigo privilegiado de tantas gracias del Cielo.
El trabajo de aquellos dos años fue verdaderamente agotador. Cualquiera que hubiese visto a la M. Magdalena en aquellas circunstancias, siempre alegre, siempre animosa, siempre igual, podría pensar que vivía en un perpetuo gozo espiritual. Pero la realidad era muy distinta. El Señor, que cuidaba de su alma, la estaba purificando intensamente para unirla más a Sí:
“No sé si es noche oscura o clara, o solamente mala condición –escribe humildemente a nuestra Madre Maravillas–;  pero también vine a este desierto espiritual a ser tentada y purificada, de lo que me regocijo interiormente, pero nunca creí se pudiera pasar tan mal y con la preocupación y obsesión de que al Señor le estoy desagradando, que es lo peor de todo. Encomiéndeme de verdad y pida para que salga de ésta con más humildad y más amor a este Señor nuestro del alma que me soporta a pesar de los pesares. No quiero meterme en este asunto, por no serle pesada y porque me parece que es ocuparme de mí misma. Aunque también pienso que: ¿a quién se lo voy a contar? En fin, encomiéndeme de verdad, porque no veo luz por ninguna parte”.
En los dos años que permaneció en El Escorial dio lo mejor de sí misma. Lo más importante será la obra entre “las piedras vivas”, entre sus hijas, aunque ahora no pueda terminarla porque el Señor la va a necesitar en otro Carmelo también predilecto de su Corazón.
La Encarnación aparece en el horizonte. Este santo lugar, testigo privilegiado del amor de Cristo derramado en una criatura, abre sus brazos en demanda de ayuda. Cuatro siglos y medio han pasado desde el día memorable de su fundación. Los estragos que el tiempo ha causado en el Monasterio son muy grandes. Esa Santa Comunidad, que había abrazado la descalcez con tanto amor, se veía ahora con graves dificultades para emprender la ardua empresa de la restauración del Monasterio; Monasterio que era, según el sentir de todos los corazones, una joya no sólo para nuestra Sagrada Orden, sino para toda la Iglesia. El espíritu de Santa Teresa nuestra Madre aleteaba vivo en su Casa.      
Era por entonces Obispo de la diócesis de Ávila D. Santos Moro Briz, “santo de nombre y de hechos”. Como verdadero padre, el Sr. Obispo seguía con gran interés y amor las circunstancias difíciles por las que atravesaba la Comunidad.
El día 16 de septiembre de 1965, en una visita que les hizo, les habló de la necesidad de pedir refuerzo de monjas a otras Comunidades. Desde luego que nuestras Madres de San José eran las más indicadas para llevar a cabo esta empresa. Además de que habían sido ellas las que vinieron cuando La Encarnación se descalzó el 24 de agosto de 1940, para imprimir en esta santa Casa el sello de los palomarcicos teresianos. De ellas habían recibido los usos y costumbres santas del Carmelo junto con todo el fervor de su caridad. Pero no les fue posible hacerse cargo de esta obra.
Ante tal imposibilidad, D. Santos propuso a la Comunidad de La Encarnación recurrir a la Madre Maravillas de Jesús. Él la conocía muy bien –pues tenía en su diócesis dos conventos  suyos: Duruelo y Arenas de San Pedro–, y la apreciaba por su vida santa y por el espíritu teresiano que reinaba en sus fundaciones.
Fue el Sr. Obispo personalmente a La Aldehuela a proponérselo a nuestra Madre Maravillas. Ésta, con su habitual mansedumbre, se resistió humildemente, pues se sentía indigna de llevar a cabo esta obra y asimismo estaba profundamente convencida de que sus conventos eran los últimos de la Orden, y de que cualquier otra Comunidad podría hacerlo mucho mejor.
El Sr. Obispo, iluminado por el Espíritu Santo, siguió insistiendo a lo largo de unos meses, haciéndole ver que si ella no se hacía cargo del Monasterio de La Encarnación habría que cerrarlo, y se perdería irremediablemente para la Iglesia y para la Orden el Relicario donde nuestra Santa Madre había vivido treinta años. Ella, sin dudarlo ya, se entregó con todo su corazón a esta empresa que vislumbraba ser un homenaje de amor a su Santa Madre. ¡Y qué bien supo estampar este amor en la más fina fidelidad a su espíritu y a su obra!   
No era tarea fácil, a simple vista, el reunir monjas de sus distintos conventos. Decimos “a simple vista” porque en realidad fue muy fácil para la Madre, debido a la extraordinaria unión y amor que reinaba entre todas, aunque tuviera que acompañar a ello el dolor del sacrificio y de la separación.
Después de dos visitas a La Encarnación para tratar con la Comunidad acerca de la restauración y de todo lo concerniente a la venida de las hermanas, se concretó ésta para el día 24 de septiembre de 1966, fiesta de Nuestra Señora de las Mercedes.
¿A quién correspondería llevar esa “lámpara viva” hasta el santo Monasterio para seguir consolando ese Corazón Sagrado que insistentemente pedía consuelo? Escribía por este tiempo nuestra Madre Maravillas:
“A La Encarnación hay que dar lo mejor que tenemos. Vendrá aquélla a la que Dios nuestro Señor tenga para ello desde toda la eternidad”.
Ya este nombre se había pronunciado en el Corazón del Señor mucho antes que en el de nuestra Madre Maravillas: era la M. Magdalena la persona providencial escogida por Dios para esta obra de tanta gloria suya. Sus hijas lo sabemos muy bien y también cada piedra del Monasterio, cada detalle, cada rincón, que delata su mano certera, pues verdaderamente se ve su corazón latiendo en cada reliquia.
Y así, la M. Magdalena deja El Escorial el 6 de septiembre de 1966. Da a todas sus hijas su bendición, dejándoles como recuerdo su Crucifijo (que ellas con gran veneración colocarán sobre la reja de la que hoy llaman “tribuna del Niño Jesús”). Las hermanas, bañadas en lágrimas, escuchan sorprendidas a su Madre que se vuelve y les dice: “Ahora es glorificado el Hijo del Hombre…”
Y amaneció radiante el día de nuestra Señora de las Mercedes. Salieron las ocho carmelitas del Carmelo de La Aldehuela hacia La Encarnación. La M. Magdalena de Jesús iría   –nombrada por la Santa Sede– como Priora, y con ella siete hermanas más: una de La Aldehuela, otra de Arenas, dos del Cerro de los Ángeles, una de Duruelo, una del Escorial y una de San Calixto.
Era ya el atardecer cuando divisaron las murallas de Ávila… Sí, la tierra de su Santa Madre las recibía con amor. Todavía resonaba en sus oídos la voz de nuestra Madre Maravillas leyéndoles, con su unción incomparable, bellísimos pasajes de la vida de antaño del venerable Monasterio, tomados de la cronista del siglo XVII, Dª María Pinel –monja que vivió con hermanas que conocieron a la Santa Madre–. Eran muchas las emociones, los sentimientos que se cruzaban por los corazones de todas. ¡Iban a La Encarnación, no era un sueño!
Pero antes, habían recibido el permiso del Sr. Obispo para entrar en el convento de San José. ¡Qué emoción para todas cantar la Salve juntas en la Cuna de nuestra Sagrada Reforma! Nuestras Madres se volcaron con ellas. Fueron unas horas inolvidables que siempre recordarían con gran cariño. ¡Bendito Carmelo donde reina la caridad y el amor! Y partieron para La Encarnación con el corazón rebosante de gozo y grandes deseos.
La fachada del Monasterio, imponente comparada con las de los conventicos a los que estaban acostumbradas, les daba la bienvenida, a la par que las autoridades eclesiásticas que esperaban en el patio la llegada de las ocho carmelitas.
Ya dentro, fueron recibidas con gran emoción por toda la Comunidad, y juntas se encaminaron hacia el coro, donde cantaron la Salve Solemne y el Te Deum, para ir seguidamente al refectorio.
Así, con toda sencillez, prosiguiendo la jornada carmelitana normal, empezó la “nueva vida”, esa vida que recorrerían juntas y que muy pronto se vería salpicada del rocío y bendiciones del Cielo. La Santa Madre ya se había dejado sentir especialmente viva y, en lo sucesivo, su presencia se intensificará más y más.
Desde el primer día, la M. Magdalena, secundada desde el convento de La Aldehuela por la Madre Maravillas, empezó a hacer las gestiones necesarias con el fin de conseguir los medios económicos para la restauración de lo más urgente. Había partes del edificio ruinosas y en peligro de desmoronamiento; tanto es así que se empezaron a venir vigas abajo: urgía comenzar las obras. Entonces, recurriendo al Director General de Arquitectura, al Ministro de Justicia y al Director de la Real Academia de Bellas Artes, se consiguió que se hiciera un presupuesto que subvencionó en su totalidad el Estado.
La especial preocupación de la M. Magdalena en esta restauración era que se encomendara ésta al Maestro de obras de confianza de nuestra Madre Maravillas, D. Manuel Martín Mulas, pues así las monjas podían tener la certeza de que se conservaría todo lo que había tenido relación con la Santa Madre, sin que se perdiese nada.
Es imposible dar aquí una reseña completa y exacta de esta obra magna. La M. Magdalena puso en ella toda su virtud y capacidad, que no era poca. Se entregó por completo a esta empresa que el Señor ponía en sus manos. Los grandes trabajos, esfuerzos, dificultades y éxitos de esta gran obra, que duró cinco años, sólo se leerán en el Cielo.
En ellos brilló de manera especial en la Madre la grandísima prudencia sobrenatural que derrochó, su exquisito tacto y buen hacer en todo momento, su capacidad de escucha y comprensión, su saber esperar, y ese corazón de Madre que supo hacerse toda a todas, con suavidad, con amor longánime, a la vez que con la paz y firmeza que tanta seguridad transmitía a su alrededor. Dio lo mejor de sí misma porque se dio a sí misma, en total olvido propio. Nos limitaremos en estas páginas a los momentos más destacados de estas obras, sabiendo que les gustará conocerlos.
La M. Magdalena, llevada por su amor a la Santa Madre, decidió empezar por el coro bajo, una de las reliquias más grandes, lugar santo y privilegiado donde Cristo nuestro Bien volcó tanto amor en su corazón; y no sólo en el de ella, sino en el de tantas otras venerables hermanas de esta Santa Casa, pues como dice la cronista Dª María Pinel: “Bien conocido tenía nuestro Señor el camino de este coro bajo, donde tantas confidencias hizo a sus fieles siervas”.
En este coro fue donde la Santa Madre recibió el hábito del Carmen e hizo su Profesión, donde rezó y asistió a la Santa Misa tantas veces, y donde el Señor la adornó con inefables mercedes, algunas de ellas recogidas en sus “Relaciones”, como la gracia mística del Matrimonio Espiritual (el 18 de noviembre de 1572) al recibir la Sagrada Comunión de manos de nuestro Padre San Juan de la Cruz.
¿Inspiración del Cielo? Lo fue sin duda que la M. Magdalena se decidiese a continuar las obras con la restauración de “la celda del dardo”, la que está en el claustro alto donde vivió los tres años que fue Priora, y que por devoción y según el gusto y estilo de la época, se había convertido en oratorio. Poco a poco empezó a aparecer todo lo primitivo de la celda, y fue quedando tal y como la Santa Madre podría haberla usado. Solamente se puso una peana labrada con la madera de la celda en la que vivió veintisiete años (que está en el claustro bajo), con el fin de colocar sobre ella un busto que se cree es la imagen suya más antigua de la casa. En el pecho tiene un medallón con reliquia de carne, muy venerado por todas nosotras, que diariamente pasamos ante él para encomendar las necesidades del mundo y de la Iglesia.
La Santa Madre estaba sorprendiendo a sus hijas. En el Cielo no estaba ni mucho menos inactiva. Tenía que agradecerles todo cuanto estaban haciendo y trabajando por su casa “harto grande y deleitosa”, a la que siempre quiso tanto.
Durante este primer año, antes del comienzo oficial de las obras, las monjas no pararon. Era mucho lo que había que preparar, prever, revisar…
No podemos dejar de nombrar, a estas alturas, a la hermana de la M. Magdalena, la Hna. Isabel de Jesús, como piedra fundamental de esta restauración. La ya cariñosamente llamada “la arquitecta”, derrochó todo su amor, abnegación y pericia en La Encarnación. Era indudable que la Santa Madre la había dotado de una inspiración muy especial, y así llamaba la atención el acierto con el que dirigía las obras o daba en el momento preciso la orientación decisiva para que se hiciese lo que más convenía, como muchas veces pudieron constatar los mismos arquitectos. Y esto sin perdonar esfuerzos y sacrificios, como lo más natural, pasando temporadas enteras entre nosotras y sin darse la más mínima importancia.
Enseguida se pasó este primer año cargado de tantas emociones… ¿Y los corazones? Porque si ardua era la obra material de restauración del Monasterio, no menos importante era la espiritual. Hacía falta mucho tacto, amor y finura para llevarla a cabo. Hacía falta ser muy Madre, tanto como lo fue la                M. Magdalena, y así vio florecer a su alrededor milagros de caridad, que culminarían en la unión de todos corazones.
El mejor testimonio de esto lo tenemos escrito por la hermana Mª Clemencia de la Transverberación –tía y confidente de San Rafael Arnáiz, monje trapense–, al cumplirse el año de su llegada, el 24 de septiembre de 1967. Creemos que es el mayor elogio; dice así:

“Ha pasado un año de la llegada de nuestras Madres de Aldehuela, Cerro, Arenas, Duruelo, San Calixto… Quisiera hacer un balance… Es difícil de expresar.
Las misericordias de Dios han llovido abundantemente. Mucho sacrificio costó por ambas partes: las que vinieron, las que se desprendieron de ellas y las que estábamos aquí.
Todo eso sumado es un tesoro, y ya se ven los frutos. Poco a poco, suavemente, vamos entrando. La caridad nos rodea, nos envuelve y nos rinde. Todo es paz, alegría y silencio. Vamos despertando a una nueva vida y calando a fondo lo que debe ser una carmelita.
Año de misericordias que nunca sabremos agradecer bastante… con ellas nos vinieron todos los bienes, y no es el menor el bien espiritual. Gran mejoría en todo… Creo que nuestra Madre estará contenta, pues no hay mayor felicidad que ver aprovecharse las almas por nuestro medio, y eso ya lo está palpando. El Señor les paga, como siempre, ciento por uno. ¡Cuánto vale el sacrificio y cuántas cosas alcanza! ¡Gracias Dios mío, gracias y siempre gracias!”
Mientras las monjas trabajaban lo que podían en el interior de la clausura, las gestiones que se habían hecho al fin daban su fruto. Ya se veía inminente el comienzo de las obras de restauración.
Con frase de nuestra Santa Madre diríamos que “todo era bullir en la casa”; se preveía mucho trabajo, muchas dificultades… pero todo era alegría, pues ya se podía ver cercano el fin del estado ruinoso del Monasterio. Y dieron comienzo las obras de restauración el día 16 de octubre del año 1968.
Los obreros empezaron por levantar en el claustro bajo, para dividirlo en dos, una especie de tabique hecho de rollos de madera y tableros con el fin de aislar la parte de las obras de la que necesariamente tenía que usar la Comunidad. Era impresionante ver el interés y entusiasmo de los obreros. Eran muy conscientes, al igual que todas las personas empeñadas en la obra, de la importancia que tenía cualquier cosa usada por la Santa Madre, y así era digno de ver cómo iban a llamar a nuestra Madre para entregarle alguna jarrita, o acerico, o cualquier otro objeto encontrado entre los escombros de los muchos aposentos tapiados que se iban descubriendo.
Uno de los hallazgos más impresionantes fue la aparición de la cocina de la celda de la Santa Madre, donde vivió veintisiete años y donde el Señor le inspiró la Reforma. Ella era la maestra de obras “a lo divino”; su intercesión daba vida a los esfuerzos de sus hijas. Copiamos de las crónicas del Monasterio el momento emocionante de la aparición del hogar:
“Era el 3 de diciembre, fiesta de San Francisco Javier. Serían poco más de las diez de la mañana cuando la Madre Supriora y la Madre Encarnación de Santa Elena fueron a dar una vuelta a las obras y ver cómo iba lo del famoso machón de piedra… Y cuál no sería su asombro al encontrarse que, al llegar a la altura en que está la cocina de nuestra Santa Madre, se había desplomado el bloque entero, dejando al descubierto el hogar, que sólo tenía una esquina de la piedra del suelo rota, con su chimenea y salida de humos intactos, como si la víspera hubiese todavía cocinado allí nuestra Santa Madre sus pobres gachas. Un olor a humo, característico de las cocinas castellanas, podía apreciarse al acercarse allí. Los mismos obreros se habían quedado como paralizados, y al ver la impresión que causó en las Madres, parece como si se hubiesen contagiado de un no sé qué sobrenatural que flotaba en el ambiente, en esta fresca mañanita de diciembre. Enseguida fueron a decírselo a nuestra Madre y luego cundió la noticia por toda Ávila.
Ni qué decir tiene que la noticia llegó enseguida a La Aldehuela, donde nuestra Madre Maravillas se alegró enormemente de tal descubrimiento. Por algo había inspirado nuestra Santa Madre que las obras comenzaran por aquí. Pues si esto se deja para el final, ¿se hubiera tenido valor para emprender semejante labor, después de unos cuantos años de obras?
La Hna. Isabel ya había tenido como el presentimiento de que aquí estaba la cocina. A ninguna de nosotras nos cabía duda de que era la celda de nuestra Santa Madre, ya que lugar tan señalado y venerado a lo largo de los siglos no podía confundirse con ningún otro. Pero hoy, que la crítica afina tanto, ¿podríamos encontrar algún documento que atestiguase que realmente aquélla era la cocina que pertenecía a la pieza alta de la celda de nuestra Santa Madre? La providencia nos puso en las manos, entre algunos papeles del archivo, unas noticias de la cronista   Dª María Pinel sobre esta celda. Ellas confirmaron nuestra creencia.
No se podía dudar:  nuestra Santa Madre quitaba el velo de piedra que había ocultado durante tanto tiempo este hogar, testigo mudo de tantas maravillas, donde nos parecía estar viéndola, en las largas noches de invierno mientras fuera la nieve caía mansamente, hilando o meditando en su Reforma.
Hoy que el mundo se enfría y se aleja de Dios, de este hogar de Teresa volverán a salir llamas ardientes que calentarán las almas de los que se acerquen aquí de todas las partes del mundo.
Entre las personas que visitaron la cocina, enseguida de su aparición, debemos mencionar a nuestro Capellán D. Nicolás González, tan amante de nuestra Santa Madre y de todo lo relacionado con este bendito Monasterio de La Encarnación, a   D. Baldomero Jiménez Duque, cuyo entrañable amor a nuestra Santa Madre es bien conocido de todos y que salió entusiasmado de este hallazgo y, el día 7 de diciembre, la del Rvdo. P. Efrén de la Madre de Dios, C.D., que comprobó el hecho, confirmando que es la cocina de nuestra Santa Madre Teresa.  Se fue contentísimo y sin dudar de su autenticidad.
Ponemos sólo estos casos a manera de ejemplo, por el fervor teresiano que los distingue y ser especialistas en la materia”.
Realmente era todo un milagro de amor… Se palpaba ¿cómo no? la presencia de la Virgen de La Clemencia, aquélla que la Santa Madre colocó sobre la silla Prioral, cuando vino a             La Encarnación a ser Priora, y de la que ella misma cuenta que, la víspera de San Sebastián, durante el canto de la Salve de Completas, no vio la imagen, sino a la misma Señora del Cielo. Se hacían sentir sus palabras diciéndonos: “Mi Priora hace estas maravillas”.
Había muchas cosas que los peregrinos que venían a Ávila podrían disfrutar, y como a Madre tenía especial interés en satisfacer los deseos de éstos de visitar los lugares santificados por la presencia de la Santa Madre, la Comunidad con gran alegría compartió estos tesoros. El día 6 de julio de 1971, se inauguró el Museo de recuerdos teresianos, que había sido una empresa difícil por su envergadura y porque había que hacer su trazado salvaguardando nuestra vida de recogimiento. Para ello quedaron parte de éstos fuera de clausura. Y así, ya se podía visitar la portería primitiva con su zaguán, la escalera de piedra donde según la tradición tuvo lugar la aparición del Niño Jesús, una de las celdas primitivas del Monasterio y una preciosa sala de recuerdos teresianos, que incluye una amplia ventana por la que se puede ver la celda prioral de la Santa.
A nosotras, nos hizo un coro bajo en la Capilla de la Transverberación, con el fin de librarnos de las distracciones que pudiéramos sufrir debido a la afluencia de público que quería ver la iglesia y el Comulgatorio de Santa Teresa, nuestra Madre.
Ahora se podía ver desde el presbiterio de la Capilla de la Transverberación, construida sobre la celda donde la Santa Madre vivió veintisiete años (y que la Madre dejó con gusto exquisito), lo que se conserva de dicha celda.
Quedó así abierto este humilde rincón, por el que pasarían a lo largo de los años miles de peregrinos de España y del mundo entero. A muchos calentaría la hoguera de amor que fue el corazón de nuestra Santa Madre; a todos avivaría la fe, dejando en el alma ese no sé qué que destilan estos muros benditos. Verdaderamente el espíritu de la Santa aleteaba vivo en estas obras…
Ya por esta fecha el Señor había bendecido a la Comunidad con cinco novicias, y continuaría bendiciendo ininterrumpida-mente, por su misericordia, a las más pobres de sus carmelitas.
Mientras tanto, la M. Magdalena seguía derrochando amor. Imposible describir cómo se volcó durante esta restauración con los obreros.
Se las ingeniaba para que, en Navidad, todos tuviesen su cesta muy bien surtida, con un Nacimiento hecho por las hermanas. Les regalaba juguetes a los que tenían niños pequeños, sábanas, mantas… todo lo que caía en sus manos.
En cualquier fecha memorable para la Comunidad o día señalado, se ocupaba de llevarles vino, si hacía frío, o algún refresco, si hacía calor. Ella misma iba a llevarles bocadillos, pasteles… con una alegría y un amor como si a “su Cristo” se lo hiciera. Ya sabían ellos que cualquier pena o desgracia o cualquier dificultad, hallaba eco en el corazón de la Madre y que, si estaba en su mano, ella haría lo posible para remediarla.
Gracias a la delicadeza de su caridad salieron con el corazón transformado, y algunos hicieron incluso, los Cursillos de Cristiandad.
Y así transcurrieron las obras. Esta virtud de la Madre se dejó sentir en la Comunidad, que avanzó esponjada por las sendas de la caridad. Así lo recogen las crónicas:
“Alegría, deseos de mayor santidad, espíritu de trabajo, emulación de todas las virtudes propias de una Carmelita Descalza.
Los capítulos conventuales nos ponen el alma al rojo vivo y nuestra Madre, con esa firmeza y suavidad que Dios le ha dado, va limando aristas, esforzando nuestras almas para una mayor y total entrega al Señor, poniendo espíritu de verdadera caridad fraterna, ayudando a las débiles, haciéndose cargo de las dificultades de todas y cada una. Buen ojo tuvo nuestra Madre Maravillas al enviarla a esta Santa Casa. Bien la fue preparando nuestra Santa Madre para esta obra que ella quería y con la que soñaba hacía mucho tiempo sin duda. Todo, es verdad, a costa de mucho sacrificio, de muchos desprendimientos por parte de todas, pero sólo contaba el bien de la Comunidad que es lo que el Señor iba buscando. La principal obra ha sido la renovación de esta Comunidad. Nuestra Santa Madre se goza otra vez en su Casa de La Encarnación y en ver lo mucho que nos han ayudado todos los conventos fundados por nuestra Madre Maravillas. ¡Qué gozo es sentir esta unión de corazones…!”
La M. Magdalena confió la sacristía exterior de la iglesia a las Siervas del Evangelio, a las que construyó un edificio en el patio del Monasterio y un colegio para niños. Santa Maravillas lo cuenta en una carta dirigida a la Priora del Cerro:
“Ayer vinieron las Siervas del Evangelio que van a ir a La Encarnación y cuanto le diga de lo que nos gustaron es poco ¡qué encanto de monjas, qué lejos están del mundo, qué unión, qué alegría tan recogida…! Hoy iban a Ávila para ver dónde se les iba a hacer la residencia, etc. y hablar con la M. Magdalena. El recuerdo de ellas me hace gozar, pensando lo que agradarán estas almas tan suyas al Señor”.
La M. Magdalena supo además dar un vivo impulso al Decenario de la Transverberación, de tradición muy venerada de la Comunidad. Llamó para presidir su fiesta, cada 26 de agosto, a nuestro amadísimo Cardenal Primado D. Marcelo González Martín, el cual lo estuvo haciendo durante 33 años. Esto apretó fuertemente el “ñudo” de una profunda amistad, llena de amor y veneración,  pues su presencia la enardecía en su amor a la Iglesia y a todos “sus Capitanes”, por los que toda carmelita vive y muere.
En el año 1982, tuvo la dicha inmensa de poder recibir en este Monasterio a nuestro venerado Papa Juan Pablo II, su Dulce Cristo en la tierra.
Desde el primer momento, movida por su amor sin límites al Santo Padre, sintió el deseo de hacerle una Betania, en la que él pudiese descansar y en la que se sintiese amado y acompañado por sus carmelitas. Y así, le preparó un apartamento privado, con primores que conmovían y delataban bien a las claras su apasionado amor a Cristo y a la Iglesia.
Ambientado como en el siglo XVI, con gusto exquisito, colocó en él la imagen del “Cristo muy llagado” que la Santa Madre llevaba en sus fundaciones, una carta autógrafa suya y el dibujo del Cristo Crucificado hecho por nuestro Padre San Juan de la Cruz. También pondría a disposición del Papa, para la Santa Misa que se celebró en las murallas, el cáliz usado por él.
Se multiplicaba para que todo estuviera perfecto para acoger a las tres mil monjas que se reunirían en la huerta del Monasterio para el encuentro con el Santo Padre, con todo lo que ello con-llevaba de trabajo, limpiezas, obras… y un sinfín de pormenores que ahora no es posible detallar. Deseaba que todas las hermanas venidas de todos los puntos de España, se sintiesen acogidas, que encontraran en La Encarnación su casa, y para ello no escatimó sacrificios. Su gran magnanimidad no veía problemas ni dificultades en nada. Todo fruto de su virtud, de su gran amor a Dios.
La Providencia de Dios se dejó sentir sobre nosotras. Era impresionante. No había más que vivir el momento presente llenándolo de amor… y el dinero para pagar las deudas aparecía conforme hacía falta, pudiendo saldarlas al día.
Hizo poner una gran bandera con el lema de su escudo sobre el tejado del gallinero, a pesar de que ya había otras muchas, porque decía que quería que cuando el Papa sobrevolara Ávila, lo primero que viera fuera el “Totus Tuus”.
Amaneció el día 1 de noviembre, ¡el Papa llegaba a La Encarnación! Fue recibido por la Comunidad que recorrió con el Santo Padre los principales lugares teresianos: ¡imposible describir nuestra emoción! Conmovía ver la devoción con la que el Papa rezó delante del Comulgatorio donde la Santa Madre recibió la merced del Matrimonio Espiritual.
Recordamos anécdotas preciosas que todavía resuenan en nuestros corazones. Con su inigualable encanto, el Santo Padre condescendió con nuestros deseos cuando le pedimos que nos bendijera el refectorio, a pesar de que no estaba previsto que pasara por allí. Al salir, nos dijo con mucha gracia: “Buen apetito…”
Había que haber visto a la M. Magdalena, en el pequeño apartamento que le habíamos preparado, sentada en el suelo, a sus pies, enseñándole con inmenso amor el álbum que le habíamos preparado con las fotografías más entrañables de sus padres, de su infancia y juventud.
Ya en la huerta y para dar comienzo al encuentro con las monjas contemplativas de España, lo recibió oficialmente con un “Alabado sea Jesucristo” en polaco, que al Papa le emocionó. Era el principio de un precioso saludo, leído con tal serenidad, aplomo y dominio de sí, que llamó la atención de todos. Era su gran virtud que la hacía realmente “dominar la situación”, porque tenía el señorío que da siempre la verdadera humildad. El saludo decía así:
“Santísimo Padre:
Aquí estamos más de tres mil monjas procedentes de todas las diócesis de España, que representamos veintiseis Órdenes y Congregaciones de nuestra Santa Madre la Iglesia.
Quisiéramos saber expresar cuanto sentimos en estos momentos, y no nos es posible, pues nuestro gozo y nuestra gratitud a Vuestra Santidad no tiene medida en este día, en que todas las monjas contemplativas de España, representadas por las que estamos hoy aquí, recibimos a nuestro dulce Cristo en la tierra, en nuestra propia patria, en la ciudad natal de Santa Teresa de Jesús, y en esta Casa en la que tuvo tantas intimidades y manifestaciones del Señor.
Si ella tuvo tanto consuelo con la visita del P. Rubeo, primer general que venía de Roma por primera vez a Castilla, en visita a los conventos de España, ¿qué diría ella hoy, al ver en su casa al Vicario de Cristo, que por primera vez viene a visitar España, para confirmarnos en la fe, para fortalecer nuestra esperanza, y enseñarnos con su propia vida y ejemplo, hasta dónde llegan las exigencias del verdadero amor?
Esta visita de Vuestra Santidad precisamente en el 36 aniversario de su ordenación sacerdotal, es mucho lo que nos compromete, pues vemos en esto una gracia especialísima del Señor para nosotras las contemplativas, y queremos que Vuestra Santidad encuentre en estas hijas suyas los testigos vivos de la vida que trazaron nuestros Santos fundadores, por amor a Cristo y a su Iglesia.
Queremos responder con una fidelidad cada vez mayor, a esta gracia que consideramos como el «paso del Señor» entre nosotras… Y queremos decirle también Santo Padre, que en cualquier momento, en sus viajes apostólicos, en sus trabajos, en sus alegrías y en sus penas, nos tiene siempre a su lado, y le acompañará siempre la oración y el sacrificio diario, voluntario y alegre, de los claustros españoles, siempre fieles a la Iglesia y a Vuestra Santidad, que es nuestro Padre, nuestro Dulce Cristo en la tierra. ¡GRACIAS, SANTO PADRE, GRACIAS!”
¿Qué será ver a Jesucristo  –nos preguntábamos todas–, pues así de llenas nos sentíamos después de haber visto a su Vicario? Fue un gran consuelo para nosotras poder sentir que estuvo y se fue, muy contento, y de lo que no hay duda es de que, el hecho de poderle ver y estar con él, fue una de las gracias más grandes que hemos recibido.
Llegadas a este punto de la carta de edificación, quisiéramos saber expresar las virtudes que hemos visto practicar a la  M. Magdalena, aunque somos conscientes de que nos quedaremos cortas.
Como Priora, pudimos encontrar en ella todas las hermanas una verdadera Madre, locamente enamorada de Jesucristo y estimulaba a la entrega sin límites. Nos cuenta una de sus hijas:
“Un día de mis primeros «fregados» de claustros, estábamos en el claustro del sol, ladrillo y cuchillo en mano, con cepillo de raíces, quitando el cemento que estaba pegado… Todas como solemos hacer, sin perder un segundo, encantadas… yo, a mis    15 abriles, estaba feliz y divertida con el fregoteo, y mi asombro fue cuando apareció ella (era por la tarde en verano), con las tacitas de la provisoría, galletas y una jarra de agua de limón; era lo que nunca pude imaginar en el Carmelo. Me cautivó lo normal que era y cómo en medio de la austeridad, trabajo y cansancio, sabía dar ese alivio, y pensé: ¡qué maravilla es esto! y ¡qué encanto nuestra Madre! ¡Qué bueno es Dios!”
Vivió deseosa de hacer felices a sus hijas. Su gran humildad la hacía audaz. En una ocasión en que se olvidó de pedir una bendición de Su Santidad con ocasión de las Bodas de Oro de una hermana, por no dejarla sin ella, unos quince días antes de la fiesta, llamó por teléfono a su secretario particular, debido a la amistad que nos unía. Don Stanislaw Dziwisz cogió el teléfono, y al comprobar que era nuestra Madre, le dijo que esperara un momento, y le pasó la llamada al Santo Padre. Imposible poder describir el gozo inmenso que sintió cuando oyó su voz que le decía con su acento inconfundible: “Madre…” En ese mismo momento le dio la bendición… Así era nuestra Madre.
En cuanto se enteraba de alguna necesidad de la Iglesia, se la veía delante de la Virgen de La Clemencia, rogándole que Ella se la presentase a su Hijo, al mismo tiempo que nos estimulaba a todas a sacrificarnos sin cesar por esa intención.
A esta dulcísima Madre, que tantas maravillas hacía entre nosotras, la M. Magdalena la amó con locura, y así dejó el coro alto de la iglesia, donde se venera su imagen, hecho un primor.
Nos llevaba incesantemente a esta Señora, sabiendo que “el camino inmaculado de María” es el mejor para llegar cuanto antes al Corazón de Cristo. Así lo expresaba a sus hijas:
“Para amar al Señor, mire a la Virgen, que lo que Ella hace es lo que más le gusta a su Hijo. Las armas de la Virgen son el amor y el recogimiento. Viva hacia adentro como Ella, y así se llenará de humildad y le agradará a Él. Pregúntele: ¿qué quieres que haga Madre mía? y eso póngalo en práctica”.
“Desde que amanezca, V.C. agárrese de la mano de la Virgen y que Ella le enseñe a decir «Fiat» con todas sus consecuencias. Ese «Fiat» la llevará al Amor que siempre la espera”.
Nos enseñaba con su ejemplo, con sus palabras, con sus oraciones, con todo su ser, cómo debía ser una carmelita de cuerpo entero. Exigía con firmeza y a la vez con suavidad. Siempre en Dios, enamorada y pendiente de Él.
Muy desprendida de los afectos de la tierra, si veía algún apego en nuestro corazón nos decía: “Hija, eso no es de monjas”.  Nos quería libres, para volar sin ataduras al Corazón de Cristo, para entregarnos por completo por la salvación de las almas. Así nos formaba, con palabras como éstas:
“¿No tiene necesidad de Él?, pues no piense en sí misma sino en Él. No quiera quedar bien, si no es para tenerle contento a Él. No quiera conseguir nada que no sea el amor de Él. Cuando haga las cosas piense: “Las haré por Él”, y así su vida será la Suya. ¿Y qué más puede desear? Pídaselo y déjese hacer”.
Más tarde, ya al final de su vida, su corazón estaba tan transformado en el Señor que sólo desbordaba ternura a su alrededor.
Era muy humilde, prudente y con el raro don de saber respetar profundamente a cada alma y la obra que la gracia de Dios iba haciendo en ella, sin forzarla nunca.
Sabía dar esa nueva oportunidad que dejaba el alma de su hija toda esponjada, y con más ánimo y más fervor para seguir entregándoselo todo al Señor, sin miedo a verse en el suelo. No dejaba pasar la oportunidad de llenarnos de consuelo con unas letritas como éstas:
“Hija mía, ¡está más contento hoy Cristo nuestro Bien…! ¿A que V.C. también se siente como más ligera y con deseos verdaderos de buscarle a Él por sus caminos y no por los de V.C.? ¡Qué bueno es este Señor nuestro del alma y cómo se deshace en cuanto ve un poquito de humildad! No deje de darle gracias. Su pobre Madre que la quiere muy santa”.
Su tiempo era para los demás, y así lo daba con sencillez, desprendimiento y olvido de sí. Si veía a alguna hija suya preocupada o triste, no paraba hasta dejarla llena de alegría y de paz. Para ello no escatimaba sacrificios.
“Viva con alegría en su cara, que no le gustan a Él los santos tristes, y deshágase por sus hermanas”.
“Estoy encantada de que empiece a ser madura en el penar un poco por Cristo. ¡Viva nuestro Rey que así la ama!”.
Veíamos en ella un vivo reflejo del Corazón del Señor. Disculpaba y olvidaba totalmente nuestros fallos, no teniéndolos en cuenta. Y así quería que viviéramos nosotras:
“Mire su Corazón para que sepa amar con comprensión”.
Si había vocación de Dios, sabía esperar con paciencia ilimitada, segura de que la gracia de Dios triunfaría, sin pararse nunca en las dificultades ni en los defectos que pudiera ver en nosotras.
Estaba atenta y pendiente de todas nuestras necesidades de alma y cuerpo. Cuando hablábamos con ella se interesaba por todo lo nuestro con gran amor: la salud, la familia, la oración, el trato con las hermanas… dejándonos llenas de consuelo y ayudándonos siempre.
Se volcaba y se desvivía por las familias de todas, teniendo con ellas continuos detalles de verdadero amor. Si alguna hermana tenía algún problema familiar, lo hacía suyo inmediatamente y procuraba ayudar lo más que podía, incluso económicamente si estaba en su mano, y la acompañaba para rezar con los brazos en cruz ante la Virgen de La Clemencia, estimulándola a que lo viviera con espíritu sobrenatural, con mucho amor y confianza. Igual era con las familias que ayudaban en el Monasterio: espléndida, detallista, sacrificada.
Sabía contagiar su profundísimo amor a nuestra Sagrada Orden y a nuestros Padres. Quería con locura a “su Madruca”, Santa Maravillas, y a todos nuestros conventos, inculcándonos  que no perdiéramos nunca la unión de corazones entre todos; unión que tantos beneficios ha supuesto para todas.
Supo ser trasmisora fiel de la herencia teresiana en los momentos difíciles de la adaptación de nuestras Constituciones. Siempre fiel a lo que veía que Dios y el espíritu de la Santa Madre le pedían. Deseaba ser carmelita según ella nos pinta en sus deseos y así soñaba que fuéramos sus hijas.
Carmelita cabal, muy clarividente, observante y amante de hasta el más pequeño detalle de nuestra preciosa vida, vivido con inmenso amor. Para ella todo era importante, porque todo era amor y un medio para crecer en el amor. Nos decía muchas veces: “Hijas, sean menudas”, sabiendo ella misma serlo, recogiendo como polvo de oro fino esas menudencias que hacen de la descalza fiel, una filigrana de santidad a lo Teresita.
“Aprovéchese hasta de lo más pequeño, que eso ya no vuelve, y quedan los efectos para agradar a Cristo y santificar su alma. Mírele mucho a Él y no a V.C.”
Llamaba mucho la atención su exquisito cuidado con la puntualidad. Volaba a los actos de Comunidad con gran diligencia, con contagioso fervor, amando de corazón todo lo que era del servicio de Dios. Y así deseaba que viviéramos todas, como imantadas del Corazón de Cristo y del deseo de agradarle.
Todo lo trascendía, aunque fuese la cosa más vulgar e insignificante, dejando traslucir su gran vida interior. Siempre tenía un: “¡Alto! ¡A vida eterna!” a flor de labios. Si veía a una hermana barriendo una escalera le decía: “Ponga amor donde no hay amor y sacará amor”. O solamente tres palabras, que dejaban a su hija “tocada”: “¿Con mucho amor?”
Sus palabras pegaban fuego, el fuego que a ella la devoraba por dentro y que nos hacía a sus hijas arder en el amor de Dios.
“Ya ve cómo la está buscando el Señor, dándole sin medida. ¡¡No sabe ya qué hacer para que nos entreguemos de verdad!! Acabe de olvidarse de sí, y con madurez. Vaya a Él por medio de las hermanas… Y no se canse de tratarle con cariño…”
“Sí, hija mía, ya verá cómo, si le deja al Señor, Él lo hará en V.C., para que sea sencilla, natural, humilde de corazón, no queriendo ser el centro, sino la sombra de Cristo. Mucha humildad hija mía, que es la base de la santidad y de la intimidad con Cristo”.
En otra ocasión aconseja: “No se recree nada más que en aquello que es Dios sólo, y la mansedumbre será el fruto de este recreo, ¿qué más puede desear?”
Terminando siempre con su secreto: “Una sola cosa es necesaria: amar al Señor con locura, esa es nuestra misión y meta en esta vida…”
Entre sus apuntes nos hemos encontrado tesoros, su corazón latiendo en cada línea. Como éste que escribió en un sobre vuelto por ella, y que está fechado el 2 de febrero de 1983. Dice así:
“Hijas mías:
No sé si el Señor me llevará enseguida. Sólo quiero que sean muy humildes y se amen de corazón, con esos primores de caridad que tanto le gustaban a nuestra Madruca del alma.
Sepan siempre disculpar las miseriucas de sus hermanas, que sólo desean quitarlas, a fuerza de caídas, para volar a Cristo llenas de su pobre amor. Enamórense cada día más de Él. ¿Qué será verle? ¿Mirarle? ¿Y ser miradas por esos ojos, los Suyos?
Si me lleva pronto, es que aceptó lo que le ofrecí en enero del 81 –en esta fecha sufrió un amago de infarto–. ¡Será demasiado bueno para mí! Voy vacía de verdad, pero tengo a la Virgen dispuesta a cubrir mi nada y presentarme Ella, como se lo prometió nuestra Clemencia a la Santa Madre.
Encomiéndenme muchísimo, para que Él se apiade de mí y me dé lo que no tengo y deseo con toda el alma, su Amor, con todo lo que esto encierra. Voy a obedecer acostándome.
Miren esta estrellita, lo que pone. Al dar la vuelta al papel la veo y es como la contestación a mi nada: que Él es para todos y para mí.
Las quiere con toda el alma y las pide perdón por tanto daño, como involuntariamente les he hecho.
Su pobre Madre”.
“¿Qué será verle?” ¡Cuántas veces le hemos oído decir estas palabras! Sí, su corazón ardía en deseos de ver a Cristo su Amor, como ella lo llamaba, pero somos testigos de que también lo veía a cada instante en cada una de sus hijas, en cada alma que trataba. Todas nos sentíamos junto a ella la hija única. Todas hemos pasado por sus manos y hemos recibido mucho de ella, porque fue una Madre que pasó haciendo el bien.
Con este aviso: “Leerlo todos los días, si me es posible”, había escrito:
“Gran fidelidad interior y exterior, presencia ininterrumpida que sea oración viviente, caridad delicadísima en el trato, saber disculpar, no hacer comentarios, sonreír y mucha suavidad”.
Era obsesión santa lo que tenía por vivir las delicadezas de la caridad, especialmente disculpando siempre, viendo la parte positiva de las hermanas, de todas las almas que trataba:
“Negarme en todo, ver siempre la parte buena en las hermanas, presencia continua de mi Rey del alma, que le ansío y necesito y no puedo vivir sin Él.
Sonreír y darme en caridad sólida a todas siempre, haciendo agradable y feliz la vida de Comunidad. Todo con la ayuda de mi Dueño y Señor del alma”.
No nos cabe duda de que su secreto para practicar así la virtud era su gran vida interior, su locura de amor a Dios, sus deseos vehementes de intimar más y más con Él. Ella lo expresa preciosamente en estas conmovedoras líneas:
“Hazme profundizar en tus misterios (Santísima Trinidad), en tu hermosura, en tu Amor. Que te conozca más y mejor, si es que me consideras capaz de ello. No quiero más que lo que Tú quieras. Pero amarte con locura, sin medida. ¡Sacia mi ansia y necesidad! Creo ha llegado el momento de intimar los dos ¿verdad? ¿Verdad que lo quieres Tú también? Haz que me meta en Ti y que no salga jamás. ¡¡Te necesito tanto!!”
También escribe en sus apuntes sus deseos de humildad:
“Veo clarísimo que no debo nunca decir nada que pueda ser algo de alabanza propia, en hechos, dichos o cosas espirituales; en nada que quede yo bien. Alguna vez me excuso a mí misma por dentro y no es más que falta de humildad. Y exteriormente tratar de no disculparme nunca”.
Y así, como fruto de estas virtudes tan sólidas, hizo mucho bien a las almas, en especial ayudó de manera extraordinaria a una persona que se encontraba en una situación grave a volver a la vida de gracia.
Tenía un carisma especial y unas intuiciones extraordinarias. Sabía llegar al fondo de las cosas, con una naturalidad impresionante, y cuando veía que una cosa era de mayor gloria de Dios, no había quien detuviera su vuelo.
Así el 16 de agosto de 1991, no dudó en enviar al Escorial a tres de sus hijas, para reforzar esta Comunidad tan necesitada de ayuda en esos momentos.
Esta decisión le costó sangre del corazón. Ella sabía bien de estos sacrificios que tanto agradan al Señor; había experimentado, y más de una vez, estos desgarrones… y ahora no serían precisamente de los más pequeños. Y el Señor bendijo su generosidad con abundantes frutos, que llenaron su alma de inmensa alegría.
En estos casos, repetía esa frase de Santa María Micaela del Santísimo Sacramento que tanto le gustaba: “Señor, si Tú estás contento yo me vuelvo loca”.
Su virtud estaba llena de sencillez y naturalidad; virtud que era una sola cosa con ella, que empapaba todo su ser.
Era muy graciosa en toda su persona, en sus gestos, palabras, miradas y ademanes, haciendo amable la virtud. Siempre con mucha vida, espontaneidad y transparencia, con el encanto indefinible de saber poner un sello muy especial, que hacía la vida agradable a los demás.
Además de Priora era también Maestra de Novicias. Los días que iba al santo noviciado, era una fiesta para nosotras, sus  novicias; un verdadero regalo. Su fervor era contagioso y su entusiasmo radiante, poniéndonos a la vez un listón muy alto que avivaba más y más los deseos de santidad.
Su predilección por ellas era conocida de todas; las quería con locura y le encantaba ver el noviciado lleno y a las novicias muy alegres, expresivas y amantes de nuestra vida y de nuestros Santos Padres. No tenía límites su deseo de ayudarlas. Les decía muchas veces: “Sean muy obedientes hijas…”
Les escribía “su Mes de Mayo” con virtudes para practicar cada día, componía Triduos en fiestas especialmente entrañables para enfervorizarlas, y colocaba sus papelitos en la celdilla con el fin de hacerles bien y llevarlas al Señor. Así preparó un precioso Triduo como preparación al aniversario de la merced del Matrimonio Espiritual de la Santa Madre, y otro para la fiesta de Santa Teresita. Los papelitos de estos Triduos eran como ella, pura llama:
“¡¡Oh noviciucas!!, ¡¡hijas y hermanas mías!! preguntémonos cada una: ¿me acuerdo siempre del Amado?, ¿le amo y procuro verle y contentarle siempre a Él? ¡Cuanto más le tratemos más intimidad y deleite en el corazón tendremos! ¡¡Vamos a quererle mucho!!”
Deseó ardientemente que no perdiéramos nunca nuestro “aire de familia”, y ese estilo de humildad profunda y modestia sencilla que nuestra Madre Maravillas supo imprimir como sello en sus conventos, siguiendo el legado precioso de nuestra Santa Madre. Así escribía a una de sus novicias:
“No se desanime, pues la humildad según va creciendo en el alma la pondrá en total vacío de sí, y en el vacío ¿qué se ve? nada, pero ¡cuando Él empieza a llenar…!”
No le gustaba que –como decía nuestra Madre Maravillas– fuéramos “personitas”, que quisiéramos “ser” algo, que tuviéramos “pretensiones”, fuera de la de amar a Dios con locura. Nos quería muy dóciles, muy flexibles, huyendo del “juicio propio”, sin pretender nunca imponerlo a las demás, pues –nos decía– en ello había un peligro muy grande de estancarse en la vida espiritual. Le encantaba, por el contrario, que quisiéramos desaparecer, que nos perdiéramos en el ambiente, o mejor en su Corazón, para que sólo Él apareciera en nosotras, y así ser fecundas para la salvación de las almas y sobre todo para la santificación de los sacerdotes.  Así escribía:
“Sí, hija mía, la humildad da paz, suavidad, confianza, optimismo, viéndose nada pero pudiéndolo todo con Él. Tenga la seguridad de no equivocarse si no hace su propia voluntad, ya que el humilde no se cree capaz de nada propio y, por lo tanto, todo lo espera de Él”.
Nos estimulaba a ser “ladronas de oficios de humildad”, a enamorarnos de ser de verdad las últimas, y esto por amor a Cristo nuestro Bien que, por amor a nosotros, “se dignó escoger para Sí este último lugar”. Quería de todo corazón que voláramos por las sendas de la caridad, que nos sacrificáramos unas por otras con verdadero amor. Así aconsejaba:
“Sonría siempre, y con eso la mansedumbre le saldrá sin sentirla. ¿No merece la pena por nuestro Rey ese sonreír a las hermanas, que es sonreírle a Él? ¡Manos a la obra!”
Sus consejos iban derechos a los corazones, consolando unas veces, estimulando otras, corrigiendo si era necesario… pero todo con mucho amor.
“Acuérdese de dejarle su corazón metido en el Sagrario, con Él. Y en cuanto haga mañana mírele con su mejor sonrisa llena de agradecimiento y coja su corazón cargado del amor que Él le ha metido. Y reparta a todas las almas, que lo esperan de V.C.”
Nos estimulaba a vivir los tiempos litúrgicos fuertes con fervor, con solidez y profundidad, sabiendo que –como decía el Papa León XIII–, las gracias que se reciben en el alma van en proporción directa con las disposiciones de cada una. Así escribió a una novicia en vísperas del Domingo de Ramos:
“Empiece a preparar esta tarde el ramo para ir a Jerusalén mañana, que Cristo la espera… Ya sabe lo que a Él le gustan las florecillas de renuncias, de sonreír siempre. El pensamiento en Él todos los días, que está muy solo mi Rey. Todo aquello que se nos presente, hecho con amor inmenso, que si se lo encarga a la Virgen, Ella le dará el valor a sus pobres flores. Ámele mucho que se lo debe”.
Y en vísperas del Domingo de Resurrección escribía:
“Cuanto más le ame, más se deja Él amar. Madrugue con su corazón para salir a su encuentro, y sea la primera en besarle los pies. Que gusta de esas muestras de amor su Rey”.
El día 7 de mayo de 1992 dejó de ser Priora, después de 38 años siéndolo ininterrumpidamente. Fue durante un trienio Supriora, y Maestra de novicias hasta el año 2000.
A partir de aquí avanzó a pasos de gigante por el camino de la santidad, hasta llegar a ser, verdaderamente, el vivo reflejo de la Bondad y Dulzura de Dios.
Fue testigo en el proceso de Canonización de nuestra Madre Maravillas. Vibró muchísimo con su beatificación el 10 de mayo de 1998, día que coincidió con la fiesta de San Juan de Ávila al que ella tanto veneraba. Se sintió feliz de que las familias que trabajaban en el Monasterio pudieran ir a Roma representándonos a nosotras. Igualmente su gozo fue indescriptible al saber la fecha de la Canonización de “su Madruca”, el 4 de mayo de 2003 en Madrid.
Su espíritu de fe y sumisión con respecto a mí, que había sido su novicia, era edificante. Jamás hacía nada sin licencia; solía decir: “Hay que decírselo a nuestra Madre”, o: “¿Lo sabe nuestra Madre?”, “hay que preguntarle si le parece bien”.
Ella sabía muy bien que, para mí, el hecho de verla era la mayor alegría, y así venía todos los días a verme acompañada de la enfermera. Yo le decía que era mi “quitapenas”, lo que la llenaba de felicidad.
Dibujaba preciosamente y lo hizo hasta muy mayor, admirablemente y con gran abnegación. Amantísima de la santa pobreza, estuvo dándole la vuelta a los sobres para aprovechar el papel hasta el final, sabiendo cuánto agradan al Señor estos primores en las virtudes pequeñas.
Fue al barrido de Comunidad y a Laudes hasta ser ya muy mayor, y por las mañanas era la primera en llegar al coro.
Su amor, su fervor, su deseo de ayudar… eran admirables, como lo demuestran estas líneas que escribió a los 90 años, y que conmueven el corazón:
“El día que operaron a la hermana N. de los ojos, se fue a Madrid con nuestra Madre a las ocho de la mañana. Yo confundí la hora en el reloj nuestro. Me quería levantar temprano para ayudar a mi Madre del alma, y confundí las manillas y por tanto las horas. Me levanté corriendo, cuando me desperté y vi la hora. Me arreglé para poder ayudar a nuestra Madre. Cuando me di cuenta, eran las cuatro y media, y claro, me sobraba tiempo. Bueno, ayudé como lo deseaba. Fuimos al coro ellas dos y yo. Comulgaron a las ocho, y yo… dormida profundamente. Cuando me desperté, me di cuenta de que ya habían comulgado. Me entró una pena tan horrible de que hubiera estado allí Cristo, mi Amor, comulgado, y yo… sentada y como si nada pasase. Fue una pena horrible y lloré”.
Así era esta Madre, toda ternura para su Cristo, toda delicadeza para sus hijas. “Hay que entregarse del todo a los demás para tener intimidad con el Señor”  –nos decía–.
Cuando vivía en la celda baja de la enfermería, al enterarse de que una hermana joven se había hecho un esguince, inmediatamente fue a buscarme para decirme que ella encantada le daba su celda, para que no tuviera que subir escaleras. Así era en todo, siempre olvidada de sí y volcada en las demás. Sólo deseaba, anhelaba vehementemente, vencerse, sacrificarse, y por ello luchó y se esforzó hasta su último aliento. Aunque al final, el Señor se lo regaló tan sobreabundantemente, que todas somos testigos de que ya no se esforzaba; la santidad que desbordaba su alma le salía por todos los poros de su ser, como un don de Dios, al que ella tan íntimamente había amado siempre. Así escribe en sus apuntes:
“Vencimiento del natural que debo hacer:
Siento necesidad verdadera de cambiar del todo mi natural, que todo lo «natural», «humano», sea con bondad. Que mi interior esté lleno de paz, gozo, bondad, dulzura, suavidad, abnegación, olvido propio, ansias y necesidad inmensa de amar a mi Rey y Señor y volverme loca por Él. Y si mi interior está así, el exterior y trato con los que vivo, será como debe ser y un recreo para Jesús”.
Hacía sus exámenes con gran espontaneidad y amor, con mucha intimidad con su Señor. Cuando se confesaba, se le llenaban los ojos de lágrimas y repetía: “¡Cuánto deseo amar más y más al Señor!”. Escribe en uno de sus papelitos:
“He hecho poco bien el examen de todos los días; cada día apuntaba, y eso me hacía mucho bien: apuntar mis faltas para la unión con Cristo, que es lo más importante en nuestra vida, y además comprendo que he de suplir estas faltas. No sé si son mis noventa años que no me ayudan”.
La recordamos muy silenciosa siempre, no hablando nunca en los sitios en que no debemos hacerlo, estimando mucho ese hablar en tono bajo, que tanto ayuda a conservar el ambiente de oración y recogimiento que debe reinar entre nosotras. Ella apuntaba con gran fidelidad sus pequeñas faltas de silencio:
“Poca fidelidad, dando algún recado de palabra a las hermanas, en lugar de hacerlo por escrito, como lo tenemos enseñado. En alguna ocasión he dicho algo que no era necesario en aquel momento. Tener cuidado con la presencia de mi Señor del alma, que estoy algún rato sin tenerla ¡y me da una pena luego!”
Le gustaba hacerlo todo con mucha perfección, como para el Señor, desde la cosa más insignificante hasta las ceremonias del coro. Todo bien hecho, con mucha conciencia de lo que estaba haciendo, con mucho amor. Impresionaba ver cómo hacía la genuflexión, siendo tan mayor; sabía por qué la hacía y a Quién se la hacía.
Cuando se rompió la cadera, a los 92 años, tuvo que ingresar en el hospital. Era la primera vez en su vida que lo hacía, y tuvo que estar una semana sin moverse. Podemos decir que robó los corazones de todos los que la trataron.
Se ganó el cariño no sólo de las enfermeras y de todo el personal del hospital, sino también de las personas que estaban en esa planta acompañando a sus familiares. Solían entrar en la habitación diciendo: “Hermana, venimos sólo unos segundos para ver la sonrisa de la Madre”.
El día que le dieron el alta, la llevábamos en silla de ruedas y emocionaba ver que, a medida que pasábamos por el pasillo, todos iban saliendo de las habitaciones y comentaban: “Que se va la Madre”. Ella correspondía con grandísimo cariño, diciéndoles adiós con la mano.
Ya en casa, velándola, tenía detalles preciosos. Antes de dormir decía completamente convencida: “Hija, si necesita algo esta noche, ya sabe, me llama…” Durante todo este tiempo de su recuperación, nunca la oímos quejarse, ni pedir un calmante, ni decir si le dolía; su sonrisa nos hizo creer a todas que no tenía ninguna molestia. Pero al preguntarle más tarde si le dolía, respondió sencillamente: “Hija, es lo natural”. 
No pedía nada. Si, por ejemplo olvidaba su bastón, inmediatamente hacía ademán de ir a buscarlo; si se le caía, de cogerlo; siempre con una actitud muy humilde.  
No se sentía dispensada de nada por su edad. Así, un día pasando por el jardín le dijo a la enfermera: “Esto habría que barrerlo. Es culpa mía, que ayer me di cuenta y no lo he barrido”. Creyendo de todo corazón que a pesar de ser tan mayor debía hacerlo.
Cuando le agradecíamos lo mucho que había hecho por el Monasterio, nos decía con una modestia encantadora: “Todo lo ha hecho el Señor”, como si se tratase de otra persona, sin sombra de vanidad, sin que el más ligero velo empañara su humildad.
Cuando le decíamos: “Madre, ¿por qué va al Capítulo, si sabe que nuestra Madre no quiere que diga culpas?”, ella contestaba: “Voy al Capítulo para aprender”.
Cuando la enfermera le preguntaba qué iba a hacer, ella siempre contestaba: “Lo que les convenga. Como lo vean mejor. Hagan conmigo lo que tengan que hacer”. 
Fue muy agradecida. El Señor le concedió este don, que vimos brillar en ella de manera singular en los últimos años de su vida.
Sentía que el amor de Dios y el de todas nosotras la envolvía. Solía decir que se le ensanchaba el corazón de ver tanto amor y unión entre todas.
Una vez que una hermana le dijo que era el tesoro de la Comunidad, contestó: “Si yo soy el tesoro de la Comunidad, la verdad es que son muy pobres”.
Su sonrisa era constante, desde el mismo instante en que se despertaba. La enfermera se quedaba asombrada y pensaba qué sería para el Señor. Podemos decir que vivió el apostolado de la sonrisa.
Vivía como si el Señor hubiera quitado el sufrimiento de su vida, y ahora ya sólo quedase el “Gocémonos Amado...” Era extraordinario su regocijo espiritual, que llegaba a ser verdadero júbilo interior y exterior. Se pasaba el día tarareando sus amores a su Rey. Su alegría era contagiosa, pues era a la vez muy comunicativa y sociable, llena de vida, a pesar de ser tan mayor. Nos decía: “Estoy chifladita por Jesús”, y así vivía, para hacer feliz a su Jesús y a todas. Verdaderamente reflejaba lo que nuestro Santo Padre dice tan preciosamente en “Llama de Amor Viva”:
“En este estado de vida tan perfecta, siente el alma interior y exteriormente un júbilo de Dios grande, como un cantar nuevo, siempre nuevo, envuelto en alegría y amor, en conocimiento de su feliz estado”.
Era el alma y vida de nuestras recreaciones, amenizándolas como sabía que nos gustaba, aunque estuviera muy cansada, cosa que sabíamos si le preguntábamos, nunca porque ella lo dijera o lo dejara traslucir. Era impresionante lo mucho que llenaba este acto de Comunidad. Cuando le decíamos que veíamos que la recreación le daba la vida, contestaba humildemente: “Hija, como es parte de nuestra vida, tiene que darme la vida; así lo quiere el Señor”.
Mención aparte merece su amor a la Eucaristía y a la Sagrada Comunión. Era locura por Jesús Sacramentado. Había que verla comulgar para poderlo comprender. Ahora comprendemos el fruto de los largos ratos pasados los domingos junto al Sagrario de sus amores.
Desde que se rompió la cadera, le llevaba la Comunión en el coro, pues me daba miedo que se cayera al bajar el escalón del comulgatorio, y fui testigo de las escenas más conmovedoras que se puedan contar, de esas florecillas eucarísticas que tanto consuelan el Corazón de Cristo.
Siempre lloraba al recibir al Señor, eran lágrimas abundantes y diarias, que delataban claramente cómo su Dios se le daba de manera inefable. Cuando le preguntábamos nos decía: “Hijas, ¿qué será verle?” Después de comulgar se quedaba muy recogida. Leyendo sus apuntes, vemos cómo ella siempre se esforzó en prepararse con delicadeza exquisita para el encuentro con el Señor.
“Desde que me levanto, no siempre tengo el pensamiento en mi Rey, ni hago interiormente todos los actos de amor para recibirle, como tanto lo deseo hacer, y para amarle mejor y con más ternura y amor. Y al darme cuenta al leer a Santa María Magdalena de Pazzi, ¡me entró una pena…! que espero me mueva a serle muy fiel en esto y en todo. A ella le gustaba decirle: «¡Qué utilidad tiene tu sangre, oh mi Dios, al alma que antes de recibirte sacramentado piensa que has padecido tanto y que has muerto y resucitado por ella!»  ¡¡Qué presencia del Señor!!”
“Con el pensamiento y sentimiento que le dio mi Rey a Santa María Magdalena de Pazzi sobre la Comunión, Señor ayúdame. Que al despertarme por las mañanas piense lo antes posible (para hacer la realidad que Él desea), que vas a entrar en mí (primera acción de amor Tuyo). Tu Sangre y tu Carne han sufrido duramente por mí, por amor a nosotros. Gracias Rey mío del alma, por tanto amor como nos das”.
Son innumerables sus gestos de amor a la Eucaristía, su ternura siempre creciente hacia este Sacramento de Amor.
Siendo muy mayor, cuando la llevábamos al coro y le decíamos que se sentase, ella contestaba: “Hija, déjeme que me ponga de rodillas para saludar al Señor”.
Un primer viernes, teniendo el Santísimo expuesto, se fue a su vela. La hermana que la acompañaba le dijo que se sentase. Pero ella, al enterarse de que su turno era de media hora, contestó sin titubear: “¿Es media hora?, entonces puedo estar de rodillas”. Y permaneció así la media hora. Tenía 80 años.
Un día que estaba expuesto el Santísimo, estaba tan enardecida, que justo antes de que las hermanas empezaran a cantar les dijo: “Hijas mías, ¿no cantarían: «Señor, Tú sabes que te amo?»”. No hace falta decir, que lo hicimos y llenas de emoción.
Cuando teníamos expuesto al Señor durante la noche, solía preguntar a la enfermera: “¿A qué hora tengo la vela esta noche?”, pareciéndole, a pesar de su avanzada edad, que podía hacerlo.
Estando un día en un turno de vela, fueron a avisarla para decirle que una familia deseaba verla en el locutorio. Ella con su viveza natural contestó enseguida: “Hija mía, ¿cómo voy a dejar solo al Señor?”, aunque inmediatamente dijo después: “Pero haré lo que nuestra Madre diga”.
No se nos puede olvidar un Martes Santo que teníamos el Sagrario abierto, pues la sacristana lo había estado limpiando. Al llegar a la oración y verlo abierto, no comprendiendo lo que había pasado, se la oía decir bajito: “Jesús mío, perdóname, ¿te has ido por mi culpa?”, todo dicho con tal sentimiento, con tal familiaridad con el Señor, que nos emocionó a todas.
En Navidad era un desbordamiento de ternura con el Niño que conmovía. Cuando lo tenía en su celda, pedía licencia para velarlo toda la noche, tan grande era la necesidad que tenía de estarse junto a Él.
Una vez le pregunté qué le decía al Señor en la oración y me contestó sin vacilar: “No le digo: le miro y le amo”.
Cuando hacía la oración en su celda se la oía decir: “Jesús te quiero, soy toda tuya. Señor pídeme lo que quieras y dame las fuerzas para ello. Quítame, exígeme, pero hazme santa”.
Siempre que pasaba por delante de la celda de la Santa Madre rezaba la antífona: “Santa Madre Teresa: mira desde el Cielo, cuida y santifica esta viña que tu diestra plantó”.
Ha sido de gran edificación para todas verla al final de su vida, siendo tan mayor, siempre igual y en un ser, irradiando dulzura y con un candor celestial.
Nos hemos encontrado un papel suyo que escribió una noche que se sintió mal:
“Madre mía del alma, Madres y hermanicas de mi corazón:
Si el Señor quisiera llevarme esta noche…, pidan por mí, para que mis deseos de verle con todo mi pobre amor sean una realidad. Porque Él cambiará mi pobreza en lo que necesito y ansío, para vivir muy juntica a Él. No he deseado en mi vida más que amarle y todo hacerlo por Él… Pero como soy tan pobre, todo lo que me falta, Él me lo dará, con las oraciones de mi amadísima Comunidad. Dios se lo pagará, Madres del alma, y perdón, perdón, perdón por todo lo que las he desedificado, queriendo hacer todo lo contrario, que es lo que espera y desea para mí este Señor mío del alma y mi Madre y Suya bendita. Perdón, y que le amemos. Ya no tengo fuerzas”.
Podríamos seguir contando detalles preciosísimos de esta Madre amadísima y no terminaríamos, aunque somos conscientes de que lo más grande de esta vida tan rica en santidad sólo lo veremos en el Cielo. No nos resistimos a copiar algunos recuerdos de un sacerdote a quien ella quería con verdadera predilección, porque la describe admirablemente. Dice así:
“La Madre Magdalena era una mujer especial que reunía un conjunto de cualidades que muy raramente se encuentran en una sola persona. Era al mismo tiempo muy llana y muy señora; muy grave y muy desenfadada; muy, muy espiritual, de una sobrenaturalidad a flor de ojos y de labios, yo diría de un fervor chisporroteante, y al mismo tiempo, poseía un sentido común, un realismo y una naturalidad admirables. Esta mezcla es la que la hacía transmisora de eso que ahora llaman «empatía». Su capacidad de escucha se sustentaba en su capacidad de amar. Con ella te sentías comprendido porque te sentías querido. Es una de las pocas personas que he conocido poseedora del difícil arte de poder decir siempre lo que pensaba sin molestar jamás. Su arrolladora facilidad para las relaciones humanas, su extraordinario don de gentes, eran fruto de su humildad, y ésta de su verdad. Creo que éste era su secreto y ésta es su lección: vivió siempre en la verdad. Por eso amó tanto, a Dios y a los hombres. En este mismo sentido hay que notar su simpatiquísimo sentido del humor, jamás hiriente o autosuficiente. Una ironía suya sonaba siempre a halago. Era muy cariñosa, muy entrañable, toda corazón, pero jamás rozaba la zalamería, menos aún la adulación. Su firmeza estaba siempre impregnada de ternura, de comprensión, pero sin claudicaciones. En último término, lo que la hacía sufrir era siempre lo que podía ofender a nuestro Señor. Valoraba todo desde la fe, y contagiaba esta visión sobrenatural.
Siempre percibí en ella su amor vivísimo a Jesucristo, «mi Cristo» le llamaba, y a veces me hizo partícipe de sus coloquios con Él con una sencillez pasmosa. Esto, repito, era en ella lo más fascinante: esa sencillez que, junto a un señorío natural e inimitable, envolvía toda su persona. Me enseñó muchas cosas, pero no como quien da lecciones, ni siquiera consejos. Siempre salías de su lado con deseos de ser mejor, de amar más al Señor, a la Iglesia, al prójimo. Y siempre, siempre contagiado de su alegría. No la encontré nunca triste, sólo le cambiaba el semblante cuando se trataba de ofensas de Dios.
Era una mujer de una gran inteligencia, de una profunda intuición; yo diría con una «vis estimativa» fuera de lo común.
Sin embargo sabía conjugar esto con las virtudes de la magnanimidad y la benignidad.
Era una mujer de conciliación sin cesiones, de paz sin componendas. Quería la unidad, pero no a costa de la fidelidad, tal como entendía que Dios y Santa Teresa se la pedían”.
Unos días antes de que cumpliera 97 años, vino nuestro Vicario de religiosas a vernos. Entre otras cosas nos dijo que se había ido al Cielo la decana de las religiosas de la diócesis, y que por lo tanto, la M. Magdalena era ahora la nueva decana.
Nosotras, felices con esta idea, como estábamos preparándole una gran fiesta para ese 9 de marzo, pensamos nombrarla “decana de Jesús”, y escribimos a nuestros conventos, que ella tantísimo quería, para que pudieran participar de este día que prometía ser muy especial, dedicado a una Madre muy especial.
Pero el Señor, en sus amorosísimos designios, tenía dispuesto otra cosa, y quiso que empezáramos a oír su dulce voz: “Que viene el Esposo…”
El día 6 de marzo, debido a un catarro, tosía mucho. La tuvimos que acostar entre dos, pues no se mantenía de pie.
Al día siguiente la encontré mal y llamé enseguida a nuestro Capellán, D. Nicolás González, para que le diera la Santa Unción. Ella estaba totalmente consciente. Él le dijo: “Madre, está bajo la mirada de Dios”, a lo que ella asintió. Y cuando le preguntó que si estaba contenta, respondió que muy contenta. Y en verdad su alegría era tan grande que tanto nuestro Capellán como nosotras estábamos emocionados.
Todas la rodeábamos. Cuando una hermana le dijo que deseábamos que llegase hasta los cien años, hizo un gesto gracioso muy suyo como diciendo: “¡Qué barbaridad!”
El día 8 de marzo, nos sorprendió mucho verla desde primera hora radiante. Al darse cuenta de que había una cama en su celda, preguntó qué significaba aquello. Al decirle una hermana: “Es que nuestra Madre se ha quedado con V.R. esta noche”, no cabía en sí de gozo y agradecimiento, exclamando sin cesar: “Pero, ¿qué es esto hijas mías? ¡Qué preciosidad! ¡Se me ensancha el corazón!” Y repetía: “¡Qué transformación ha hecho el Señor en mí!” Esta última frase nos dejó sorprendidas, y nos hizo intuir que quizá el Señor le había concedido ver su alma, y las maravillas que su gracia había obrado en ella.
La enfermera le dijo: “Madre, nos cuesta mucho arrancar-nos de su lado”, a lo que ella respondió: “Pues ánimo, hija, porque el Señor está cerca”.
Uno de estos días a la hora de la recreación le preguntó la enfermera si necesitaba acostarse. Ella contestó que sí se acostaría, pero que no le dijese a nuestra Madre que necesitaba acostarse, sino que le preguntase sencillamente qué le parecía debía hacer, y que fuera ella quien decidiera.
Como le costaba muchísimo comer, le dijimos: “Madre, ¿no lo haría por los sacerdotes?”, entonces, haciendo un gran esfuerzo tomó lo que le dábamos.
El día 9 de marzo, día de su cumpleaños, lo celebramos mucho. Nuestros conventos se volcaron con ella, derrochando muestras de amor. Ella disfrutó muchísimo con todas las cartas, con los regalos, con tantos detalles de verdadera caridad. Por la noche, en la recreación le dijo a la enfermera: “Yo creo que me voy a morir”.
Ya en su celda, le preguntamos si el Señor le había dicho algo y ella contestó que no. “¿Y la Virgen?”, a lo que también dijo: “No”. Pero al preguntarle: “¿Y nuestro Padre San José?”, entonces, con la cara iluminada contestó: “Sí, San José sí”. Era completamente consciente, y repetía: “El Señor me llama”.
A partir de aquí empezó a debilitarse cada vez más. Ya casi no abría los ojos. La lamparita ya sólo quería lucir para su Dios. El médico nos dijo que sencillamente era una velita que ya se iba apagando. Para nosotras sería impresionante verla unos días después morir sin enfermedad, sin agonía, consumida y gastada por su Dios.
El Señor le concedió la gracia de comulgar hasta el último día como era su deseo.
La llevábamos a recreación, y allí, aunque las hermanas procuraban estimularla lo más posible, ya no tenía fuerzas para más. A pesar de todo se esforzaba muchísimo y en cuanto podía abría los ojos y nos saludaba con la mano, pues estaba totalmente consciente. Le cantábamos los cantos que más le gustaban, y todavía tenía ánimo para llevar el compás con el pie. Cuando le preguntaba que si le habían gustado, asentía.
Hasta su último suspiro estuvo pendiente de las demás. Cinco días antes de su muerte, en recreación, se dio cuenta de que una hermana se encontraba mal. Se volvió hacia mí para decirme que le veía mala cara. Luego se dirigió a ella y le preguntó: “Hija, ¿se encuentra mal?”, quedándose muy preocupada. Efectivamente, tuvimos que ingresar a esa hermana en el hospital, pidiéndonos el Señor el gran sacrificio de no poder estar todas juntas en esos momentos tan importantes para todas.
El 15 de marzo, día de su preciosa muerte, amaneció muy apagada. Estaba tan débil que ya casi no abría los ojos.
Enterado de la situación de la Madre, a mediodía, llegó el    P. Miguel Ángel de la Madre de Dios, O.C.D., a quien ella tanto quería desde novicio, para darle la bendición. Estuvo cariñosísimo, agradeciéndole todo lo que había hecho por nuestra Sagrada Orden y por la Iglesia.  Ella abrió los ojos y lo reconoció. Al preguntarle el Padre si tenía paz y si estaba contenta, asintió con la cabeza, siguiendo perfectamente lo que le decía.
A la una la llevamos a recreación, pues estaba mucho más aliviada incorporada y deseaba estar con la Comunidad; pero antes de que terminara me la llevé, pues comenzaba a fatigarse.
Enseguida tuvimos que dar las tablillas: la Madre se nos iba. Todas las hermanas volaron a su celda, rodeándola con inmenso amor, como se acostumbra en estas Casas de la Virgen. Ya nos parecía oír la voz del Esposo: “Levántate amada mía, paloma mía, ven a Mí…” Nuestra emoción era muy grande: había llegado para ella el momento supremo del Amor.
Entraron el P. Miguel Ángel y el P. Juan Carlos Ortega para darle la última bendición. A ellos se unió enseguida nuestro querido Capellán. Juntos cantamos la Salve y el Credo.
¿Cómo expresar nuestros sentimientos? Era jueves sacerdotal. Ella nos había enseñado a ofrecer ese día por los sacerdotes…
Los Padres salieron, y nos quedamos a solas con ella. Yo sentía en mi corazón que nuestro Cristo vendría a buscarla en la Hora de la Misericordia y así rezamos la coronilla, y  le cantamos su canto preferido: “Señor, Señor, Tú sabes que te amo”.
Estábamos todas a su alrededor, cuando de repente, abrió los ojos y los fijó en un punto… Nos quedamos sobrecogidas. El brillo y la luz que irradiaban esos ojos no eran de este mundo. Era una mirada llena de vida, de luz y de amor. No es posible poderlo describir con el pobre lenguaje de la tierra. Era como si el Cielo se hubiera rasgado para ella. Resonaban en el corazón de cada una de nosotras esas palabras que tantas veces le habíamos oído repetir: “Hijas, ¿qué será verle?”. Le cantamos una copla, que parecía verdaderamente el dulce eco de lo que estábamos viviendo:
“Yo tengo de ver a Dios
un día no muy lejano;
¿qué será verle sin velos
y sin fin ya contemplarlo?
Si Jesucristo es toda mi vida
¿cómo podré temer ya la partida?
Si muy grande es mi miseria
mayor es su misericordia;
si mis manos ve vacías
Él pondrá en ellas sus obras.

Un día por fin le veré
¿cuándo ese día llegará?,
un día le contemplaré
y sus ojos Él en mí pondrá.
¿Cuándo llegará ese día feliz
en el que a Jesús yo veré?
¿Cuándo llegará ese día feliz
en el que en el Cielo entraré?,
pronto llegará, no puede faltar,
en que me vendrá Él a buscar.
¡Ya Jesucristo vendrá a buscarme!”
Entonces, volvió su mirada hacia su izquierda y enseguida cerró los ojos en un ademán precioso como de acurrucarse… no dudamos que en los brazos de su Cristo. Este gesto lo hizo dos veces y se unió para siempre a ese Corazón tan Amante y tan Amado.
Nos parecía estar reviviendo aquella preciosa página de las Fundaciones, en la que nuestra Santa Madre cuenta la muerte de la Hna. Beatriz de la Encarnación:
“Con una paz muy grande levantó los ojos, y se le puso una alegría de manera en el rostro, que pareció como un resplandor, y ella estaba como quien mira a alguna cosa que la da gran alegría, porque así se sonrió por dos veces. Todas las que estaban allí y el mismo sacerdote, fue tan grande el gozo espiritual y alegría que recibieron, que no saben decir más de que les parecía que estaban en el Cielo”.
Y así fue: en cuanto esta amadísima Madre voló al Cielo, sentimos una alegría interior y una paz indefinibles. Empezamos a sentirla dentro de nosotras mismas… No era el consuelo de un recuerdo, sino de una presencia… Y así, la sentíamos más Madre que nunca.
La bajamos al coro. Enseguida se vio rodeada del amor de todos y de gran cantidad de flores. Enterados de la noticia de su muerte, empezaron a llamar de todas partes. ¿Qué tenía “esta pobre monja descalza”, como a ella le gustaba llamarse?
Agradecemos mucho a nuestro Sr. Obispo, D. Jesús García Burillo, al que tanto queremos y al que consideramos como un verdadero padre, el que viniera de Madrid la tarde anterior –en cuanto supo la noticia–, para rezar ante la Madre.
Igualmente, le estamos muy agradecidas a nuestro P. Provincial, Rvdo. P. Miguel Márquez, O.C.D., por haber venido expresamente a Ávila para rezar con nosotras un responso, ya que le iba  a resultar imposible asistir al funeral.
Al día siguiente, el funeral fue presidido por nuestro Sr. Obispo. La homilía estuvo a cargo de D. Nicolás, nuestro Capellán; en ella se transparentaba muy bien el amor y veneración que siempre sintió hacia la Madre. No queremos dejar de copiar  un párrafo:
“M. Magdalena estuvo al frente de esta casa, como Priora más de 25 años. Cumplió su oficio «procurando ser la menor de todas y esclava suya, mirando cómo o por dónde las podía hacer placer y servir». Ha gozado del cariño y la admiración de toda la Comunidad, que la ha tenido como una santa en vida –y yo también–, un ejemplo en el arte de vivir y morir. En                    M. Magdalena veíamos todos una persona tocada interiormente por el espíritu de Dios, al que había abierto de par en par su corazón, y tenía siempre su nombre en los labios. Le damos gracias a Dios por los 46 años en que este monasterio ha gozado del testimonio ejemplar de vida religiosa, y la dedicación constante de M. Magdalena para hacer de esta casa un bellísimo santuario teresiano”.
Con el Sr. Obispo concelebraron: el Rvdo. P. Francisco Brändle, Prior de nuestros Padres de “la Santa”, con su Comunidad y varios Padres más de nuestra Sagrada Orden, además de otros religiosos de varias Congregaciones y sacerdotes de Ávila y de otras diócesis, en total treinta, venidos de todas partes. Tuvimos también dos diáconos y una gran cantidad de seminaristas, los nuestros de Ávila y también de Madrid y Valencia.
Además de su familia, vino tanta gente a darle el último adiós aquí en la tierra, que tuvimos que celebrar el funeral en la Iglesia, ya que en la Capilla de la Transverberación hubiera sido imposible que cupiesen todos.
Quiso entrañablemente a su familia, a la que encomendaba siempre en sus oraciones y llevaba en su corazón. Asimismo amó con predilección a su Carmelo, al que consideró siempre como su familia.
Al terminar la Santa Misa, a pesar de haber estado lloviendo por la mañana, salió el sol y pudo llegar hasta nuestro cementerio la gran comitiva. Emocionaba ver las largas filas de sacerdotes y seminaristas caminando con sumo recogimiento y cantando con verdadera devoción.
Y así, comprendemos muy bien a un sacerdote que nos escribió después diciéndonos que había asistido, no a su “enterramiento”, sino a su “encielamiento”. Con estos sentimientos despedimos a esta Madre amadísima. ¡Cómo resonaban en nuestros corazones lo que nuestro Santo Padre describe tan admirablemente en “Llama de amor viva”!:
“Y así la muerte de semejantes almas es muy suave y muy dulce; más que les fue la vida espiritual toda su vida; pues que mueren con más subidos ímpetus y encuentros sabrosos de amor, siendo ellas como el cisne, que canta más suavemente cuando muere”.
Ante la imposibilidad de poner aquí todos los testimonios que hemos recibido de amor y cercanía a la Comunidad y de estima grande a la Madre, copiamos una carta que refleja bien el sentir de tantos corazones como la quisieron:
“Los sentimientos ahora son la medida del gran vacío que deja la pérdida de una persona tan especial. Déjenme unirme a su dolor, aunque esté aliviado por la paz y el consuelo que queda, cuando «toma Cielo» una perfecta Carmelita, una Carmelita Santa.
Sé que la Madre Magdalena no se ha marchado del todo porque nos ha dejado mucho de ella en tantos y tantos recuerdos, que creo que tenían en común la naturalidad con que practicaba la sabiduría del corazón (en la Madre Dolores, otra carmelita «especial», pudimos ver lo mismo). Además era muy relevante la fuerza y el encanto de su personalidad, enmarcada por la bondad con que derrochaba simpatía y cariño. Por eso resultaba cercana, entrañable y se hacía querer.
Tal vez sean momentos de recordarla, en todo por junto, para admirar y agradecer la obra de Dios en ella. Una maravilla.
Pienso, echando la vista atrás, en la multitud de personas que hemos pasado por ese Monasterio y tenido trato con ella. Estoy convencida de que en todos ha dejado huella, y también de que ahora se hace mucho más honda.
Quiero recordarla especialmente en ese momento único, tal vez irrepetible y de emociones fuertes, en que recibió como Priora de La Encarnación, la visita del Papa Juan Pablo II. Mientras se cantaba «Tú eres Pedro» mirábamos al Papa y veíamos a Pedro. Después, al dirigirse la Madre Magdalena al «Dulce Cristo en la tierra», nos llevó a sentir con toda claridad: «Tú eres Teresa».
Creo que ha llegado el tiempo de dar muchas gracias a Dios, por la inmensa suerte de haber conocido a una Carmelita tan grande y tan encantadora. Por haber visto en ella la perfecta semejanza con la primera Priora Santa, presente en cada rincón de esta Casa, y a una hija fiel a la Iglesia y la Orden, en el esforzado seguimiento en tiempos difíciles, a las Santas Teresa y Maravillas.
Y si la Virgen mostró la dulzura de su Clemencia a Santa Teresa, a la vez que convertía en Cielo ese coro, cómo no entrar siquiera un poco, en lo mismo de inefable que real, del abrazo de la que es nuestra tierna y amorosa Madre, con una hija así…
Tendrán el convento lleno de un no sé qué que les hace sentir grandísima paz y seguir percibiendo su cercanía.
¡Qué buena intercesora tenemos ya con ella en el Cielo!”
Para terminar diríamos que, si tuviéramos que recoger en una sola expresión lo que ella ha sido y es para nosotras, sin duda ninguna escogeríamos el dulce nombre de Madre.
Aunque creemos que nuestra Madre amadísima está ya en el Cielo, suplico a V.R. aplique los sufragios que marcan nuestras leyes, que ella, que era tan agradecida se lo pagará.
Rueguen también, por caridad, por esta Comunidad, y en especial por la más pobre de sus hermanas:
Carmen de Jesús  i.c.d.

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