CARTA DE EDIFICACIÓN DE MADRE MAGDALENA DE JESÚS.- CARMELITA DESCALZA
JM + JT
Jesús sea
siempre en nuestras almas, amadísimas Madre y Hermanas:
Con profunda
pena, aunque llena de la paz y el consuelo del Señor, vengo a comunicarles la
partida para el Cielo de nuestra amadísima Madre Magdalena de Jesús, el día 15
de marzo de 2012, dentro de la novena a nuestro Padre San José, a los 97 años
de edad y 68 de vida santa en el Carmelo.
Es imposible
poder expresar lo que ha supuesto para nosotras y para este Monasterio de La
Encarnación –relicario incomparable de nuestra Santa Madre–, la M. Magdalena de
Jesús. Ella fue una de las personas providenciales que el Señor, en sus
amorosos designios, puso en la vida y en la obra de Santa Maravillas de Jesús,
a quien ella llena de amor y veneración llamaba siempre: “mi Madruca del alma”.
Sólo Dios sabe
lo mucho que le debemos, y cómo ha sido el alma y la vida de este lugar santo
en una de sus etapas más preciosas. Y aunque muchas páginas, sin duda las más
valiosas, no se podrán leer nunca en la tierra, queremos compartir con todas
VV.RR. los milagros y las maravillas con que el Señor ha querido con abundancia
bendecirnos.
Nació nuestra
amadísima Madre en Madrid, el día 9 de marzo de 1915, en el seno de una familia
profundamente cristiana. Fue la séptima de los nueve hijos con que el Señor bendijo
a estos padres virtuosísimos, quienes tan bien supieron educarlos en el santo
amor de Dios. Fue bautizada el 20 de marzo en la parroquia de Santa Bárbara de
Madrid, con los nombres de Mª Pilar, Cándida y Teresa, y recibió el sacramento
de la Confirmación en Cabezón de la Sal (Santander) de manos del Sr. Obispo de
Córdoba, D. Adolfo Pérez Muñoz, el día de nuestro Padre San Elías, 20 de julio
de 1917, a los dos años de edad.
No es de
extrañar que en este hogar ejemplar, donde reinaba el amor al Señor, a su
Santísima Madre y a su Iglesia, Él dejara caer muy pronto la semilla de la
vocación religiosa, escogiendo para sí a dos de sus hijas: Isa, que entraría en
el convento del Cerro de los Ángeles con el nombre de Hna. Isabel de Jesús, y
Pili, nuestra M. Magdalena.
Su infancia y
juventud fue plenamente feliz. Su entusiasmo y vehemencia, junto a su gran
corazón, la caracterizarían durante toda su vida y harían muy agradable su
trato.
Recibió su
Primera Comunión el 5 de agosto de 1922, fiesta de Ntra. Sra. de las Nieves, a
los siete años de edad. Ella nos contaba que, preparándose para su primera
confesión, estuvo todo el día preocupada porque no sabía si tenía dolor de
contrición o de atrición, y ella deseaba vivamente tener contrición. Muchos
años después, en una carta al Carmelo de La Aldehuela, recordaría con inmenso
agradecimiento a Dios este momento inolvidable:
“Hoy hace
ochenta años que yo hice mi Primera Comunión, que me la dio D. Adolfo Pérez
Muñoz, que veraneaba todos los años en casa de mis abuelos, en la misma finca
que nosotros… Estoy sobrecogida: ¿cómo habré yo recibido a mi Señor durante esa
barbaridad de años? Pídanle que, si me quedan días para vivir, los aproveche
bien”.
Aunque fue a un
colegio que llevaban señoritas francesas, primero se educó en casa con
profesoras alemanas. Parece que la estamos viendo, ya mayor, hablando en alemán
con una pronunciación perfecta. Ella solía decir con gracia que los idiomas se
le daban muy bien. Recibió una educación de cultura general y, años más tarde sacó
los siete años de Bachillerato en dos, estudiando en casa y examinándose en el
Instituto.
Entre Madrid y
“San Diego”, una preciosa finca que su familia tenía en Cabezón de la Sal, pasó
esta etapa de su vida. Sus felices temporadas veraniegas pasadas allí las
recordaría con gran cariño, tanto que no dudaba en decir con regocijo que se
sentía montañesa, y al compás de sus tonadas alegres (que ella maravillosamente
cantaba), más de una vez se le irían los pies –como antaño hiciera en su
tierruca–, con su habitual gracia y donaire.
También le marcó
mucho la afición de sus padres a las excursiones. Eso hizo que todos los
hermanos aprendieran a admirar la naturaleza –reflejo de Dios–, el arte y la
historia. Todo les sirvió para poner la cultura a su alcance, educando la
sensibilidad en un ambiente cordial y de buen humor, con una referencia
constante al último fin. De manera especial recordaría las excursiones a los
Picos de Europa. Cada vez que iban a Comillas el comentario habitual era: “¡Se
ven los Picos!”, o: “¡Pues no se ven los Picos!”. La grandeza de Dios los
atraía, porque en esas alturas se siente
más su cercanía.
Realmente “San
Diego” era la casa ideal, la casa grande donde todos cabían, en la que se
respiraba el ambiente sano y cristiano de las tradicionales familias españolas,
donde Dios ocupa siempre el primer lugar. En su Capilla tenían diariamente la
Santa Misa, Comunión y la bendición con el Santísimo.
La Misa empezaba
todos los días a las ocho de la mañana; para ello los niños, a pesar de estar de
vacaciones, tenían que madrugar, pues había que estar preparados antes de que
llegara el Sr. Obispo. ¡Cómo disfrutaban formando aquella pequeña comitiva
camino de la Capilla! La figura de D. Adolfo le daba gran solemnidad, y los
pequeños no cabían en sí de gozo. Nunca olvidaría la figura de su madre,
pendiente en todo momento de ellos para evitar que se distrajesen, indicándoles
en el misal en qué parte de la Misa estaban y haciéndoles leer aquellas
oraciones. Luego, todos admirados contemplaban al Sr. Obispo, que permanecía
más de media hora en su reclinatorio dando gracias; “¡qué ejemplo para todos!”,
comentarían entre ellos.
El rezo del
Santo Rosario, hacia las nueve de la noche, en la galería de la abuela, ante
una imagen de la Virgen de Lourdes, también quedaría grabado en su memoria de
modo imborrable. Lo rezaban de rodillas, y sin apoyarse en ninguna parte.
Siempre recordarían cómo lo rezaba D. Adolfo y la gran piedad de su padre.
De todo
disfrutaba en Cabezón: desde las partidas de tenis y de bolos (en las que Pili
era campeona), hasta verdaderos conciertos de canciones montañesas, en las que
destacaba por su preciosa voz y buenísimo oído. Sin olvidar cuando, disfrazada
al estilo montañés, representaba con su inigualable gracia a “la Cancia”, una mujeruca
del pueblo que entablaba con la gente unos diálogos chispeantes y graciosos,
que hacían pasar un rato inolvidable a quien tenía la oportunidad de
presenciarlos.
Organizaban
también pequeñas obras de teatro con las que sacaban algo de dinero para los
pobres. Sus padres querían que en todo tuvieran alguna motivación sobrenatural
y que desearan hacer buenas obras.
Pero a quien
ella recordaría con especial veneración era a su Virgen del Campo, la Patrona
del pueblo, que en su romería anual se volcaba en primores maternales sobre esa
tierra montañesa, sobre aquel rincón bellísimo de su España, que así le
profesaba su amor.
Ella heredó de
su padre su gran simpatía e ingenio, que haría de ella una persona
verdaderamente arrolladora. Más tarde, ya en el Carmelo, podemos decir que su
atractivo fue tal, que quien la conoció ya nunca pudo olvidar a aquella Madre
que, a la primera, tuvo el don singular de robar su corazón. Las que la
conocimos sabemos muy bien que fue así, y que se le podían aplicar con verdad las
palabras con que el P. Gracián un día describiera a la Santa Madre:
“Tenía
hermosísima condición, tan apacible y agradable, que a todos los que la
comunicaban y trataban con ella, llevaba tras sí y la amaban y querían…”
Sabemos que en
una ocasión en que había fallado la actriz principal del teatro “María
Guerrero” de Madrid, le ofrecieron ocupar su lugar. Y sin ningún problema,
solamente con la ayuda del apuntador, actuó de manera tan admirable que causó
sensación. Ella nos contaba con mucha gracia que como era más alta que la
actriz a la que suplía, tuvo que ponerse el traje al revés, con la cola por
delante. Y así tuvo que actuar, teniendo sumo cuidado de no dar la espalda al
público. Y es que verdaderamente era una artista en todos los sentidos.
Además, siendo
miembro de Acción Católica, practicaba a fondo la caridad yendo a socorrer a
los necesitados del barrio de Tetuán de las Victorias. Ya en el Carmelo
contaría enardecida cómo fue a Roma en una peregrinación que organizó Acción
Católica con motivo de la Canonización de San Juan Bosco; y recordaría con
especial emoción que coincidió en el tren con “el Obispo del Sagrario
Abandonado” –el Beato Manuel González–, al que ella tanto veneró siempre por su
apasionado amor a la Eucaristía.
De su madre, el
Señor le regaló su serenidad, su dulce entrega a la voluntad de Dios, su estar
siempre pendiente de hacer felices a los demás y su gran entereza, cualidad
ésta que brilló en ella de manera singular, sobre todo en la gran empresa que
el Señor le confió con la restauración de este santo Monasterio.
Transcurría el
año 1936 en que la situación en España se agravaba por momentos, y así como
repercutía en el corazón de todos los católicos españoles, halló también eco en
el suyo, grande y entregado. Ella contaba con entusiasmo cómo, cuando estalló
la guerra, hizo un curso de enfermería para poder asistir a los heridos, y así
prestar este servicio de caridad a su amada Patria. En este tiempo brillaron en
ella sus virtudes de generosidad, entrega incondicional y fervor. El poder
aliviar tantos sufrimientos la hacía feliz, y así transmitía serenidad y
optimismo por donde iba pasando.
Nos contaba su
hermano pequeño anécdotas preciosas de esta época, que él guardó cuidadosamente
entre sus recuerdos. La guerra les sorprendió a todos en la finca de Cabezón,
que en aquel momento estaba en plena zona roja. Nunca olvidarían la Navidad del
37, en que pusieron en el alféizar de una ventana, un portalito con el Niño
Jesús para “rezar” la Misa de Gallo. Ni tampoco el Domingo de Ramos, cuando
hicieron la procesión de las palmas arrancándolas de las palmeras del jardín.
El salón les
servía a veces de capilla del Santísimo. Algunos sábados iban al asilo de las
Hijas de la Caridad a recoger las Formas, que metían en una cajita de plata
para comulgar al día siguiente, durante la lectura de la Misa que hacía su
padre. Él mismo les daba a todos la Comunión. Como el Santísimo tenía que pasar
una noche en la casa, lo guardaban dentro del piano para que, si llegaba algún
“registro” –cosa que sucedía con frecuencia–, no lo encontrasen. En este piano,
el día de Jueves Santo, improvisaron un Monumento adornándolo con flores
cogidas del campo, y allí adoraron al Señor con sus cantos.
Especialmente
entrañable fue también la Navidad del 38 en la que, al no tener las figuras del
Nacimiento, se pusieron todos los hermanos a fabricarlas modelándolas con
barro. Con especial alegría cantaron ese año los villancicos ante el
improvisado Belén casero.
Por esta época,
aún no se le pasaba por la cabeza ser carmelita. Ella nos decía que ser monja
ni se lo planteaba. No podía imaginar entonces la felicidad inmensa que iba a
encontrar en el Carmelo, ella que siempre firmaría: “esta pobre y feliz
descalza”. Sí, fue feliz, muy feliz en su Carmelo, aunque ahora no lo podía ni
sospechar.
Es verdad que la
entrada de su hermana Isa en el Carmelo del Cerro el año 1934 había sido un
aldabonazo en su corazón, y la figura de nuestra Madre Maravillas, que entonces
conoció, no la dejó indiferente sino todo lo contrario. Pero ella acallaba esa
voz interior, mientras el amor de su Dios seguía envolviéndola por completo.
De este tiempo
recordaría con gran cariño sus visitas a Batuecas para ver a su hermana Isabel,
pues la Comunidad del Cerro, con motivo de la guerra, había tenido que
establecerse en este santo desierto que Santa Maravillas había recobrado para
nuestra Sagrada Orden, y donde su hermana hizo su Profesión Solemne.
Le entusiasmaba
la belleza de su paisaje, el encanto de su soledad y su silencio, el ambiente
incomparable de aquel rincón apartado del mundo, donde tan de veras se
respiraba el espíritu de nuestros Santos Padres, que hacía de él el marco ideal
para la vida descalza.
Tras la guerra,
la Comunidad puede volver al Cerro, dejando en Batuecas una nueva fundación. Y
empiezan a surgir los proyectos de nuevas Casas de la Virgen, como lamparitas
que, salidas de las mismas entrañas de ese Cerro bendito ardiente de Caridad,
están llamadas a gastar su vida consumiéndose por amor ante ese Corazón Sagrado
que pide con dulce insistencia “ser consolado”.
Ya arde la de
Kottayan (India), y las palabras que un día resonaran en el alma de nuestra
Madre Maravillas: “Quiero que tú y esas otras almas escogidas de mi Corazón, me
hagáis un Carmelo donde tenga mis delicias…”,
vuelven con fuerza al corazón de la Madre y la llamada se va dilatando,
hasta ir sembrando de lamparitas reparadoras muchas partes de la tierra de
España… ¡Mancera está a la vista!
A este
pueblecito de la provincia de Salamanca situado a una legua de Duruelo, se
trasladaron los primeros frailes descalzos cuando, al aumentar las vocaciones,
ya no cabían en el pequeño convento de Duruelo. En Mancera pues, se hallaba la
huella de nuestro Santo Padre, y era un privilegio y un honor recuperarlo para
la Orden. Este lugar, medio perdido en esa tierra austera, tendría mucho que
ver con Pili, aunque ella todavía parecía no darse cuenta. El Señor en cambio
estaba esperando el momento oportuno para arrancarle ese sí deseado que ya no
tardaría en llegar.
El encuentro con
Santa Maravillas, en uno de aquellos viajes que hiciera del Cerro a Mancera con
motivo de la nueva fundación, fue decisivo para ella. Lo cuenta así la Santa:
“El día que
vinimos de Mancera en el tren con Pilar Gutiérrez y Conchita Traver, nos
dijeron había sido providencial, pues querían hablar con nosotras y no sabían
cómo arreglarse para hacerlo solas y decirnos que querían las dos entrar muy
pronto en Mancera”.
¿Qué percibió en
ese encuentro con nuestra Madre Maravillas? Se nos viene a la mente ese otro de
María de Salazar con nuestra Santa Madre, en el que aquélla quedó prendada de
la Santa Fundadora “por su admirable vida y conversación”. Sí, pudo percibir
ese buen olor de Cristo que la Madre Maravillas tan bien supo aprender de su
Santa Madre, y que delataba que en estas Casas se trata de oración.
Por aquel
entonces se dirigía con el P. Larequi, S.J. Al decirle a éste que creía tenía
vocación, el Padre exclamó: “¿Al fin te has dado cuenta?”. Sí, su nombre había
sido pronunciado desde toda la eternidad para ser sólo de su Dios.
Sabemos por los
recuerdos de su hermano el gran impacto que produjo en su casa la decisión de
Pili. Ella había sido hasta ese momento el alma de la familia y el punto de
unión entre todos. No es de extrañar que su partida para el Carmelo se sintiera
vivamente.
Una vez resuelta
su vocación, ya todo era vibrar con la nueva fundación, en la que más tarde
entraría. Formando parte del grupo de fundadoras iría su hermana Isabel, “la
arquitecta” inseparable de Santa Maravillas y piedra fundamental en todas sus
fundaciones, por su gran talento y sobre todo por su virtud.
La partida
anunciada para mayo se adelanta a abril de 1944. A las puertas del Mes de la
Virgen, se anuncia como un regalo a nuestra Señora. La Comunidad del Cerro da
el último adiós a la Madre Maravillas. Ésta trae en sus brazos un Niño Jesús.
Con Él las bendice diciéndoles: “Adiós, hijas, hasta el Cielo”. Entrega el Niño
y las llaves del convento a la M. Magdalena de la Eucaristía. La futura Priora,
a su vez, le pone al Niño las llaves diciendo: “Desde ahora Él será el Prior”.
Las acompaña en esta fundación el Padre Valentín de San José, Provincial, que
presidiendo la Santa Misa el día 30, ya en Mancera, no hace más que llorar. Y
es que el recuerdo del Santo Padre unge los corazones de devoción.
Pili hubiera
deseado entrar en Mancera antes del verano
del 44, pero debido a unas fiebres tifoideas que toda la familia
contrajo al comer unos pasteles de nata, tuvo que retrasar su ingreso, y así se
fijó su entrada para el día 29 de octubre de 1944, solemnidad de Cristo Rey.
¡Y por fin llegó
el gran día! Ella solía recordar con gran emoción el amor con que su padre
incensó al Santísimo expuesto. Sí, subiría ese día hacia el Señor, con el humo
del incienso, el precioso sacrificio que el corazón de ese padre ejemplar hacía
al entregarle con tanta generosidad a su hija. Santa Maravillas lo cuenta en
una carta dirigida a la M. Magdalena de la Eucaristía:
“La entrada de
la Hna. Magdalena de Jesús nos ha impresionado muchísimo. Y es que sus padres
han estado sublimes. Después de haber estado admirablemente todo el día, aunque
se les veía deshechos, porque esta hija creo era para ellos todo, en el momento
de abrir la puerta, se adelantó el padre con su hija, estuvo pegadito a ella
mientras besó el crucifijo y tomándola suavemente por el brazo, la ayudó a
entrar con una cosa… como si pusiera toda su alma en dársela al Señor”.
Al entrar,
tuvieron que cambiarle su nombre de Pilar por el de Magdalena, por haber ya una
hermana Pilar en el convento. El nuevo nombre, por su vehemencia, espontaneidad
y ardiente amor a la Sagrada Humanidad de Cristo, le iba de maravilla.
¡Con cuánta
alegría y entusiasmo nos decía que fue la primera novicia de Mancera! Allí
“aprendió” a ser carmelita descalza bajo la dirección de su amadísima Madre
Maravillas, ayudada por la Hna. Isabel, la cual lo supo hacer de manera
admirable, sobre todo educándola con su ejemplo y sabiéndole transmitir, como
gran enamorada de su vocación de carmelita, el amor a nuestra Sagrada Orden, a
nuestros Santos Padres y a la Iglesia. Santa Maravillas está feliz con la nueva
postulante, y así escribe en una carta dirigida a la M. Mercedes del Sagrado
Corazón:
“Nosotras
estamos contentísimas con la Hna. Magdalena. Tiene una vocación hermosísima y
se ha tirado de cabeza desde el primer momento, que es lo que hace falta. Está
encantada y de lo más encajada y además vale mucho”.
Y en otra carta
dirigida al Cerro escribe:
“La Hna.
Magdalena, un encanto de fervorosa, simpática, encajada y alegre. Ya se ha
hecho mucho a nuestras cosas y va a resultar una gran monja, de un carácter muy
agradable”.
Y era verdad: la
postulante desde el primer momento se sintió feliz; tanto, que a veces le tenía
que decir al Señor: “Para ya, que no lo puedo resistir”. Es que Mancera tenía
un sabor especial: el de ese frailecillo celestial y divino, que supo emprender
allí el camino de “las nadas” para llenarse “del Todo”. Con tan santa Priora
por Madre y Maestra que tanto la ayudaría a amar más y más al Señor ¿cómo no
iba a derrochar su corazón incesante agradecimiento?
Escribía por
entonces nuestra Madre Maravillas: “Esta paz y soledad, este cedro que se
levanta majestuoso en medio de la huerta, diciendo tantas cosas al alma y el
tintineo de los rebaños paciendo por estos campos… En fin, que el Señor esté
contento es lo único importante, y yo espero que sí, pues están todas gracias a
Dios, con buenísimos deseos y con mucho olvido de sí, que es lo principal”.
Aunque la
Comunidad ya llevaba en Mancera unos meses, el 1 de diciembre se inaugura
oficialmente la nueva fundación. Y ese mismo día, el P. Anselmo de Santa
Teresa, O.C.D. le plantea a nuestra Madre Maravillas la posibilidad única de
comprar Duruelo. El sueño de la Madre parece que se va a hacer realidad. Pero
¿no es ella una “pobre romera sin blanca”? Confiada en la Providencia de Dios
acepta. Y será nuestra M. Magdalena una de las que irán a la nueva fundación,
fundación que ella amaría como a las niñas de sus ojos.
No se asusta la
postulante de la austeridad y pobreza del Carmelo; al contrario, se enardece
con ellas, y así, radiante de felicidad, pasaría su primer invierno sólo con
“el braserito del amor de Dios”… Con éste arde Mancera a pesar del intenso
frío, calentando con su vida escondida y callada tantos corazones helados, por
no tener en ellos el amor del Señor. Recordamos una anécdota encantadora que
cuenta la M. Magdalena en el proceso de canonización de Santa Maravillas:
“Cuando entré,
de postulante, como no llevábamos más que alpargatas, y fue un invierno muy frío,
la Sierva de Dios, preocupada por el frío que yo estaba pasando, sin decirme
nada, mandó por todos los pueblos de alrededor a ver si había unas botas de
paño que me sirviesen. Por fin lo logró,
y el día de Reyes, entusiasmada, me las regaló”.
Tomará el Santo
Hábito, con grandísima alegría, el día 30 de abril de 1945. Toda la Comunidad
está profundamente emociona-da porque es
la primera Toma de Hábito del conventico de Mancera:
“Ha sido una
verdadera emoción –escribe Santa Maravillas–, el Padre Valentín –que presidió
la ceremonia– hizo una idealidad de plática; y tantas cosas que no se dicen,
pero que el Señor bien las sabe”.
Recordará más
tarde cómo ese día, por no llegar a tiempo las flores encargadas para la
fiesta, se fue toda su familia a coger flores del campo. ¡Qué preciosa quedaría
la Iglesia engalanada con esas florecillas que tan bien le iban a una pobre
descalza! Dos días después lo cuenta nuestra Madre Maravillas:
“Esta noche han
llegado cinco hermosas cestas de flores de Valencia. Yo creo que al Señor le
gustaba más aquí la humildad de las flores del campo. ¡Me ha hecho una ilusión!
Había amapolas, margaritas, bluets y también pusimos acacia”.
La Hna.
Magdalena hará su Profesión Simple el 3 de mayo de 1946 en Mancera. La vida no
es fácil en aquel conventico. La pobreza, junto a los afanes de una fundación
que acaba de nacer, son las galas con que se adorna el nuevo Palomarcico de la
Virgen. Pero esto es justamente lo que más llena su corazón. La vida del
Carmelo le atrae cada vez más y en ella va descubriendo, a medida que pasan los
días, nuevos y misteriosos encantos, tantos como tiene el Corazón de nuestro
Dios, pues ¿no es acaso Él la vida del Carmelo?
El 19 de Julio
de 1946, víspera de nuestro Padre San Elías, se fijó la marcha para Duruelo.
Ese día nuestro Padre Silverio de Santa Teresa, recién elegido General de la
Orden y a quien Santa Maravillas con tanto amor había ofrecido el “Priorato” de
Duruelo, es el que lo organiza todo y preside la inauguración. Y se emprende
una procesión de Mancera a Duruelo, para conmemorar la que antaño hiciera
nuestro Santo Padre en sentido inverso.
En el locutorio,
siendo ya muy mayor, cuando estábamos con algún Padre, le contaba enardecida la
fundación de Duruelo; aquella histórica procesión con nuestro Padre Silverio,
que por el camino les estuvo hablando –como ella decía– “como sólo él sabía
hacerlo” de nuestros Santos Padres.
Todos los
recuerdos de aquel día le entusiasmaban: la campanita de Mancera acompañándolos
todo el camino con su repique de fondo, y ya en Duruelo, el adorno del altar
del noviciado que ella misma se ocupó de instalar, con un sencillo cajón de
madera y unas estampas de nuestra Madre Santísima, nuestro Padre San José y el
Niño Jesús de Praga; lo adornó preciosamente con espigas y cardos que cogieron
por el camino; ¡todo rezumaba pobreza y espíritu sanjuanista, y no hacía falta
más! Esto era, sin duda, reflejo del interior de esos corazones vacíos de todo
apego del mundo, que así podían abrirse a la acción de ese Dios sumamente
amado, deseoso de derramarse en su criatura.
Se llenó el
conventico en la inauguración de largas filas de frailes de capa blanca, como
en los tiempos memorables del Santo Padre. De aquel día inolvidable en Duruelo
escribiría:
“Tuve la suerte
de estar en la cocina, sirviendo y preparando fuentes que recogían nuestros
colegiales, y aquello era un deleite, ver la unión, caridad y hermandad que
reinaba entre todos, que vibrábamos como un solo corazón, al ver incorporado a
nuestra Sagrada Orden aquel Portalico de Belén, gracias a nuestra Madre del
alma”.
Y es que la M.
Magdalena siempre amó ardientemente a nuestra Sagrada Orden y de manera muy
especial a nuestros Padres.
Así pasó el día
con su Madre y hermanas, trabajando sin parar para dejar el convento listo para
la inauguración. Eran las diez de la noche y aún seguía el coro bajo convertido
en carpintería, con el infatigable e incondicional Manolo Martín Mulas
dirigiéndolo todo. Allí estaba también la chica que ayudaba en la casa de D.
José y Dª Teresa, –los señores que vendieron el terreno de Mancera a las
monjas–. Sabemos que comentó: “¡Lo que trabajan esas monjas! ¡Anda, que la Hna.
Magdalena, más que si fuera un hombre! Acaba de sacar el banco de carpintero
como si no hubiera hecho nada en todo el día”. Brillante como el sol quedó
aquel día el nuevo portalito de Belén.
La M. Magdalena
nos contaba que siendo novicia, un día que tenía mucha sed, le puso por la
noche un papelito lleno de fervor a nuestra Madre Maravillas, contándole su
felicidad de ofrecer ese sacrificio al Señor. Cuando ya estaba retirada en su
celda, sintió que de pronto se abría su puerta. Era nuestra Madre Maravillas,
llevando muy sonriente un vaso de agua fresca, que le dejó silenciosamente
haciéndole señas de que se lo bebiera. Con tal Madre y Maestra, ¿cómo iba a
salir su hija queridísima? Y así, a lo largo de su vida, pudimos palpar en
ella, cientos de estos detalles de corazón maternal.
Nos contaba
también con gran alegría, cómo se quedaba por las noches en el gallinero, pues
era necesario cuidar de las estufas de los pollitos para que no se murieran por
falta de calor. ¡Qué bien veríamos reflejada en ella esta imagen –que haría más
tarde suya–, dando calor y amor a tantas
hijas como el Señor un día pondría entre sus manos!
El 3 de mayo de
1949 hace, radiante, su Profesión Solemne, presidida por el P. Valentín de San
José, y sólo unos meses más tarde, en noviembre, el Señor la prueba con la
enfermedad. Una infiltración en el pulmón derecho que le produce grandes
vómitos de sangre. La situación puede ser grave y su recuperación lenta. La
Madre Maravillas, que había puesto en ella sus esperanzas para el porvenir de
Duruelo queda consternada. Aquí brilló en la Hna. Magdalena su gran conformidad
con la Voluntad de Dios y su total abandono en manos de la obediencia. Cuenta
Santa Maravillas:
“Ella está hecha
un encanto, contenta, feliz, animada, entusiasmada con cumplir la voluntad de
su Dios y que haga de ella lo que quiera. Demasiado mortificada, eso sí, pues
yo la riño para que diga un poco qué le está mejor o qué necesita. Al mismo
tiempo es docilísima…”
Su total
abnegación y olvido propio hicieron posible que fuera tratada de esta grave
enfermedad en el convento, sin necesidad de ser internada en un sanatorio. Ella
recordaría con emoción, cómo nuestra Madre Maravillas (a la que tanto veneró y
amó), se consagró en cuerpo y alma a cuidarla, velando su sueño de noche.
Pudo comprobar
muchas veces cómo era en verdad una hija queridísima de la Madre, gozando de su
amor y de su estima de manera singular, y recibiendo de sus manos las empresas
más arduas que la obediencia le encomendó. Santa Maravillas escribiría al Cerro
contando de esta enfermedad que tanto le hizo sufrir:
“Lo principal es
que dé a Dios todo lo que Él quiera de ella, y si Él quiere que le sirva en la
enfermedad en vez de lo que nosotras pensábamos, pues que su santo nombre sea
bendito. Suyas son estas Casas y Él sabe lo que quiere hacer de ellas,
¿verdad?”
Comienza a pasar
la gravedad; aún así, la Madre duerme en la celda de al lado. Al mismo tiempo
Duruelo empieza a poblarse de novicias, que llaman a sus puertas deseosas de
vivir esta vida de “Cielo si puede haberlo en la tierra…” Son catorce las que
forman su noviciado y Santa Maravillas pone como ayudanta en él a la Hna.
Magdalena. Siempre bajo la dirección de su santa Priora, las ayudaría sobre
todo con su ejemplo, un ejemplo viviente de lo que es la felicidad de ser
carmelita.
Todavía
recuerdan las que fueron sus novicias lo mucho que las enseñó en el noviciado,
cómo les contagiaba su gran fervor y su amor al oficio divino, cómo las
estimulaba a trabajar mucho, como pobres, “hasta cansarse por amor a Cristo”.
Estando todavía
convaleciente de su enfermedad, nuestra Madre Maravillas dispuso que las
novicias tuvieran la recreación en la huerta delante de la ventana de su celda,
para que así ella pudiera oírlas y participar. Desde allí velaba por sus
novicias. Afinaba mucho en las virtudes, y así no se le pasaba por alto nada,
comprobando cómo una novicia se vencía cuando la recreación estaba muy animada
para dejar hablar a las demás, y en cambio se esforzaba en poner un ambiente de
buen espíritu si veía que decaía la conversación. Ésta era una de esas virtudes
ocultas que ella les enseñaba y que tanto agradan al Señor.
Finalmente Él se
contentó con la aceptación de la enfermedad y, gracias a Dios, a finales de
1951 quedó completamente restablecida.
Las novicias van
aumentando más y más, y ya se hace necesaria una nueva fundación: Arenas de San
Pedro. La Voluntad de Dios se muestra
clara. Hace falta una Priora para Duruelo, y no se presenta la menor duda…
El 3 de
diciembre de 1953 tiene lugar la elección, en la que sale elegida por
unanimidad la Hna. Magdalena… que queda hecha un mar de lágrimas. No se pudo
proceder a su confirmación inmediata porque necesitaba dispensa de edad. La
Madre Maravillas estaba radiante, gozosa de ser la primera en prestarle
obediencia.
Un año después,
el 8 de diciembre de 1954, se inaugura el convento de Arenas de San Pedro, con
la presencia del Padre Provincial. ¡Un Carmelo para la Inmaculada en ese Año
Mariano especialmente dedicado a Ella!
La M. Magdalena
no olvidaría nunca la despedida. Era la primera vez que se separaba de su Madre
del alma, después de esos años de convivencia e intimidad. El Señor quería a
nuestra Madre Maravillas en Arenas y ella lo aceptaba de todo corazón, aunque
en el momento de la partida, abrazada entre sollozos a aquella Madre tan santa
y tan querida, no sabía desprenderse de ella. Con gran emoción, antes de salir,
le pidió la bendición. La Madre se la dio, y salió con su habitual mansedumbre,
diciendo: “Hijas, que sean buenas”.
Empezaba para la
M. Magdalena una nueva etapa en su vida que se dilataría largamente: su faceta
como Priora y sobre todo como Madre. Esto la unió todavía más a Santa Maravillas,
a la que por propia iniciativa y deseo de su corazón consultaba en todo. En
ella descansaba plenamente para llevar con fruto y provecho las riendas de
todos los Carmelos por donde pasó.
Su apasionado
amor a Cristo, junto a las grandes virtudes y dotes naturales con que el Señor
la adornó, entre las que destacan un sentido común poco corriente, un corazón
grande y una transparencia y sinceridad extraordinarias, hicieron de ella una
Madre excepcional. Esto brillaría de manera singularísima cuando el Señor le
encomendara el Relicario de su Santa Madre.
El mayor elogio
que podemos hacer de ella en esta época de Duruelo, es el que hace nuestra
Madre Maravillas escribiendo a la M. Magdalena de la Eucaristía, Priora del
Cerro de los Ángeles:
“En Duruelo
están que es para bendecir a Dios, y eso es lo único que importa, y así que
estoy contentísima y muy tranquila con aquello”.
“Se quedaron
como en el Cielo, con un consuelazo enorme y entusiasmadas con la Madre
Magdalena. Todas me dan las gracias por habérsela dejado”.
Y en una carta a
la M. Mercedes del Sagrado Corazón dice:
“La Madre
Magdalena me escribe emocionada. Claro que ella es también una Priora
magnífica. Están de unidas, con una felicidad que el Señor les ha hecho sentir…
inmensa”.
La M. Magdalena
recordaría con especial amor y agradecimiento las visitas que nuestro Padre
Anastasio del Santísimo Rosario, siendo General de la Orden, hacía a Duruelo
acompañado del P. Víctor de Jesús María. Le emocionaba ver que siempre que
venía a España pasaba por este “lugarcillo”, donde sabía que sus hijas le
esperaban con gran amor.
Por esta época
escribe en sus apuntes de Ejercicios unas líneas que la retratan:
“La Carmelita
callada y escondida en el Pecho de Jesús, no tiene más que dejarse enriquecer
amando, no apartando sus ojos de Jesús”.
Y un poco más
adelante:
“Porque la
Virgen se ofreció, el Señor la llenó de gracia. Que mis actos sean de Dios.
Vivir como dos solitarios en el convento, Dios y mi alma. Llenarme de Dios,
buscarle con más insistencia en aquello que menos me agrade”.
Dada su
generosidad, el Señor no tardaría en llamar una vez más a su corazón pidiéndole
nuevos desprendimientos para unirla más estrechamente a Él.
Y así, en
noviembre de 1963, D. José María García Lahiguera, Obispo auxiliar de Madrid,
Visitador y Vicario de religiosas, pide a nuestra Madre Maravillas su ayuda
para la restauración del convento del Escorial. La Madre Priora está muy
enferma, las monjas mayores necesitan cuidados continuos y, además, el convento
necesita una reparación urgente. La situación se hace insufrible y toda la
Comunidad se inclina unánimemente por la misma solución: que vuelva la Madre
Maravillas.
“Este Carmelo
fue la cuna en que se mecieron los primeros años de la vida religiosa en la
Orden de la Virgen de Santa Maravillas de Jesús […]. El Escorial es a
Maravillas lo que La Encarnación de Ávila es a Teresa […]. Si los claustros y
coros del Monasterio avilés guardan la delicada esencia de la maduración de la
obra teresiana, una celda y una tribuna del Carmelo escurialense son testigos
mudos de los silenciosos «gritos» con que Cristo pedía a la hermana Maravillas
que fuese a encender una «lámpara viva» junto a su Corazón en el Cerro de los
Ángeles.” (Del libro: “Un rincón escondido cuyo nombre Dios guarda... Historia
del Carmelo del Escorial”).
Urge pues, ir al
Escorial. Ella se hace cargo de esta obra derrochando caridad con este convento
que le abrió un día memorable las puertas del Carmelo. Cuando la Madre Priora
le ruegue en nombre de toda la Comunidad que tenga ese convento por suyo, ella
le contestará con gran amor:
“¿Cómo no podría
tener ese Carmelo por mío si nunca ha dejado de serlo?”
Tiene que echar
mano de cuatro monjas de sus conventos para ir al Escorial, y será en las manos
de la M. Magdalena en las que ponga, segura y confiada, esta obra tan querida
para ella. Irán con ella dos hermanas de Mancera y una de Duruelo.
“A El Escorial
no podía ir cualquier monja, por santa que fuese. Hacía falta alguien que fuese
un prodigio de prudencia y un factor de unidad. Una superiora a la que se
obedeciese sin trabajo, porque todas la quisieran. Que fuese exigente y
compresiva a la vez. Muy amante de la observancia pero muy suave y maternal en
el gobierno de las almas. Incansable trabajadora e imbatible en su optimismo,
para acometer enseguida una magna y agotadora obra material. La nueva Priora,
tendría que ganárselas a todas […]. Entusiasta, fervorosa, culta, con un don de
gentes arrollador, carmelita de pura cepa.” (Del libro: “Un rincón escondido
cuyo nombre Dios guarda… Historia del Carmelo del Escorial”).
El 27 de agosto
de 1964 llegó al Escorial, dejando su rinconcito de Duruelo, y con él a esas
hijas amadísimas en las que con tanto fruto había sabido sembrar el Amor de
Dios. Lo dejará físicamente, pero nunca lo olvidará, y así, ese palomarcico
ocupará un lugar privilegiado en su corazón.
La obra material
que fue necesario emprender en el convento del Escorial fue verdaderamente
laboriosa, mucho más que lo que hubiese supuesto hacer un convento nuevo, con
todo lo que esto conlleva de sacrificio, abnegación incansable y olvido de sí.
Y a ello se entregó en cuerpo y alma.
El primer
problema serio con que se encontraron fue que todas las vigas estaban deshechas
debido al agua que se había ido filtrando por los muros durante años. Se decide
como solución quitar un piso, y a ello se ponen manos a la obra bajo la experta
dirección de nuestra Madre Maravillas y junto a la Hna. Isabel.
Hay que tirar la
cúpula de la iglesia, sustituir las vigas de madera por otras de cemento,
renovar tejados y el piso de la iglesia y convento. También se mejora la pieza
de recreación, el refectorio y el coro. Se distribuyen en la misma planta todas
las oficinas y se reconstruye el campanario.
Y además, cuando
ya se ha ido la Santa, la M. Magdalena tiene buen cuidado de dejar el noviciado
antiguo como en el tiempo en el que lo usó ella, convirtiendo su celda en
oratorio y conservando asimismo la tribuna, testigo privilegiado de tantas
gracias del Cielo.
El trabajo de
aquellos dos años fue verdaderamente agotador. Cualquiera que hubiese visto a
la M. Magdalena en aquellas circunstancias, siempre alegre, siempre animosa,
siempre igual, podría pensar que vivía en un perpetuo gozo espiritual. Pero la
realidad era muy distinta. El Señor, que cuidaba de su alma, la estaba
purificando intensamente para unirla más a Sí:
“No sé si es
noche oscura o clara, o solamente mala condición –escribe humildemente a
nuestra Madre Maravillas–; pero también
vine a este desierto espiritual a ser tentada y purificada, de lo que me
regocijo interiormente, pero nunca creí se pudiera pasar tan mal y con la
preocupación y obsesión de que al Señor le estoy desagradando, que es lo peor
de todo. Encomiéndeme de verdad y pida para que salga de ésta con más humildad
y más amor a este Señor nuestro del alma que me soporta a pesar de los pesares.
No quiero meterme en este asunto, por no serle pesada y porque me parece que es
ocuparme de mí misma. Aunque también pienso que: ¿a quién se lo voy a contar?
En fin, encomiéndeme de verdad, porque no veo luz por ninguna parte”.
En los dos años
que permaneció en El Escorial dio lo mejor de sí misma. Lo más importante será
la obra entre “las piedras vivas”, entre sus hijas, aunque ahora no pueda
terminarla porque el Señor la va a necesitar en otro Carmelo también predilecto
de su Corazón.
La Encarnación
aparece en el horizonte. Este santo lugar, testigo privilegiado del amor de
Cristo derramado en una criatura, abre sus brazos en demanda de ayuda. Cuatro
siglos y medio han pasado desde el día memorable de su fundación. Los estragos
que el tiempo ha causado en el Monasterio son muy grandes. Esa Santa Comunidad,
que había abrazado la descalcez con tanto amor, se veía ahora con graves
dificultades para emprender la ardua empresa de la restauración del Monasterio;
Monasterio que era, según el sentir de todos los corazones, una joya no sólo
para nuestra Sagrada Orden, sino para toda la Iglesia. El espíritu de Santa
Teresa nuestra Madre aleteaba vivo en su Casa.
Era por entonces
Obispo de la diócesis de Ávila D. Santos Moro Briz, “santo de nombre y de
hechos”. Como verdadero padre, el Sr. Obispo seguía con gran interés y amor las
circunstancias difíciles por las que atravesaba la Comunidad.
El día 16 de
septiembre de 1965, en una visita que les hizo, les habló de la necesidad de
pedir refuerzo de monjas a otras Comunidades. Desde luego que nuestras Madres
de San José eran las más indicadas para llevar a cabo esta empresa. Además de
que habían sido ellas las que vinieron cuando La Encarnación se descalzó el 24
de agosto de 1940, para imprimir en esta santa Casa el sello de los
palomarcicos teresianos. De ellas habían recibido los usos y costumbres santas
del Carmelo junto con todo el fervor de su caridad. Pero no les fue posible
hacerse cargo de esta obra.
Ante tal
imposibilidad, D. Santos propuso a la Comunidad de La Encarnación recurrir a la
Madre Maravillas de Jesús. Él la conocía muy bien –pues tenía en su diócesis
dos conventos suyos: Duruelo y Arenas de
San Pedro–, y la apreciaba por su vida santa y por el espíritu teresiano que
reinaba en sus fundaciones.
Fue el Sr.
Obispo personalmente a La Aldehuela a proponérselo a nuestra Madre Maravillas.
Ésta, con su habitual mansedumbre, se resistió humildemente, pues se sentía
indigna de llevar a cabo esta obra y asimismo estaba profundamente convencida
de que sus conventos eran los últimos de la Orden, y de que cualquier otra
Comunidad podría hacerlo mucho mejor.
El Sr. Obispo,
iluminado por el Espíritu Santo, siguió insistiendo a lo largo de unos meses,
haciéndole ver que si ella no se hacía cargo del Monasterio de La Encarnación
habría que cerrarlo, y se perdería irremediablemente para la Iglesia y para la
Orden el Relicario donde nuestra Santa Madre había vivido treinta años. Ella,
sin dudarlo ya, se entregó con todo su corazón a esta empresa que vislumbraba
ser un homenaje de amor a su Santa Madre. ¡Y qué bien supo estampar este amor
en la más fina fidelidad a su espíritu y a su obra!
No era tarea
fácil, a simple vista, el reunir monjas de sus distintos conventos. Decimos “a
simple vista” porque en realidad fue muy fácil para la Madre, debido a la
extraordinaria unión y amor que reinaba entre todas, aunque tuviera que
acompañar a ello el dolor del sacrificio y de la separación.
Después de dos
visitas a La Encarnación para tratar con la Comunidad acerca de la restauración
y de todo lo concerniente a la venida de las hermanas, se concretó ésta para el
día 24 de septiembre de 1966, fiesta de Nuestra Señora de las Mercedes.
¿A quién
correspondería llevar esa “lámpara viva” hasta el santo Monasterio para seguir
consolando ese Corazón Sagrado que insistentemente pedía consuelo? Escribía por
este tiempo nuestra Madre Maravillas:
“A La
Encarnación hay que dar lo mejor que tenemos. Vendrá aquélla a la que Dios
nuestro Señor tenga para ello desde toda la eternidad”.
Ya este nombre
se había pronunciado en el Corazón del Señor mucho antes que en el de nuestra
Madre Maravillas: era la M. Magdalena la persona providencial escogida por Dios
para esta obra de tanta gloria suya. Sus hijas lo sabemos muy bien y también
cada piedra del Monasterio, cada detalle, cada rincón, que delata su mano
certera, pues verdaderamente se ve su corazón latiendo en cada reliquia.
Y así, la M.
Magdalena deja El Escorial el 6 de septiembre de 1966. Da a todas sus hijas su
bendición, dejándoles como recuerdo su Crucifijo (que ellas con gran veneración
colocarán sobre la reja de la que hoy llaman “tribuna del Niño Jesús”). Las
hermanas, bañadas en lágrimas, escuchan sorprendidas a su Madre que se vuelve y
les dice: “Ahora es glorificado el Hijo del Hombre…”
Y amaneció
radiante el día de nuestra Señora de las Mercedes. Salieron las ocho carmelitas
del Carmelo de La Aldehuela hacia La Encarnación. La M. Magdalena de Jesús
iría –nombrada por la Santa Sede– como
Priora, y con ella siete hermanas más: una de La Aldehuela, otra de Arenas, dos
del Cerro de los Ángeles, una de Duruelo, una del Escorial y una de San
Calixto.
Era ya el
atardecer cuando divisaron las murallas de Ávila… Sí, la tierra de su Santa
Madre las recibía con amor. Todavía resonaba en sus oídos la voz de nuestra
Madre Maravillas leyéndoles, con su unción incomparable, bellísimos pasajes de
la vida de antaño del venerable Monasterio, tomados de la cronista del siglo
XVII, Dª María Pinel –monja que vivió con hermanas que conocieron a la Santa
Madre–. Eran muchas las emociones, los sentimientos que se cruzaban por los
corazones de todas. ¡Iban a La Encarnación, no era un sueño!
Pero antes,
habían recibido el permiso del Sr. Obispo para entrar en el convento de San
José. ¡Qué emoción para todas cantar la Salve juntas en la Cuna de nuestra
Sagrada Reforma! Nuestras Madres se volcaron con ellas. Fueron unas horas
inolvidables que siempre recordarían con gran cariño. ¡Bendito Carmelo donde
reina la caridad y el amor! Y partieron para La Encarnación con el corazón
rebosante de gozo y grandes deseos.
La fachada del
Monasterio, imponente comparada con las de los conventicos a los que estaban
acostumbradas, les daba la bienvenida, a la par que las autoridades
eclesiásticas que esperaban en el patio la llegada de las ocho carmelitas.
Ya dentro,
fueron recibidas con gran emoción por toda la Comunidad, y juntas se
encaminaron hacia el coro, donde cantaron la Salve Solemne y el Te Deum, para
ir seguidamente al refectorio.
Así, con toda
sencillez, prosiguiendo la jornada carmelitana normal, empezó la “nueva vida”,
esa vida que recorrerían juntas y que muy pronto se vería salpicada del rocío y
bendiciones del Cielo. La Santa Madre ya se había dejado sentir especialmente
viva y, en lo sucesivo, su presencia se intensificará más y más.
Desde el primer
día, la M. Magdalena, secundada desde el convento de La Aldehuela por la Madre
Maravillas, empezó a hacer las gestiones necesarias con el fin de conseguir los
medios económicos para la restauración de lo más urgente. Había partes del
edificio ruinosas y en peligro de desmoronamiento; tanto es así que se
empezaron a venir vigas abajo: urgía comenzar las obras. Entonces, recurriendo
al Director General de Arquitectura, al Ministro de Justicia y al Director de
la Real Academia de Bellas Artes, se consiguió que se hiciera un presupuesto
que subvencionó en su totalidad el Estado.
La especial
preocupación de la M. Magdalena en esta restauración era que se encomendara
ésta al Maestro de obras de confianza de nuestra Madre Maravillas, D. Manuel
Martín Mulas, pues así las monjas podían tener la certeza de que se conservaría
todo lo que había tenido relación con la Santa Madre, sin que se perdiese nada.
Es imposible dar
aquí una reseña completa y exacta de esta obra magna. La M. Magdalena puso en
ella toda su virtud y capacidad, que no era poca. Se entregó por completo a
esta empresa que el Señor ponía en sus manos. Los grandes trabajos, esfuerzos,
dificultades y éxitos de esta gran obra, que duró cinco años, sólo se leerán en
el Cielo.
En ellos brilló
de manera especial en la Madre la grandísima prudencia sobrenatural que
derrochó, su exquisito tacto y buen hacer en todo momento, su capacidad de
escucha y comprensión, su saber esperar, y ese corazón de Madre que supo
hacerse toda a todas, con suavidad, con amor longánime, a la vez que con la paz
y firmeza que tanta seguridad transmitía a su alrededor. Dio lo mejor de sí
misma porque se dio a sí misma, en total olvido propio. Nos limitaremos en
estas páginas a los momentos más destacados de estas obras, sabiendo que les
gustará conocerlos.
La M. Magdalena,
llevada por su amor a la Santa Madre, decidió empezar por el coro bajo, una de
las reliquias más grandes, lugar santo y privilegiado donde Cristo nuestro Bien
volcó tanto amor en su corazón; y no sólo en el de ella, sino en el de tantas
otras venerables hermanas de esta Santa Casa, pues como dice la cronista Dª
María Pinel: “Bien conocido tenía nuestro Señor el camino de este coro bajo,
donde tantas confidencias hizo a sus fieles siervas”.
En este coro fue
donde la Santa Madre recibió el hábito del Carmen e hizo su Profesión, donde
rezó y asistió a la Santa Misa tantas veces, y donde el Señor la adornó con
inefables mercedes, algunas de ellas recogidas en sus “Relaciones”, como la
gracia mística del Matrimonio Espiritual (el 18 de noviembre de 1572) al
recibir la Sagrada Comunión de manos de nuestro Padre San Juan de la Cruz.
¿Inspiración del
Cielo? Lo fue sin duda que la M. Magdalena se decidiese a continuar las obras
con la restauración de “la celda del dardo”, la que está en el claustro alto
donde vivió los tres años que fue Priora, y que por devoción y según el gusto y
estilo de la época, se había convertido en oratorio. Poco a poco empezó a
aparecer todo lo primitivo de la celda, y fue quedando tal y como la Santa
Madre podría haberla usado. Solamente se puso una peana labrada con la madera
de la celda en la que vivió veintisiete años (que está en el claustro bajo),
con el fin de colocar sobre ella un busto que se cree es la imagen suya más
antigua de la casa. En el pecho tiene un medallón con reliquia de carne, muy
venerado por todas nosotras, que diariamente pasamos ante él para encomendar
las necesidades del mundo y de la Iglesia.
La Santa Madre
estaba sorprendiendo a sus hijas. En el Cielo no estaba ni mucho menos
inactiva. Tenía que agradecerles todo cuanto estaban haciendo y trabajando por
su casa “harto grande y deleitosa”, a la que siempre quiso tanto.
Durante este
primer año, antes del comienzo oficial de las obras, las monjas no pararon. Era
mucho lo que había que preparar, prever, revisar…
No podemos dejar
de nombrar, a estas alturas, a la hermana de la M. Magdalena, la Hna. Isabel de
Jesús, como piedra fundamental de esta restauración. La ya cariñosamente
llamada “la arquitecta”, derrochó todo su amor, abnegación y pericia en La
Encarnación. Era indudable que la Santa Madre la había dotado de una
inspiración muy especial, y así llamaba la atención el acierto con el que
dirigía las obras o daba en el momento preciso la orientación decisiva para que
se hiciese lo que más convenía, como muchas veces pudieron constatar los mismos
arquitectos. Y esto sin perdonar esfuerzos y sacrificios, como lo más natural,
pasando temporadas enteras entre nosotras y sin darse la más mínima
importancia.
Enseguida se
pasó este primer año cargado de tantas emociones… ¿Y los corazones? Porque si
ardua era la obra material de restauración del Monasterio, no menos importante
era la espiritual. Hacía falta mucho tacto, amor y finura para llevarla a cabo.
Hacía falta ser muy Madre, tanto como lo fue la M. Magdalena, y así vio
florecer a su alrededor milagros de caridad, que culminarían en la unión de
todos corazones.
El mejor
testimonio de esto lo tenemos escrito por la hermana Mª Clemencia de la
Transverberación –tía y confidente de San Rafael Arnáiz, monje trapense–, al
cumplirse el año de su llegada, el 24 de septiembre de 1967. Creemos que es el
mayor elogio; dice así:
“Ha pasado un
año de la llegada de nuestras Madres de Aldehuela, Cerro, Arenas, Duruelo, San
Calixto… Quisiera hacer un balance… Es difícil de expresar.
Las
misericordias de Dios han llovido abundantemente. Mucho sacrificio costó por
ambas partes: las que vinieron, las que se desprendieron de ellas y las que
estábamos aquí.
Todo eso sumado
es un tesoro, y ya se ven los frutos. Poco a poco, suavemente, vamos entrando.
La caridad nos rodea, nos envuelve y nos rinde. Todo es paz, alegría y
silencio. Vamos despertando a una nueva vida y calando a fondo lo que debe ser
una carmelita.
Año de
misericordias que nunca sabremos agradecer bastante… con ellas nos vinieron
todos los bienes, y no es el menor el bien espiritual. Gran mejoría en todo…
Creo que nuestra Madre estará contenta, pues no hay mayor felicidad que ver
aprovecharse las almas por nuestro medio, y eso ya lo está palpando. El Señor
les paga, como siempre, ciento por uno. ¡Cuánto vale el sacrificio y cuántas
cosas alcanza! ¡Gracias Dios mío, gracias y siempre gracias!”
Mientras las
monjas trabajaban lo que podían en el interior de la clausura, las gestiones
que se habían hecho al fin daban su fruto. Ya se veía inminente el comienzo de
las obras de restauración.
Con frase de
nuestra Santa Madre diríamos que “todo era bullir en la casa”; se preveía mucho
trabajo, muchas dificultades… pero todo era alegría, pues ya se podía ver
cercano el fin del estado ruinoso del Monasterio. Y dieron comienzo las obras
de restauración el día 16 de octubre del año 1968.
Los obreros
empezaron por levantar en el claustro bajo, para dividirlo en dos, una especie
de tabique hecho de rollos de madera y tableros con el fin de aislar la parte
de las obras de la que necesariamente tenía que usar la Comunidad. Era
impresionante ver el interés y entusiasmo de los obreros. Eran muy conscientes,
al igual que todas las personas empeñadas en la obra, de la importancia que
tenía cualquier cosa usada por la Santa Madre, y así era digno de ver cómo iban
a llamar a nuestra Madre para entregarle alguna jarrita, o acerico, o cualquier
otro objeto encontrado entre los escombros de los muchos aposentos tapiados que
se iban descubriendo.
Uno de los
hallazgos más impresionantes fue la aparición de la cocina de la celda de la
Santa Madre, donde vivió veintisiete años y donde el Señor le inspiró la
Reforma. Ella era la maestra de obras “a lo divino”; su intercesión daba vida a
los esfuerzos de sus hijas. Copiamos de las crónicas del Monasterio el momento
emocionante de la aparición del hogar:
“Era el 3 de
diciembre, fiesta de San Francisco Javier. Serían poco más de las diez de la
mañana cuando la Madre Supriora y la Madre Encarnación de Santa Elena fueron a
dar una vuelta a las obras y ver cómo iba lo del famoso machón de piedra… Y
cuál no sería su asombro al encontrarse que, al llegar a la altura en que está
la cocina de nuestra Santa Madre, se había desplomado el bloque entero, dejando
al descubierto el hogar, que sólo tenía una esquina de la piedra del suelo
rota, con su chimenea y salida de humos intactos, como si la víspera hubiese
todavía cocinado allí nuestra Santa Madre sus pobres gachas. Un olor a humo,
característico de las cocinas castellanas, podía apreciarse al acercarse allí.
Los mismos obreros se habían quedado como paralizados, y al ver la impresión
que causó en las Madres, parece como si se hubiesen contagiado de un no sé qué
sobrenatural que flotaba en el ambiente, en esta fresca mañanita de diciembre.
Enseguida fueron a decírselo a nuestra Madre y luego cundió la noticia por toda
Ávila.
Ni qué decir
tiene que la noticia llegó enseguida a La Aldehuela, donde nuestra Madre
Maravillas se alegró enormemente de tal descubrimiento. Por algo había
inspirado nuestra Santa Madre que las obras comenzaran por aquí. Pues si esto
se deja para el final, ¿se hubiera tenido valor para emprender semejante labor,
después de unos cuantos años de obras?
La Hna. Isabel
ya había tenido como el presentimiento de que aquí estaba la cocina. A ninguna
de nosotras nos cabía duda de que era la celda de nuestra Santa Madre, ya que
lugar tan señalado y venerado a lo largo de los siglos no podía confundirse con
ningún otro. Pero hoy, que la crítica afina tanto, ¿podríamos encontrar algún
documento que atestiguase que realmente aquélla era la cocina que pertenecía a
la pieza alta de la celda de nuestra Santa Madre? La providencia nos puso en
las manos, entre algunos papeles del archivo, unas noticias de la cronista Dª María Pinel sobre esta celda. Ellas
confirmaron nuestra creencia.
No se podía
dudar: nuestra Santa Madre quitaba el
velo de piedra que había ocultado durante tanto tiempo este hogar, testigo mudo
de tantas maravillas, donde nos parecía estar viéndola, en las largas noches de
invierno mientras fuera la nieve caía mansamente, hilando o meditando en su
Reforma.
Hoy que el mundo
se enfría y se aleja de Dios, de este hogar de Teresa volverán a salir llamas
ardientes que calentarán las almas de los que se acerquen aquí de todas las
partes del mundo.
Entre las
personas que visitaron la cocina, enseguida de su aparición, debemos mencionar
a nuestro Capellán D. Nicolás González, tan amante de nuestra Santa Madre y de
todo lo relacionado con este bendito Monasterio de La Encarnación, a D. Baldomero Jiménez Duque, cuyo entrañable
amor a nuestra Santa Madre es bien conocido de todos y que salió entusiasmado
de este hallazgo y, el día 7 de diciembre, la del Rvdo. P. Efrén de la Madre de
Dios, C.D., que comprobó el hecho, confirmando que es la cocina de nuestra
Santa Madre Teresa. Se fue contentísimo
y sin dudar de su autenticidad.
Ponemos sólo
estos casos a manera de ejemplo, por el fervor teresiano que los distingue y
ser especialistas en la materia”.
Realmente era
todo un milagro de amor… Se palpaba ¿cómo no? la presencia de la Virgen de La
Clemencia, aquélla que la Santa Madre colocó sobre la silla Prioral, cuando
vino a La Encarnación a ser
Priora, y de la que ella misma cuenta que, la víspera de San Sebastián, durante
el canto de la Salve de Completas, no vio la imagen, sino a la misma Señora del
Cielo. Se hacían sentir sus palabras diciéndonos: “Mi Priora hace estas
maravillas”.
Había muchas
cosas que los peregrinos que venían a Ávila podrían disfrutar, y como a Madre
tenía especial interés en satisfacer los deseos de éstos de visitar los lugares
santificados por la presencia de la Santa Madre, la Comunidad con gran alegría
compartió estos tesoros. El día 6 de julio de 1971, se inauguró el Museo de
recuerdos teresianos, que había sido una empresa difícil por su envergadura y
porque había que hacer su trazado salvaguardando nuestra vida de recogimiento.
Para ello quedaron parte de éstos fuera de clausura. Y así, ya se podía visitar
la portería primitiva con su zaguán, la escalera de piedra donde según la
tradición tuvo lugar la aparición del Niño Jesús, una de las celdas primitivas
del Monasterio y una preciosa sala de recuerdos teresianos, que incluye una
amplia ventana por la que se puede ver la celda prioral de la Santa.
A nosotras, nos
hizo un coro bajo en la Capilla de la Transverberación, con el fin de librarnos
de las distracciones que pudiéramos sufrir debido a la afluencia de público que
quería ver la iglesia y el Comulgatorio de Santa Teresa, nuestra Madre.
Ahora se podía
ver desde el presbiterio de la Capilla de la Transverberación, construida sobre
la celda donde la Santa Madre vivió veintisiete años (y que la Madre dejó con
gusto exquisito), lo que se conserva de dicha celda.
Quedó así
abierto este humilde rincón, por el que pasarían a lo largo de los años miles de
peregrinos de España y del mundo entero. A muchos calentaría la hoguera de amor
que fue el corazón de nuestra Santa Madre; a todos avivaría la fe, dejando en
el alma ese no sé qué que destilan estos muros benditos. Verdaderamente el
espíritu de la Santa aleteaba vivo en estas obras…
Ya por esta
fecha el Señor había bendecido a la Comunidad con cinco novicias, y continuaría
bendiciendo ininterrumpida-mente, por su misericordia, a las más pobres de sus
carmelitas.
Mientras tanto,
la M. Magdalena seguía derrochando amor. Imposible describir cómo se volcó
durante esta restauración con los obreros.
Se las ingeniaba
para que, en Navidad, todos tuviesen su cesta muy bien surtida, con un
Nacimiento hecho por las hermanas. Les regalaba juguetes a los que tenían niños
pequeños, sábanas, mantas… todo lo que caía en sus manos.
En cualquier
fecha memorable para la Comunidad o día señalado, se ocupaba de llevarles vino,
si hacía frío, o algún refresco, si hacía calor. Ella misma iba a llevarles
bocadillos, pasteles… con una alegría y un amor como si a “su Cristo” se lo
hiciera. Ya sabían ellos que cualquier pena o desgracia o cualquier dificultad,
hallaba eco en el corazón de la Madre y que, si estaba en su mano, ella haría
lo posible para remediarla.
Gracias a la delicadeza
de su caridad salieron con el corazón transformado, y algunos hicieron incluso,
los Cursillos de Cristiandad.
Y así
transcurrieron las obras. Esta virtud de la Madre se dejó sentir en la
Comunidad, que avanzó esponjada por las sendas de la caridad. Así lo recogen
las crónicas:
“Alegría, deseos
de mayor santidad, espíritu de trabajo, emulación de todas las virtudes propias
de una Carmelita Descalza.
Los capítulos
conventuales nos ponen el alma al rojo vivo y nuestra Madre, con esa firmeza y
suavidad que Dios le ha dado, va limando aristas, esforzando nuestras almas
para una mayor y total entrega al Señor, poniendo espíritu de verdadera caridad
fraterna, ayudando a las débiles, haciéndose cargo de las dificultades de todas
y cada una. Buen ojo tuvo nuestra Madre Maravillas al enviarla a esta Santa
Casa. Bien la fue preparando nuestra Santa Madre para esta obra que ella quería
y con la que soñaba hacía mucho tiempo sin duda. Todo, es verdad, a costa de
mucho sacrificio, de muchos desprendimientos por parte de todas, pero sólo
contaba el bien de la Comunidad que es lo que el Señor iba buscando. La
principal obra ha sido la renovación de esta Comunidad. Nuestra Santa Madre se
goza otra vez en su Casa de La Encarnación y en ver lo mucho que nos han
ayudado todos los conventos fundados por nuestra Madre Maravillas. ¡Qué gozo es
sentir esta unión de corazones…!”
La M. Magdalena
confió la sacristía exterior de la iglesia a las Siervas del Evangelio, a las
que construyó un edificio en el patio del Monasterio y un colegio para niños.
Santa Maravillas lo cuenta en una carta dirigida a la Priora del Cerro:
“Ayer vinieron
las Siervas del Evangelio que van a ir a La Encarnación y cuanto le diga de lo
que nos gustaron es poco ¡qué encanto de monjas, qué lejos están del mundo, qué
unión, qué alegría tan recogida…! Hoy iban a Ávila para ver dónde se les iba a
hacer la residencia, etc. y hablar con la M. Magdalena. El recuerdo de ellas me
hace gozar, pensando lo que agradarán estas almas tan suyas al Señor”.
La M. Magdalena
supo además dar un vivo impulso al Decenario de la Transverberación, de
tradición muy venerada de la Comunidad. Llamó para presidir su fiesta, cada 26
de agosto, a nuestro amadísimo Cardenal Primado D. Marcelo González Martín, el
cual lo estuvo haciendo durante 33 años. Esto apretó fuertemente el “ñudo” de
una profunda amistad, llena de amor y veneración, pues su presencia la enardecía en su amor a
la Iglesia y a todos “sus Capitanes”, por los que toda carmelita vive y muere.
En el año 1982,
tuvo la dicha inmensa de poder recibir en este Monasterio a nuestro venerado
Papa Juan Pablo II, su Dulce Cristo en la tierra.
Desde el primer
momento, movida por su amor sin límites al Santo Padre, sintió el deseo de
hacerle una Betania, en la que él pudiese descansar y en la que se sintiese
amado y acompañado por sus carmelitas. Y así, le preparó un apartamento
privado, con primores que conmovían y delataban bien a las claras su apasionado
amor a Cristo y a la Iglesia.
Ambientado como
en el siglo XVI, con gusto exquisito, colocó en él la imagen del “Cristo muy
llagado” que la Santa Madre llevaba en sus fundaciones, una carta autógrafa
suya y el dibujo del Cristo Crucificado hecho por nuestro Padre San Juan de la
Cruz. También pondría a disposición del Papa, para la Santa Misa que se celebró
en las murallas, el cáliz usado por él.
Se multiplicaba
para que todo estuviera perfecto para acoger a las tres mil monjas que se
reunirían en la huerta del Monasterio para el encuentro con el Santo Padre, con
todo lo que ello con-llevaba de trabajo, limpiezas, obras… y un sinfín de
pormenores que ahora no es posible detallar. Deseaba que todas las hermanas
venidas de todos los puntos de España, se sintiesen acogidas, que encontraran
en La Encarnación su casa, y para ello no escatimó sacrificios. Su gran
magnanimidad no veía problemas ni dificultades en nada. Todo fruto de su
virtud, de su gran amor a Dios.
La Providencia
de Dios se dejó sentir sobre nosotras. Era impresionante. No había más que
vivir el momento presente llenándolo de amor… y el dinero para pagar las deudas
aparecía conforme hacía falta, pudiendo saldarlas al día.
Hizo poner una
gran bandera con el lema de su escudo sobre el tejado del gallinero, a pesar de
que ya había otras muchas, porque decía que quería que cuando el Papa
sobrevolara Ávila, lo primero que viera fuera el “Totus Tuus”.
Amaneció el día
1 de noviembre, ¡el Papa llegaba a La Encarnación! Fue recibido por la
Comunidad que recorrió con el Santo Padre los principales lugares teresianos:
¡imposible describir nuestra emoción! Conmovía ver la devoción con la que el
Papa rezó delante del Comulgatorio donde la Santa Madre recibió la merced del
Matrimonio Espiritual.
Recordamos
anécdotas preciosas que todavía resuenan en nuestros corazones. Con su
inigualable encanto, el Santo Padre condescendió con nuestros deseos cuando le
pedimos que nos bendijera el refectorio, a pesar de que no estaba previsto que
pasara por allí. Al salir, nos dijo con mucha gracia: “Buen apetito…”
Había que haber
visto a la M. Magdalena, en el pequeño apartamento que le habíamos preparado,
sentada en el suelo, a sus pies, enseñándole con inmenso amor el álbum que le
habíamos preparado con las fotografías más entrañables de sus padres, de su
infancia y juventud.
Ya en la huerta
y para dar comienzo al encuentro con las monjas contemplativas de España, lo
recibió oficialmente con un “Alabado sea Jesucristo” en polaco, que al Papa le
emocionó. Era el principio de un precioso saludo, leído con tal serenidad,
aplomo y dominio de sí, que llamó la atención de todos. Era su gran virtud que
la hacía realmente “dominar la situación”, porque tenía el señorío que da
siempre la verdadera humildad. El saludo decía así:
“Santísimo
Padre:
Aquí estamos más
de tres mil monjas procedentes de todas las diócesis de España, que
representamos veintiseis Órdenes y Congregaciones de nuestra Santa Madre la
Iglesia.
Quisiéramos
saber expresar cuanto sentimos en estos momentos, y no nos es posible, pues
nuestro gozo y nuestra gratitud a Vuestra Santidad no tiene medida en este día,
en que todas las monjas contemplativas de España, representadas por las que
estamos hoy aquí, recibimos a nuestro dulce Cristo en la tierra, en nuestra
propia patria, en la ciudad natal de Santa Teresa de Jesús, y en esta Casa en
la que tuvo tantas intimidades y manifestaciones del Señor.
Si ella tuvo
tanto consuelo con la visita del P. Rubeo, primer general que venía de Roma por
primera vez a Castilla, en visita a los conventos de España, ¿qué diría ella
hoy, al ver en su casa al Vicario de Cristo, que por primera vez viene a
visitar España, para confirmarnos en la fe, para fortalecer nuestra esperanza,
y enseñarnos con su propia vida y ejemplo, hasta dónde llegan las exigencias
del verdadero amor?
Esta visita de
Vuestra Santidad precisamente en el 36 aniversario de su ordenación sacerdotal,
es mucho lo que nos compromete, pues vemos en esto una gracia especialísima del
Señor para nosotras las contemplativas, y queremos que Vuestra Santidad
encuentre en estas hijas suyas los testigos vivos de la vida que trazaron
nuestros Santos fundadores, por amor a Cristo y a su Iglesia.
Queremos
responder con una fidelidad cada vez mayor, a esta gracia que consideramos como
el «paso del Señor» entre nosotras… Y queremos decirle también Santo Padre, que
en cualquier momento, en sus viajes apostólicos, en sus trabajos, en sus
alegrías y en sus penas, nos tiene siempre a su lado, y le acompañará siempre
la oración y el sacrificio diario, voluntario y alegre, de los claustros
españoles, siempre fieles a la Iglesia y a Vuestra Santidad, que es nuestro
Padre, nuestro Dulce Cristo en la tierra. ¡GRACIAS, SANTO PADRE, GRACIAS!”
¿Qué será ver a
Jesucristo –nos preguntábamos todas–,
pues así de llenas nos sentíamos después de haber visto a su Vicario? Fue un
gran consuelo para nosotras poder sentir que estuvo y se fue, muy contento, y
de lo que no hay duda es de que, el hecho de poderle ver y estar con él, fue
una de las gracias más grandes que hemos recibido.
Llegadas a este
punto de la carta de edificación, quisiéramos saber expresar las virtudes que
hemos visto practicar a la M. Magdalena,
aunque somos conscientes de que nos quedaremos cortas.
Como Priora,
pudimos encontrar en ella todas las hermanas una verdadera Madre, locamente
enamorada de Jesucristo y estimulaba a la entrega sin límites. Nos cuenta una
de sus hijas:
“Un día de mis
primeros «fregados» de claustros, estábamos en el claustro del sol, ladrillo y
cuchillo en mano, con cepillo de raíces, quitando el cemento que estaba pegado…
Todas como solemos hacer, sin perder un segundo, encantadas… yo, a mis 15 abriles, estaba feliz y divertida con el
fregoteo, y mi asombro fue cuando apareció ella (era por la tarde en verano),
con las tacitas de la provisoría, galletas y una jarra de agua de limón; era lo
que nunca pude imaginar en el Carmelo. Me cautivó lo normal que era y cómo en
medio de la austeridad, trabajo y cansancio, sabía dar ese alivio, y pensé: ¡qué
maravilla es esto! y ¡qué encanto nuestra Madre! ¡Qué bueno es Dios!”
Vivió deseosa de
hacer felices a sus hijas. Su gran humildad la hacía audaz. En una ocasión en
que se olvidó de pedir una bendición de Su Santidad con ocasión de las Bodas de
Oro de una hermana, por no dejarla sin ella, unos quince días antes de la
fiesta, llamó por teléfono a su secretario particular, debido a la amistad que
nos unía. Don Stanislaw Dziwisz cogió el teléfono, y al comprobar que era
nuestra Madre, le dijo que esperara un momento, y le pasó la llamada al Santo
Padre. Imposible poder describir el gozo inmenso que sintió cuando oyó su voz
que le decía con su acento inconfundible: “Madre…” En ese mismo momento le dio
la bendición… Así era nuestra Madre.
En cuanto se
enteraba de alguna necesidad de la Iglesia, se la veía delante de la Virgen de
La Clemencia, rogándole que Ella se la presentase a su Hijo, al mismo tiempo
que nos estimulaba a todas a sacrificarnos sin cesar por esa intención.
A esta dulcísima
Madre, que tantas maravillas hacía entre nosotras, la M. Magdalena la amó con
locura, y así dejó el coro alto de la iglesia, donde se venera su imagen, hecho
un primor.
Nos llevaba
incesantemente a esta Señora, sabiendo que “el camino inmaculado de María” es
el mejor para llegar cuanto antes al Corazón de Cristo. Así lo expresaba a sus
hijas:
“Para amar al
Señor, mire a la Virgen, que lo que Ella hace es lo que más le gusta a su Hijo.
Las armas de la Virgen son el amor y el recogimiento. Viva hacia adentro como
Ella, y así se llenará de humildad y le agradará a Él. Pregúntele: ¿qué quieres
que haga Madre mía? y eso póngalo en práctica”.
“Desde que
amanezca, V.C. agárrese de la mano de la Virgen y que Ella le enseñe a decir
«Fiat» con todas sus consecuencias. Ese «Fiat» la llevará al Amor que siempre
la espera”.
Nos enseñaba con
su ejemplo, con sus palabras, con sus oraciones, con todo su ser, cómo debía
ser una carmelita de cuerpo entero. Exigía con firmeza y a la vez con suavidad.
Siempre en Dios, enamorada y pendiente de Él.
Muy desprendida
de los afectos de la tierra, si veía algún apego en nuestro corazón nos decía:
“Hija, eso no es de monjas”. Nos quería
libres, para volar sin ataduras al Corazón de Cristo, para entregarnos por
completo por la salvación de las almas. Así nos formaba, con palabras como
éstas:
“¿No tiene
necesidad de Él?, pues no piense en sí misma sino en Él. No quiera quedar bien,
si no es para tenerle contento a Él. No quiera conseguir nada que no sea el
amor de Él. Cuando haga las cosas piense: “Las haré por Él”, y así su vida será
la Suya. ¿Y qué más puede desear? Pídaselo y déjese hacer”.
Más tarde, ya al
final de su vida, su corazón estaba tan transformado en el Señor que sólo
desbordaba ternura a su alrededor.
Era muy humilde,
prudente y con el raro don de saber respetar profundamente a cada alma y la
obra que la gracia de Dios iba haciendo en ella, sin forzarla nunca.
Sabía dar esa
nueva oportunidad que dejaba el alma de su hija toda esponjada, y con más ánimo
y más fervor para seguir entregándoselo todo al Señor, sin miedo a verse en el
suelo. No dejaba pasar la oportunidad de llenarnos de consuelo con unas
letritas como éstas:
“Hija mía, ¡está
más contento hoy Cristo nuestro Bien…! ¿A que V.C. también se siente como más
ligera y con deseos verdaderos de buscarle a Él por sus caminos y no por los de
V.C.? ¡Qué bueno es este Señor nuestro del alma y cómo se deshace en cuanto ve
un poquito de humildad! No deje de darle gracias. Su pobre Madre que la quiere
muy santa”.
Su tiempo era
para los demás, y así lo daba con sencillez, desprendimiento y olvido de sí. Si
veía a alguna hija suya preocupada o triste, no paraba hasta dejarla llena de
alegría y de paz. Para ello no escatimaba sacrificios.
“Viva con
alegría en su cara, que no le gustan a Él los santos tristes, y deshágase por
sus hermanas”.
“Estoy encantada
de que empiece a ser madura en el penar un poco por Cristo. ¡Viva nuestro Rey
que así la ama!”.
Veíamos en ella
un vivo reflejo del Corazón del Señor. Disculpaba y olvidaba totalmente
nuestros fallos, no teniéndolos en cuenta. Y así quería que viviéramos
nosotras:
“Mire su Corazón
para que sepa amar con comprensión”.
Si había
vocación de Dios, sabía esperar con paciencia ilimitada, segura de que la
gracia de Dios triunfaría, sin pararse nunca en las dificultades ni en los
defectos que pudiera ver en nosotras.
Estaba atenta y
pendiente de todas nuestras necesidades de alma y cuerpo. Cuando hablábamos con
ella se interesaba por todo lo nuestro con gran amor: la salud, la familia, la
oración, el trato con las hermanas… dejándonos llenas de consuelo y ayudándonos
siempre.
Se volcaba y se
desvivía por las familias de todas, teniendo con ellas continuos detalles de
verdadero amor. Si alguna hermana tenía algún problema familiar, lo hacía suyo
inmediatamente y procuraba ayudar lo más que podía, incluso económicamente si
estaba en su mano, y la acompañaba para rezar con los brazos en cruz ante la
Virgen de La Clemencia, estimulándola a que lo viviera con espíritu
sobrenatural, con mucho amor y confianza. Igual era con las familias que
ayudaban en el Monasterio: espléndida, detallista, sacrificada.
Sabía contagiar
su profundísimo amor a nuestra Sagrada Orden y a nuestros Padres. Quería con
locura a “su Madruca”, Santa Maravillas, y a todos nuestros conventos, inculcándonos que no perdiéramos nunca la unión de
corazones entre todos; unión que tantos beneficios ha supuesto para todas.
Supo ser
trasmisora fiel de la herencia teresiana en los momentos difíciles de la
adaptación de nuestras Constituciones. Siempre fiel a lo que veía que Dios y el
espíritu de la Santa Madre le pedían. Deseaba ser carmelita según ella nos
pinta en sus deseos y así soñaba que fuéramos sus hijas.
Carmelita cabal,
muy clarividente, observante y amante de hasta el más pequeño detalle de nuestra
preciosa vida, vivido con inmenso amor. Para ella todo era importante, porque
todo era amor y un medio para crecer en el amor. Nos decía muchas veces:
“Hijas, sean menudas”, sabiendo ella misma serlo, recogiendo como polvo de oro
fino esas menudencias que hacen de la descalza fiel, una filigrana de santidad
a lo Teresita.
“Aprovéchese
hasta de lo más pequeño, que eso ya no vuelve, y quedan los efectos para
agradar a Cristo y santificar su alma. Mírele mucho a Él y no a V.C.”
Llamaba mucho la
atención su exquisito cuidado con la puntualidad. Volaba a los actos de
Comunidad con gran diligencia, con contagioso fervor, amando de corazón todo lo
que era del servicio de Dios. Y así deseaba que viviéramos todas, como
imantadas del Corazón de Cristo y del deseo de agradarle.
Todo lo
trascendía, aunque fuese la cosa más vulgar e insignificante, dejando traslucir
su gran vida interior. Siempre tenía un: “¡Alto! ¡A vida eterna!” a flor de
labios. Si veía a una hermana barriendo una escalera le decía: “Ponga amor donde
no hay amor y sacará amor”. O solamente tres palabras, que dejaban a su hija
“tocada”: “¿Con mucho amor?”
Sus palabras
pegaban fuego, el fuego que a ella la devoraba por dentro y que nos hacía a sus
hijas arder en el amor de Dios.
“Ya ve cómo la
está buscando el Señor, dándole sin medida. ¡¡No sabe ya qué hacer para que nos
entreguemos de verdad!! Acabe de olvidarse de sí, y con madurez. Vaya a Él por
medio de las hermanas… Y no se canse de tratarle con cariño…”
“Sí, hija mía,
ya verá cómo, si le deja al Señor, Él lo hará en V.C., para que sea sencilla,
natural, humilde de corazón, no queriendo ser el centro, sino la sombra de
Cristo. Mucha humildad hija mía, que es la base de la santidad y de la
intimidad con Cristo”.
En otra ocasión
aconseja: “No se recree nada más que en aquello que es Dios sólo, y la
mansedumbre será el fruto de este recreo, ¿qué más puede desear?”
Terminando
siempre con su secreto: “Una sola cosa es necesaria: amar al Señor con locura,
esa es nuestra misión y meta en esta vida…”
Entre sus
apuntes nos hemos encontrado tesoros, su corazón latiendo en cada línea. Como
éste que escribió en un sobre vuelto por ella, y que está fechado el 2 de
febrero de 1983. Dice así:
“Hijas mías:
No sé si el
Señor me llevará enseguida. Sólo quiero que sean muy humildes y se amen de
corazón, con esos primores de caridad que tanto le gustaban a nuestra Madruca
del alma.
Sepan siempre
disculpar las miseriucas de sus hermanas, que sólo desean quitarlas, a fuerza
de caídas, para volar a Cristo llenas de su pobre amor. Enamórense cada día más
de Él. ¿Qué será verle? ¿Mirarle? ¿Y ser miradas por esos ojos, los Suyos?
Si me lleva
pronto, es que aceptó lo que le ofrecí en enero del 81 –en esta fecha sufrió un
amago de infarto–. ¡Será demasiado bueno para mí! Voy vacía de verdad, pero
tengo a la Virgen dispuesta a cubrir mi nada y presentarme Ella, como se lo
prometió nuestra Clemencia a la Santa Madre.
Encomiéndenme
muchísimo, para que Él se apiade de mí y me dé lo que no tengo y deseo con toda
el alma, su Amor, con todo lo que esto encierra. Voy a obedecer acostándome.
Miren esta
estrellita, lo que pone. Al dar la vuelta al papel la veo y es como la
contestación a mi nada: que Él es para todos y para mí.
Las quiere con
toda el alma y las pide perdón por tanto daño, como involuntariamente les he
hecho.
Su pobre Madre”.
“¿Qué será
verle?” ¡Cuántas veces le hemos oído decir estas palabras! Sí, su corazón ardía
en deseos de ver a Cristo su Amor, como ella lo llamaba, pero somos testigos de
que también lo veía a cada instante en cada una de sus hijas, en cada alma que
trataba. Todas nos sentíamos junto a ella la hija única. Todas hemos pasado por
sus manos y hemos recibido mucho de ella, porque fue una Madre que pasó
haciendo el bien.
Con este aviso:
“Leerlo todos los días, si me es posible”, había escrito:
“Gran fidelidad
interior y exterior, presencia ininterrumpida que sea oración viviente, caridad
delicadísima en el trato, saber disculpar, no hacer comentarios, sonreír y
mucha suavidad”.
Era obsesión
santa lo que tenía por vivir las delicadezas de la caridad, especialmente
disculpando siempre, viendo la parte positiva de las hermanas, de todas las
almas que trataba:
“Negarme en
todo, ver siempre la parte buena en las hermanas, presencia continua de mi Rey
del alma, que le ansío y necesito y no puedo vivir sin Él.
Sonreír y darme
en caridad sólida a todas siempre, haciendo agradable y feliz la vida de
Comunidad. Todo con la ayuda de mi Dueño y Señor del alma”.
No nos cabe duda
de que su secreto para practicar así la virtud era su gran vida interior, su
locura de amor a Dios, sus deseos vehementes de intimar más y más con Él. Ella
lo expresa preciosamente en estas conmovedoras líneas:
“Hazme
profundizar en tus misterios (Santísima Trinidad), en tu hermosura, en tu Amor.
Que te conozca más y mejor, si es que me consideras capaz de ello. No quiero
más que lo que Tú quieras. Pero amarte con locura, sin medida. ¡Sacia mi ansia
y necesidad! Creo ha llegado el momento de intimar los dos ¿verdad? ¿Verdad que
lo quieres Tú también? Haz que me meta en Ti y que no salga jamás. ¡¡Te
necesito tanto!!”
También escribe
en sus apuntes sus deseos de humildad:
“Veo clarísimo
que no debo nunca decir nada que pueda ser algo de alabanza propia, en hechos,
dichos o cosas espirituales; en nada que quede yo bien. Alguna vez me excuso a
mí misma por dentro y no es más que falta de humildad. Y exteriormente tratar
de no disculparme nunca”.
Y así, como
fruto de estas virtudes tan sólidas, hizo mucho bien a las almas, en especial
ayudó de manera extraordinaria a una persona que se encontraba en una situación
grave a volver a la vida de gracia.
Tenía un carisma
especial y unas intuiciones extraordinarias. Sabía llegar al fondo de las
cosas, con una naturalidad impresionante, y cuando veía que una cosa era de
mayor gloria de Dios, no había quien detuviera su vuelo.
Así el 16 de
agosto de 1991, no dudó en enviar al Escorial a tres de sus hijas, para
reforzar esta Comunidad tan necesitada de ayuda en esos momentos.
Esta decisión le
costó sangre del corazón. Ella sabía bien de estos sacrificios que tanto
agradan al Señor; había experimentado, y más de una vez, estos desgarrones… y
ahora no serían precisamente de los más pequeños. Y el Señor bendijo su
generosidad con abundantes frutos, que llenaron su alma de inmensa alegría.
En estos casos,
repetía esa frase de Santa María Micaela del Santísimo Sacramento que tanto le
gustaba: “Señor, si Tú estás contento yo me vuelvo loca”.
Su virtud estaba
llena de sencillez y naturalidad; virtud que era una sola cosa con ella, que
empapaba todo su ser.
Era muy graciosa
en toda su persona, en sus gestos, palabras, miradas y ademanes, haciendo
amable la virtud. Siempre con mucha vida, espontaneidad y transparencia, con el
encanto indefinible de saber poner un sello muy especial, que hacía la vida
agradable a los demás.
Además de Priora
era también Maestra de Novicias. Los días que iba al santo noviciado, era una
fiesta para nosotras, sus novicias; un
verdadero regalo. Su fervor era contagioso y su entusiasmo radiante, poniéndonos
a la vez un listón muy alto que avivaba más y más los deseos de santidad.
Su predilección
por ellas era conocida de todas; las quería con locura y le encantaba ver el
noviciado lleno y a las novicias muy alegres, expresivas y amantes de nuestra
vida y de nuestros Santos Padres. No tenía límites su deseo de ayudarlas. Les
decía muchas veces: “Sean muy obedientes hijas…”
Les escribía “su
Mes de Mayo” con virtudes para practicar cada día, componía Triduos en fiestas
especialmente entrañables para enfervorizarlas, y colocaba sus papelitos en la
celdilla con el fin de hacerles bien y llevarlas al Señor. Así preparó un
precioso Triduo como preparación al aniversario de la merced del Matrimonio
Espiritual de la Santa Madre, y otro para la fiesta de Santa Teresita. Los
papelitos de estos Triduos eran como ella, pura llama:
“¡¡Oh
noviciucas!!, ¡¡hijas y hermanas mías!! preguntémonos cada una: ¿me acuerdo
siempre del Amado?, ¿le amo y procuro verle y contentarle siempre a Él? ¡Cuanto
más le tratemos más intimidad y deleite en el corazón tendremos! ¡¡Vamos a
quererle mucho!!”
Deseó
ardientemente que no perdiéramos nunca nuestro “aire de familia”, y ese estilo
de humildad profunda y modestia sencilla que nuestra Madre Maravillas supo
imprimir como sello en sus conventos, siguiendo el legado precioso de nuestra
Santa Madre. Así escribía a una de sus novicias:
“No se desanime,
pues la humildad según va creciendo en el alma la pondrá en total vacío de sí,
y en el vacío ¿qué se ve? nada, pero ¡cuando Él empieza a llenar…!”
No le gustaba
que –como decía nuestra Madre Maravillas– fuéramos “personitas”, que
quisiéramos “ser” algo, que tuviéramos “pretensiones”, fuera de la de amar a
Dios con locura. Nos quería muy dóciles, muy flexibles, huyendo del “juicio
propio”, sin pretender nunca imponerlo a las demás, pues –nos decía– en ello
había un peligro muy grande de estancarse en la vida espiritual. Le encantaba,
por el contrario, que quisiéramos desaparecer, que nos perdiéramos en el
ambiente, o mejor en su Corazón, para que sólo Él apareciera en nosotras, y así
ser fecundas para la salvación de las almas y sobre todo para la santificación
de los sacerdotes. Así escribía:
“Sí, hija mía,
la humildad da paz, suavidad, confianza, optimismo, viéndose nada pero
pudiéndolo todo con Él. Tenga la seguridad de no equivocarse si no hace su
propia voluntad, ya que el humilde no se cree capaz de nada propio y, por lo
tanto, todo lo espera de Él”.
Nos estimulaba a
ser “ladronas de oficios de humildad”, a enamorarnos de ser de verdad las
últimas, y esto por amor a Cristo nuestro Bien que, por amor a nosotros, “se
dignó escoger para Sí este último lugar”. Quería de todo corazón que voláramos
por las sendas de la caridad, que nos sacrificáramos unas por otras con
verdadero amor. Así aconsejaba:
“Sonría siempre,
y con eso la mansedumbre le saldrá sin sentirla. ¿No merece la pena por nuestro
Rey ese sonreír a las hermanas, que es sonreírle a Él? ¡Manos a la obra!”
Sus consejos
iban derechos a los corazones, consolando unas veces, estimulando otras, corrigiendo
si era necesario… pero todo con mucho amor.
“Acuérdese de
dejarle su corazón metido en el Sagrario, con Él. Y en cuanto haga mañana
mírele con su mejor sonrisa llena de agradecimiento y coja su corazón cargado
del amor que Él le ha metido. Y reparta a todas las almas, que lo esperan de
V.C.”
Nos estimulaba a
vivir los tiempos litúrgicos fuertes con fervor, con solidez y profundidad,
sabiendo que –como decía el Papa León XIII–, las gracias que se reciben en el
alma van en proporción directa con las disposiciones de cada una. Así escribió
a una novicia en vísperas del Domingo de Ramos:
“Empiece a
preparar esta tarde el ramo para ir a Jerusalén mañana, que Cristo la espera…
Ya sabe lo que a Él le gustan las florecillas de renuncias, de sonreír siempre.
El pensamiento en Él todos los días, que está muy solo mi Rey. Todo aquello que
se nos presente, hecho con amor inmenso, que si se lo encarga a la Virgen, Ella
le dará el valor a sus pobres flores. Ámele mucho que se lo debe”.
Y en vísperas
del Domingo de Resurrección escribía:
“Cuanto más le
ame, más se deja Él amar. Madrugue con su corazón para salir a su encuentro, y
sea la primera en besarle los pies. Que gusta de esas muestras de amor su Rey”.
El día 7 de mayo
de 1992 dejó de ser Priora, después de 38 años siéndolo ininterrumpidamente.
Fue durante un trienio Supriora, y Maestra de novicias hasta el año 2000.
A partir de aquí
avanzó a pasos de gigante por el camino de la santidad, hasta llegar a ser,
verdaderamente, el vivo reflejo de la Bondad y Dulzura de Dios.
Fue testigo en
el proceso de Canonización de nuestra Madre Maravillas. Vibró muchísimo con su
beatificación el 10 de mayo de 1998, día que coincidió con la fiesta de San
Juan de Ávila al que ella tanto veneraba. Se sintió feliz de que las familias
que trabajaban en el Monasterio pudieran ir a Roma representándonos a nosotras.
Igualmente su gozo fue indescriptible al saber la fecha de la Canonización de
“su Madruca”, el 4 de mayo de 2003 en Madrid.
Su espíritu de
fe y sumisión con respecto a mí, que había sido su novicia, era edificante.
Jamás hacía nada sin licencia; solía decir: “Hay que decírselo a nuestra
Madre”, o: “¿Lo sabe nuestra Madre?”, “hay que preguntarle si le parece bien”.
Ella sabía muy
bien que, para mí, el hecho de verla era la mayor alegría, y así venía todos
los días a verme acompañada de la enfermera. Yo le decía que era mi
“quitapenas”, lo que la llenaba de felicidad.
Dibujaba
preciosamente y lo hizo hasta muy mayor, admirablemente y con gran abnegación.
Amantísima de la santa pobreza, estuvo dándole la vuelta a los sobres para
aprovechar el papel hasta el final, sabiendo cuánto agradan al Señor estos
primores en las virtudes pequeñas.
Fue al barrido
de Comunidad y a Laudes hasta ser ya muy mayor, y por las mañanas era la primera
en llegar al coro.
Su amor, su
fervor, su deseo de ayudar… eran admirables, como lo demuestran estas líneas
que escribió a los 90 años, y que conmueven el corazón:
“El día que
operaron a la hermana N. de los ojos, se fue a Madrid con nuestra Madre a las ocho
de la mañana. Yo confundí la hora en el reloj nuestro. Me quería levantar
temprano para ayudar a mi Madre del alma, y confundí las manillas y por tanto
las horas. Me levanté corriendo, cuando me desperté y vi la hora. Me arreglé
para poder ayudar a nuestra Madre. Cuando me di cuenta, eran las cuatro y
media, y claro, me sobraba tiempo. Bueno, ayudé como lo deseaba. Fuimos al coro
ellas dos y yo. Comulgaron a las ocho, y yo… dormida profundamente. Cuando me
desperté, me di cuenta de que ya habían comulgado. Me entró una pena tan
horrible de que hubiera estado allí Cristo, mi Amor, comulgado, y yo… sentada y
como si nada pasase. Fue una pena horrible y lloré”.
Así era esta
Madre, toda ternura para su Cristo, toda delicadeza para sus hijas. “Hay que
entregarse del todo a los demás para tener intimidad con el Señor” –nos decía–.
Cuando vivía en
la celda baja de la enfermería, al enterarse de que una hermana joven se había
hecho un esguince, inmediatamente fue a buscarme para decirme que ella
encantada le daba su celda, para que no tuviera que subir escaleras. Así era en
todo, siempre olvidada de sí y volcada en las demás. Sólo deseaba, anhelaba
vehementemente, vencerse, sacrificarse, y por ello luchó y se esforzó hasta su
último aliento. Aunque al final, el Señor se lo regaló tan sobreabundantemente,
que todas somos testigos de que ya no se esforzaba; la santidad que desbordaba
su alma le salía por todos los poros de su ser, como un don de Dios, al que
ella tan íntimamente había amado siempre. Así escribe en sus apuntes:
“Vencimiento del
natural que debo hacer:
Siento necesidad
verdadera de cambiar del todo mi natural, que todo lo «natural», «humano», sea
con bondad. Que mi interior esté lleno de paz, gozo, bondad, dulzura, suavidad,
abnegación, olvido propio, ansias y necesidad inmensa de amar a mi Rey y Señor
y volverme loca por Él. Y si mi interior está así, el exterior y trato con los
que vivo, será como debe ser y un recreo para Jesús”.
Hacía sus
exámenes con gran espontaneidad y amor, con mucha intimidad con su Señor.
Cuando se confesaba, se le llenaban los ojos de lágrimas y repetía: “¡Cuánto
deseo amar más y más al Señor!”. Escribe en uno de sus papelitos:
“He hecho poco
bien el examen de todos los días; cada día apuntaba, y eso me hacía mucho bien:
apuntar mis faltas para la unión con Cristo, que es lo más importante en
nuestra vida, y además comprendo que he de suplir estas faltas. No sé si son
mis noventa años que no me ayudan”.
La recordamos
muy silenciosa siempre, no hablando nunca en los sitios en que no debemos
hacerlo, estimando mucho ese hablar en tono bajo, que tanto ayuda a conservar
el ambiente de oración y recogimiento que debe reinar entre nosotras. Ella
apuntaba con gran fidelidad sus pequeñas faltas de silencio:
“Poca fidelidad,
dando algún recado de palabra a las hermanas, en lugar de hacerlo por escrito,
como lo tenemos enseñado. En alguna ocasión he dicho algo que no era necesario
en aquel momento. Tener cuidado con la presencia de mi Señor del alma, que
estoy algún rato sin tenerla ¡y me da una pena luego!”
Le gustaba
hacerlo todo con mucha perfección, como para el Señor, desde la cosa más
insignificante hasta las ceremonias del coro. Todo bien hecho, con mucha
conciencia de lo que estaba haciendo, con mucho amor. Impresionaba ver cómo hacía
la genuflexión, siendo tan mayor; sabía por qué la hacía y a Quién se la hacía.
Cuando se rompió
la cadera, a los 92 años, tuvo que ingresar en el hospital. Era la primera vez
en su vida que lo hacía, y tuvo que estar una semana sin moverse. Podemos decir
que robó los corazones de todos los que la trataron.
Se ganó el
cariño no sólo de las enfermeras y de todo el personal del hospital, sino
también de las personas que estaban en esa planta acompañando a sus familiares.
Solían entrar en la habitación diciendo: “Hermana, venimos sólo unos segundos
para ver la sonrisa de la Madre”.
El día que le
dieron el alta, la llevábamos en silla de ruedas y emocionaba ver que, a medida
que pasábamos por el pasillo, todos iban saliendo de las habitaciones y
comentaban: “Que se va la Madre”. Ella correspondía con grandísimo cariño,
diciéndoles adiós con la mano.
Ya en casa,
velándola, tenía detalles preciosos. Antes de dormir decía completamente
convencida: “Hija, si necesita algo esta noche, ya sabe, me llama…” Durante
todo este tiempo de su recuperación, nunca la oímos quejarse, ni pedir un
calmante, ni decir si le dolía; su sonrisa nos hizo creer a todas que no tenía
ninguna molestia. Pero al preguntarle más tarde si le dolía, respondió
sencillamente: “Hija, es lo natural”.
No pedía nada.
Si, por ejemplo olvidaba su bastón, inmediatamente hacía ademán de ir a
buscarlo; si se le caía, de cogerlo; siempre con una actitud muy humilde.
No se sentía
dispensada de nada por su edad. Así, un día pasando por el jardín le dijo a la
enfermera: “Esto habría que barrerlo. Es culpa mía, que ayer me di cuenta y no
lo he barrido”. Creyendo de todo corazón que a pesar de ser tan mayor debía
hacerlo.
Cuando le
agradecíamos lo mucho que había hecho por el Monasterio, nos decía con una modestia
encantadora: “Todo lo ha hecho el Señor”, como si se tratase de otra persona,
sin sombra de vanidad, sin que el más ligero velo empañara su humildad.
Cuando le
decíamos: “Madre, ¿por qué va al Capítulo, si sabe que nuestra Madre no quiere
que diga culpas?”, ella contestaba: “Voy al Capítulo para aprender”.
Cuando la
enfermera le preguntaba qué iba a hacer, ella siempre contestaba: “Lo que les
convenga. Como lo vean mejor. Hagan conmigo lo que tengan que hacer”.
Fue muy
agradecida. El Señor le concedió este don, que vimos brillar en ella de manera
singular en los últimos años de su vida.
Sentía que el
amor de Dios y el de todas nosotras la envolvía. Solía decir que se le
ensanchaba el corazón de ver tanto amor y unión entre todas.
Una vez que una hermana
le dijo que era el tesoro de la Comunidad, contestó: “Si yo soy el tesoro de la
Comunidad, la verdad es que son muy pobres”.
Su sonrisa era
constante, desde el mismo instante en que se despertaba. La enfermera se
quedaba asombrada y pensaba qué sería para el Señor. Podemos decir que vivió el
apostolado de la sonrisa.
Vivía como si el
Señor hubiera quitado el sufrimiento de su vida, y ahora ya sólo quedase el
“Gocémonos Amado...” Era extraordinario su regocijo espiritual, que llegaba a
ser verdadero júbilo interior y exterior. Se pasaba el día tarareando sus
amores a su Rey. Su alegría era contagiosa, pues era a la vez muy comunicativa
y sociable, llena de vida, a pesar de ser tan mayor. Nos decía: “Estoy
chifladita por Jesús”, y así vivía, para hacer feliz a su Jesús y a todas.
Verdaderamente reflejaba lo que nuestro Santo Padre dice tan preciosamente en
“Llama de Amor Viva”:
“En este estado
de vida tan perfecta, siente el alma interior y exteriormente un júbilo de Dios
grande, como un cantar nuevo, siempre nuevo, envuelto en alegría y amor, en
conocimiento de su feliz estado”.
Era el alma y
vida de nuestras recreaciones, amenizándolas como sabía que nos gustaba, aunque
estuviera muy cansada, cosa que sabíamos si le preguntábamos, nunca porque ella
lo dijera o lo dejara traslucir. Era impresionante lo mucho que llenaba este
acto de Comunidad. Cuando le decíamos que veíamos que la recreación le daba la
vida, contestaba humildemente: “Hija, como es parte de nuestra vida, tiene que
darme la vida; así lo quiere el Señor”.
Mención aparte
merece su amor a la Eucaristía y a la Sagrada Comunión. Era locura por Jesús
Sacramentado. Había que verla comulgar para poderlo comprender. Ahora comprendemos
el fruto de los largos ratos pasados los domingos junto al Sagrario de sus
amores.
Desde que se
rompió la cadera, le llevaba la Comunión en el coro, pues me daba miedo que se
cayera al bajar el escalón del comulgatorio, y fui testigo de las escenas más
conmovedoras que se puedan contar, de esas florecillas eucarísticas que tanto
consuelan el Corazón de Cristo.
Siempre lloraba
al recibir al Señor, eran lágrimas abundantes y diarias, que delataban
claramente cómo su Dios se le daba de manera inefable. Cuando le preguntábamos
nos decía: “Hijas, ¿qué será verle?” Después de comulgar se quedaba muy
recogida. Leyendo sus apuntes, vemos cómo ella siempre se esforzó en prepararse
con delicadeza exquisita para el encuentro con el Señor.
“Desde que me
levanto, no siempre tengo el pensamiento en mi Rey, ni hago interiormente todos
los actos de amor para recibirle, como tanto lo deseo hacer, y para amarle
mejor y con más ternura y amor. Y al darme cuenta al leer a Santa María
Magdalena de Pazzi, ¡me entró una pena…! que espero me mueva a serle muy fiel
en esto y en todo. A ella le gustaba decirle: «¡Qué utilidad tiene tu sangre,
oh mi Dios, al alma que antes de recibirte sacramentado piensa que has padecido
tanto y que has muerto y resucitado por ella!»
¡¡Qué presencia del Señor!!”
“Con el
pensamiento y sentimiento que le dio mi Rey a Santa María Magdalena de Pazzi
sobre la Comunión, Señor ayúdame. Que al despertarme por las mañanas piense lo
antes posible (para hacer la realidad que Él desea), que vas a entrar en mí
(primera acción de amor Tuyo). Tu Sangre y tu Carne han sufrido duramente por
mí, por amor a nosotros. Gracias Rey mío del alma, por tanto amor como nos
das”.
Son innumerables
sus gestos de amor a la Eucaristía, su ternura siempre creciente hacia este
Sacramento de Amor.
Siendo muy
mayor, cuando la llevábamos al coro y le decíamos que se sentase, ella
contestaba: “Hija, déjeme que me ponga de rodillas para saludar al Señor”.
Un primer
viernes, teniendo el Santísimo expuesto, se fue a su vela. La hermana que la
acompañaba le dijo que se sentase. Pero ella, al enterarse de que su turno era
de media hora, contestó sin titubear: “¿Es media hora?, entonces puedo estar de
rodillas”. Y permaneció así la media hora. Tenía 80 años.
Un día que
estaba expuesto el Santísimo, estaba tan enardecida, que justo antes de que las
hermanas empezaran a cantar les dijo: “Hijas mías, ¿no cantarían: «Señor, Tú
sabes que te amo?»”. No hace falta decir, que lo hicimos y llenas de emoción.
Cuando teníamos
expuesto al Señor durante la noche, solía preguntar a la enfermera: “¿A qué
hora tengo la vela esta noche?”, pareciéndole, a pesar de su avanzada edad, que
podía hacerlo.
Estando un día
en un turno de vela, fueron a avisarla para decirle que una familia deseaba
verla en el locutorio. Ella con su viveza natural contestó enseguida: “Hija
mía, ¿cómo voy a dejar solo al Señor?”, aunque inmediatamente dijo después:
“Pero haré lo que nuestra Madre diga”.
No se nos puede
olvidar un Martes Santo que teníamos el Sagrario abierto, pues la sacristana lo
había estado limpiando. Al llegar a la oración y verlo abierto, no
comprendiendo lo que había pasado, se la oía decir bajito: “Jesús mío,
perdóname, ¿te has ido por mi culpa?”, todo dicho con tal sentimiento, con tal
familiaridad con el Señor, que nos emocionó a todas.
En Navidad era
un desbordamiento de ternura con el Niño que conmovía. Cuando lo tenía en su
celda, pedía licencia para velarlo toda la noche, tan grande era la necesidad
que tenía de estarse junto a Él.
Una vez le
pregunté qué le decía al Señor en la oración y me contestó sin vacilar: “No le
digo: le miro y le amo”.
Cuando hacía la
oración en su celda se la oía decir: “Jesús te quiero, soy toda tuya. Señor
pídeme lo que quieras y dame las fuerzas para ello. Quítame, exígeme, pero
hazme santa”.
Siempre que
pasaba por delante de la celda de la Santa Madre rezaba la antífona: “Santa
Madre Teresa: mira desde el Cielo, cuida y santifica esta viña que tu diestra
plantó”.
Ha sido de gran
edificación para todas verla al final de su vida, siendo tan mayor, siempre
igual y en un ser, irradiando dulzura y con un candor celestial.
Nos hemos
encontrado un papel suyo que escribió una noche que se sintió mal:
“Madre mía del
alma, Madres y hermanicas de mi corazón:
Si el Señor
quisiera llevarme esta noche…, pidan por mí, para que mis deseos de verle con
todo mi pobre amor sean una realidad. Porque Él cambiará mi pobreza en lo que
necesito y ansío, para vivir muy juntica a Él. No he deseado en mi vida más que
amarle y todo hacerlo por Él… Pero como soy tan pobre, todo lo que me falta, Él
me lo dará, con las oraciones de mi amadísima Comunidad. Dios se lo pagará,
Madres del alma, y perdón, perdón, perdón por todo lo que las he desedificado,
queriendo hacer todo lo contrario, que es lo que espera y desea para mí este
Señor mío del alma y mi Madre y Suya bendita. Perdón, y que le amemos. Ya no
tengo fuerzas”.
Podríamos seguir
contando detalles preciosísimos de esta Madre amadísima y no terminaríamos,
aunque somos conscientes de que lo más grande de esta vida tan rica en santidad
sólo lo veremos en el Cielo. No nos resistimos a copiar algunos recuerdos de un
sacerdote a quien ella quería con verdadera predilección, porque la describe
admirablemente. Dice así:
“La Madre
Magdalena era una mujer especial que reunía un conjunto de cualidades que muy
raramente se encuentran en una sola persona. Era al mismo tiempo muy llana y
muy señora; muy grave y muy desenfadada; muy, muy espiritual, de una
sobrenaturalidad a flor de ojos y de labios, yo diría de un fervor
chisporroteante, y al mismo tiempo, poseía un sentido común, un realismo y una
naturalidad admirables. Esta mezcla es la que la hacía transmisora de eso que
ahora llaman «empatía». Su capacidad de escucha se sustentaba en su capacidad
de amar. Con ella te sentías comprendido porque te sentías querido. Es una de
las pocas personas que he conocido poseedora del difícil arte de poder decir
siempre lo que pensaba sin molestar jamás. Su arrolladora facilidad para las
relaciones humanas, su extraordinario don de gentes, eran fruto de su humildad,
y ésta de su verdad. Creo que éste era su secreto y ésta es su lección: vivió
siempre en la verdad. Por eso amó tanto, a Dios y a los hombres. En este mismo
sentido hay que notar su simpatiquísimo sentido del humor, jamás hiriente o
autosuficiente. Una ironía suya sonaba siempre a halago. Era muy cariñosa, muy
entrañable, toda corazón, pero jamás rozaba la zalamería, menos aún la
adulación. Su firmeza estaba siempre impregnada de ternura, de comprensión,
pero sin claudicaciones. En último término, lo que la hacía sufrir era siempre
lo que podía ofender a nuestro Señor. Valoraba todo desde la fe, y contagiaba
esta visión sobrenatural.
Siempre percibí
en ella su amor vivísimo a Jesucristo, «mi Cristo» le llamaba, y a veces me
hizo partícipe de sus coloquios con Él con una sencillez pasmosa. Esto, repito,
era en ella lo más fascinante: esa sencillez que, junto a un señorío natural e
inimitable, envolvía toda su persona. Me enseñó muchas cosas, pero no como
quien da lecciones, ni siquiera consejos. Siempre salías de su lado con deseos
de ser mejor, de amar más al Señor, a la Iglesia, al prójimo. Y siempre,
siempre contagiado de su alegría. No la encontré nunca triste, sólo le cambiaba
el semblante cuando se trataba de ofensas de Dios.
Era una mujer de
una gran inteligencia, de una profunda intuición; yo diría con una «vis
estimativa» fuera de lo común.
Sin embargo
sabía conjugar esto con las virtudes de la magnanimidad y la benignidad.
Era una mujer de
conciliación sin cesiones, de paz sin componendas. Quería la unidad, pero no a
costa de la fidelidad, tal como entendía que Dios y Santa Teresa se la pedían”.
Unos días antes
de que cumpliera 97 años, vino nuestro Vicario de religiosas a vernos. Entre
otras cosas nos dijo que se había ido al Cielo la decana de las religiosas de
la diócesis, y que por lo tanto, la M. Magdalena era ahora la nueva decana.
Nosotras,
felices con esta idea, como estábamos preparándole una gran fiesta para ese 9
de marzo, pensamos nombrarla “decana de Jesús”, y escribimos a nuestros
conventos, que ella tantísimo quería, para que pudieran participar de este día
que prometía ser muy especial, dedicado a una Madre muy especial.
Pero el Señor,
en sus amorosísimos designios, tenía dispuesto otra cosa, y quiso que
empezáramos a oír su dulce voz: “Que viene el Esposo…”
El día 6 de
marzo, debido a un catarro, tosía mucho. La tuvimos que acostar entre dos, pues
no se mantenía de pie.
Al día siguiente
la encontré mal y llamé enseguida a nuestro Capellán, D. Nicolás González, para
que le diera la Santa Unción. Ella estaba totalmente consciente. Él le dijo:
“Madre, está bajo la mirada de Dios”, a lo que ella asintió. Y cuando le
preguntó que si estaba contenta, respondió que muy contenta. Y en verdad su
alegría era tan grande que tanto nuestro Capellán como nosotras estábamos
emocionados.
Todas la
rodeábamos. Cuando una hermana le dijo que deseábamos que llegase hasta los
cien años, hizo un gesto gracioso muy suyo como diciendo: “¡Qué barbaridad!”
El día 8 de
marzo, nos sorprendió mucho verla desde primera hora radiante. Al darse cuenta
de que había una cama en su celda, preguntó qué significaba aquello. Al decirle
una hermana: “Es que nuestra Madre se ha quedado con V.R. esta noche”, no cabía
en sí de gozo y agradecimiento, exclamando sin cesar: “Pero, ¿qué es esto hijas
mías? ¡Qué preciosidad! ¡Se me ensancha el corazón!” Y repetía: “¡Qué
transformación ha hecho el Señor en mí!” Esta última frase nos dejó
sorprendidas, y nos hizo intuir que quizá el Señor le había concedido ver su
alma, y las maravillas que su gracia había obrado en ella.
La enfermera le
dijo: “Madre, nos cuesta mucho arrancar-nos de su lado”, a lo que ella
respondió: “Pues ánimo, hija, porque el Señor está cerca”.
Uno de estos
días a la hora de la recreación le preguntó la enfermera si necesitaba
acostarse. Ella contestó que sí se acostaría, pero que no le dijese a nuestra
Madre que necesitaba acostarse, sino que le preguntase sencillamente qué le
parecía debía hacer, y que fuera ella quien decidiera.
Como le costaba
muchísimo comer, le dijimos: “Madre, ¿no lo haría por los sacerdotes?”,
entonces, haciendo un gran esfuerzo tomó lo que le dábamos.
El día 9 de
marzo, día de su cumpleaños, lo celebramos mucho. Nuestros conventos se
volcaron con ella, derrochando muestras de amor. Ella disfrutó muchísimo con
todas las cartas, con los regalos, con tantos detalles de verdadera caridad.
Por la noche, en la recreación le dijo a la enfermera: “Yo creo que me voy a
morir”.
Ya en su celda,
le preguntamos si el Señor le había dicho algo y ella contestó que no. “¿Y la
Virgen?”, a lo que también dijo: “No”. Pero al preguntarle: “¿Y nuestro Padre
San José?”, entonces, con la cara iluminada contestó: “Sí, San José sí”. Era
completamente consciente, y repetía: “El Señor me llama”.
A partir de aquí
empezó a debilitarse cada vez más. Ya casi no abría los ojos. La lamparita ya
sólo quería lucir para su Dios. El médico nos dijo que sencillamente era una
velita que ya se iba apagando. Para nosotras sería impresionante verla unos
días después morir sin enfermedad, sin agonía, consumida y gastada por su Dios.
El Señor le
concedió la gracia de comulgar hasta el último día como era su deseo.
La llevábamos a
recreación, y allí, aunque las hermanas procuraban estimularla lo más posible,
ya no tenía fuerzas para más. A pesar de todo se esforzaba muchísimo y en
cuanto podía abría los ojos y nos saludaba con la mano, pues estaba totalmente
consciente. Le cantábamos los cantos que más le gustaban, y todavía tenía ánimo
para llevar el compás con el pie. Cuando le preguntaba que si le habían
gustado, asentía.
Hasta su último
suspiro estuvo pendiente de las demás. Cinco días antes de su muerte, en
recreación, se dio cuenta de que una hermana se encontraba mal. Se volvió hacia
mí para decirme que le veía mala cara. Luego se dirigió a ella y le preguntó:
“Hija, ¿se encuentra mal?”, quedándose muy preocupada. Efectivamente, tuvimos
que ingresar a esa hermana en el hospital, pidiéndonos el Señor el gran
sacrificio de no poder estar todas juntas en esos momentos tan importantes para
todas.
El 15 de marzo,
día de su preciosa muerte, amaneció muy apagada. Estaba tan débil que ya casi
no abría los ojos.
Enterado de la
situación de la Madre, a mediodía, llegó el
P. Miguel Ángel de la Madre de Dios, O.C.D., a quien ella tanto quería
desde novicio, para darle la bendición. Estuvo cariñosísimo, agradeciéndole
todo lo que había hecho por nuestra Sagrada Orden y por la Iglesia. Ella abrió los ojos y lo reconoció. Al
preguntarle el Padre si tenía paz y si estaba contenta, asintió con la cabeza,
siguiendo perfectamente lo que le decía.
A la una la
llevamos a recreación, pues estaba mucho más aliviada incorporada y deseaba
estar con la Comunidad; pero antes de que terminara me la llevé, pues comenzaba
a fatigarse.
Enseguida
tuvimos que dar las tablillas: la Madre se nos iba. Todas las hermanas volaron
a su celda, rodeándola con inmenso amor, como se acostumbra en estas Casas de
la Virgen. Ya nos parecía oír la voz del Esposo: “Levántate amada mía, paloma
mía, ven a Mí…” Nuestra emoción era muy grande: había llegado para ella el momento
supremo del Amor.
Entraron el P.
Miguel Ángel y el P. Juan Carlos Ortega para darle la última bendición. A ellos
se unió enseguida nuestro querido Capellán. Juntos cantamos la Salve y el
Credo.
¿Cómo expresar
nuestros sentimientos? Era jueves sacerdotal. Ella nos había enseñado a ofrecer
ese día por los sacerdotes…
Los Padres
salieron, y nos quedamos a solas con ella. Yo sentía en mi corazón que nuestro
Cristo vendría a buscarla en la Hora de la Misericordia y así rezamos la
coronilla, y le cantamos su canto
preferido: “Señor, Señor, Tú sabes que te amo”.
Estábamos todas
a su alrededor, cuando de repente, abrió los ojos y los fijó en un punto… Nos
quedamos sobrecogidas. El brillo y la luz que irradiaban esos ojos no eran de
este mundo. Era una mirada llena de vida, de luz y de amor. No es posible
poderlo describir con el pobre lenguaje de la tierra. Era como si el Cielo se
hubiera rasgado para ella. Resonaban en el corazón de cada una de nosotras esas
palabras que tantas veces le habíamos oído repetir: “Hijas, ¿qué será verle?”.
Le cantamos una copla, que parecía verdaderamente el dulce eco de lo que
estábamos viviendo:
“Yo tengo de ver
a Dios
un día no muy
lejano;
¿qué será verle
sin velos
y sin fin ya
contemplarlo?
Si Jesucristo es
toda mi vida
¿cómo podré
temer ya la partida?
Si muy grande es
mi miseria
mayor es su
misericordia;
si mis manos ve
vacías
Él pondrá en
ellas sus obras.
Un día por fin
le veré
¿cuándo ese día
llegará?,
un día le
contemplaré
y sus ojos Él en
mí pondrá.
¿Cuándo llegará
ese día feliz
en el que a
Jesús yo veré?
¿Cuándo llegará
ese día feliz
en el que en el
Cielo entraré?,
pronto llegará,
no puede faltar,
en que me vendrá Él a buscar.
¡Ya Jesucristo vendrá a buscarme!”
Entonces, volvió
su mirada hacia su izquierda y enseguida cerró los ojos en un ademán precioso
como de acurrucarse… no dudamos que en los brazos de su Cristo. Este gesto lo
hizo dos veces y se unió para siempre a ese Corazón tan Amante y tan Amado.
Nos parecía
estar reviviendo aquella preciosa página de las Fundaciones, en la que nuestra
Santa Madre cuenta la muerte de la Hna. Beatriz de la Encarnación:
“Con una paz muy
grande levantó los ojos, y se le puso una alegría de manera en el rostro, que
pareció como un resplandor, y ella estaba como quien mira a alguna cosa que la
da gran alegría, porque así se sonrió por dos veces. Todas las que estaban allí
y el mismo sacerdote, fue tan grande el gozo espiritual y alegría que
recibieron, que no saben decir más de que les parecía que estaban en el Cielo”.
Y así fue: en cuanto
esta amadísima Madre voló al Cielo, sentimos una alegría interior y una paz
indefinibles. Empezamos a sentirla dentro de nosotras mismas… No era el
consuelo de un recuerdo, sino de una presencia… Y así, la sentíamos más Madre
que nunca.
La bajamos al
coro. Enseguida se vio rodeada del amor de todos y de gran cantidad de flores.
Enterados de la noticia de su muerte, empezaron a llamar de todas partes. ¿Qué
tenía “esta pobre monja descalza”, como a ella le gustaba llamarse?
Agradecemos
mucho a nuestro Sr. Obispo, D. Jesús García Burillo, al que tanto queremos y al
que consideramos como un verdadero padre, el que viniera de Madrid la tarde
anterior –en cuanto supo la noticia–, para rezar ante la Madre.
Igualmente, le
estamos muy agradecidas a nuestro P. Provincial, Rvdo. P. Miguel Márquez,
O.C.D., por haber venido expresamente a Ávila para rezar con nosotras un
responso, ya que le iba a resultar
imposible asistir al funeral.
Al día
siguiente, el funeral fue presidido por nuestro Sr. Obispo. La homilía estuvo a
cargo de D. Nicolás, nuestro Capellán; en ella se transparentaba muy bien el
amor y veneración que siempre sintió hacia la Madre. No queremos dejar de
copiar un párrafo:
“M. Magdalena estuvo al frente de esta casa, como
Priora más de 25 años. Cumplió su oficio «procurando ser la menor de todas y
esclava suya, mirando cómo o por dónde las podía hacer placer y servir». Ha
gozado del cariño y la admiración de toda la Comunidad, que la ha tenido como
una santa en vida –y yo también–, un ejemplo en el arte de vivir y morir.
En M. Magdalena
veíamos todos una persona tocada interiormente por el espíritu de Dios, al que
había abierto de par en par su corazón, y tenía siempre su nombre en los
labios. Le damos gracias a Dios por los 46 años en que este monasterio ha
gozado del testimonio ejemplar de vida religiosa, y la dedicación constante de
M. Magdalena para hacer de esta casa un bellísimo santuario teresiano”.
Con el Sr.
Obispo concelebraron: el Rvdo. P. Francisco Brändle, Prior de nuestros Padres
de “la Santa”, con su Comunidad y varios Padres más de nuestra Sagrada Orden,
además de otros religiosos de varias Congregaciones y sacerdotes de Ávila y de
otras diócesis, en total treinta, venidos de todas partes. Tuvimos también dos
diáconos y una gran cantidad de seminaristas, los nuestros de Ávila y también
de Madrid y Valencia.
Además de su
familia, vino tanta gente a darle el último adiós aquí en la tierra, que
tuvimos que celebrar el funeral en la Iglesia, ya que en la Capilla de la
Transverberación hubiera sido imposible que cupiesen todos.
Quiso
entrañablemente a su familia, a la que encomendaba siempre en sus oraciones y
llevaba en su corazón. Asimismo amó con predilección a su Carmelo, al que
consideró siempre como su familia.
Al terminar la
Santa Misa, a pesar de haber estado lloviendo por la mañana, salió el sol y
pudo llegar hasta nuestro cementerio la gran comitiva. Emocionaba ver las
largas filas de sacerdotes y seminaristas caminando con sumo recogimiento y
cantando con verdadera devoción.
Y así,
comprendemos muy bien a un sacerdote que nos escribió después diciéndonos que
había asistido, no a su “enterramiento”, sino a su “encielamiento”. Con estos sentimientos
despedimos a esta Madre amadísima. ¡Cómo resonaban en nuestros corazones lo que
nuestro Santo Padre describe tan admirablemente en “Llama de amor viva”!:
“Y así la muerte
de semejantes almas es muy suave y muy dulce; más que les fue la vida
espiritual toda su vida; pues que mueren con más subidos ímpetus y encuentros sabrosos
de amor, siendo ellas como el cisne, que canta más suavemente cuando muere”.
Ante la
imposibilidad de poner aquí todos los testimonios que hemos recibido de amor y
cercanía a la Comunidad y de estima grande a la Madre, copiamos una carta que
refleja bien el sentir de tantos corazones como la quisieron:
“Los
sentimientos ahora son la medida del gran vacío que deja la pérdida de una
persona tan especial. Déjenme unirme a su dolor, aunque esté aliviado por la
paz y el consuelo que queda, cuando «toma Cielo» una perfecta Carmelita, una
Carmelita Santa.
Sé que la Madre
Magdalena no se ha marchado del todo porque nos ha dejado mucho de ella en
tantos y tantos recuerdos, que creo que tenían en común la naturalidad con que
practicaba la sabiduría del corazón (en la Madre Dolores, otra carmelita
«especial», pudimos ver lo mismo). Además era muy relevante la fuerza y el
encanto de su personalidad, enmarcada por la bondad con que derrochaba simpatía
y cariño. Por eso resultaba cercana, entrañable y se hacía querer.
Tal vez sean
momentos de recordarla, en todo por junto, para admirar y agradecer la obra de
Dios en ella. Una maravilla.
Pienso, echando
la vista atrás, en la multitud de personas que hemos pasado por ese Monasterio
y tenido trato con ella. Estoy convencida de que en todos ha dejado huella, y
también de que ahora se hace mucho más honda.
Quiero
recordarla especialmente en ese momento único, tal vez irrepetible y de
emociones fuertes, en que recibió como Priora de La Encarnación, la visita del
Papa Juan Pablo II. Mientras se cantaba «Tú eres Pedro» mirábamos al Papa y
veíamos a Pedro. Después, al dirigirse la Madre Magdalena al «Dulce Cristo en
la tierra», nos llevó a sentir con toda claridad: «Tú eres Teresa».
Creo que ha
llegado el tiempo de dar muchas gracias a Dios, por la inmensa suerte de haber
conocido a una Carmelita tan grande y tan encantadora. Por haber visto en ella
la perfecta semejanza con la primera Priora Santa, presente en cada rincón de
esta Casa, y a una hija fiel a la Iglesia y la Orden, en el esforzado
seguimiento en tiempos difíciles, a las Santas Teresa y Maravillas.
Y si la Virgen
mostró la dulzura de su Clemencia a Santa Teresa, a la vez que convertía en
Cielo ese coro, cómo no entrar siquiera un poco, en lo mismo de inefable que real,
del abrazo de la que es nuestra tierna y amorosa Madre, con una hija así…
Tendrán el
convento lleno de un no sé qué que les hace sentir grandísima paz y seguir
percibiendo su cercanía.
¡Qué buena
intercesora tenemos ya con ella en el Cielo!”
Para terminar
diríamos que, si tuviéramos que recoger en una sola expresión lo que ella ha
sido y es para nosotras, sin duda ninguna escogeríamos el dulce nombre de
Madre.
Aunque creemos
que nuestra Madre amadísima está ya en el Cielo, suplico a V.R. aplique los sufragios
que marcan nuestras leyes, que ella, que era tan agradecida se lo pagará.
Rueguen también,
por caridad, por esta Comunidad, y en especial por la más pobre de sus
hermanas:
Carmen de Jesús
i.c.d.
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