sábado, 1 de agosto de 2015

CARTA DE EDIFICACIÓN DE MADRE MAGDALENA DE LA EUCARISTÍA CARMELITA DESCALZA

CARTA DE EDIFICACIÓN DE MADRE MAGDALENA DE LA EUCARISTÍA
CARMELITA DESCALZA DEL CERRO DE LOS ÁNGELES Y ARAVACA


J.M.+J.T.
CARMELITAS DESCALZAS DEL SAGRADO CORAZÓN DE JESÚS Y NUESTRA SEÑORA DEL CARMEN
Aravaca, 25 de Agosto de 1972
Jesús y María sean nuestro consuelo y fortaleza mi muy amada madre Priora:
Con una pena tan honda que no se puede expresar, pero con esa paz y consuelo que deja siempre el paso de las almas santas, vengo a comunicar a V. R. y Santa Comunidad, como Nuestro Señor ha querido llevarse para Sí el alma de nuestra amadísima e inolvidable Madre Priora, Magdalena de la Eucaristía, a los 77 años de edad, el día 24 de agosto de 1972, aniversario de Nuestra Sagrada Reforma, a la que amó entrañablemente y en la que pasó cuarenta y tres años de santa vida religiosa.
Nació nuestra amadísima Madre en Madrid, el 14 de diciembre de 1894 y fue la penúltima de doce hermanos, de los cuales, Dios Nuestro Señor escogió a cinco para servirle en la Vida Religiosa, donde perseveraron fielmente hasta la muerta. Esto nos dará una idea del ambiente profundamente cristiano de aquella familia privilegiada y de las acrisoladas virtudes de sus padres. Poco pudo disfrutar de él nuestra amadísima Madre, pues, cuando apenas tenía doce años, Dios la regaló por primera vez con su Cruz, llevándose al cielo a su buenísima madre. Preocupada su padre con la educación de sus hijas menores, las confió a las Religiosas de la Asunción, en cuyo Colegio ingresaron como internas. Con maternal solicitud y desvelo –que Nuestra Madre nunca olvidó- trataron de llenar aquel vacío y formaron a las niñas en una piedad sólida y profunda que dejaría huella en toda su vida. En aquella época sintió por primera vez la llamada de Dios a la que respondió sin vacilar con infantil generosidad. Sin embargo, tendrían que pasar aún muchos años antes de que pudiese seguir e llamamiento divino. Era por entonces, una niña muy inteligente, alegrísima, traviesa y llena de vida, lo que le valía algunas veces reprensiones y castigos de sus buenas Maestras. Sin embargo, en el fondo de su alma latía ese “no sé qué” que deja en las almas la llamada de Dios y que se refleja en una mirada profunda e inocente. Sabemos que cuando se convertía, ponía en su pupitre un letrero con esta máxima: “Lo que los Santos hicieron, ¿por qué no lo haré yo?”.
Pasados los años de Colegio y respondiendo a las exigencias de su posición y a los deseos de sus hermanos mayores, bajo cuya dependencia quedó, hizo su entrada en el mundo. Durante algunos años, soñó quizá con encontrar en él la felicidad que ansiaba. Pero aquel corazón, que era un volcán, no podía saciarse con las migajas que le ofrecían las criaturas, y un secreto vacío amargaba aquellas diversiones. La lucha, debió ser tremenda. Sin duda, el enemigo de nuestro bien, veía lo que le importaba impedir que aquella alma grande emprendiese el camino de la santidad. Pero Dios llamaba insistentemente a su corazón y lo hizo otra vez por medio de su bendita Cruz. Nuevas y dolorosas pruebas cayeron sobre su familia. Nuestra Madre, solía decir, refiriéndose a esta época de su vida, que el Señor había hecho con ella como el Buen Pastor, que cuando no puede alcanzar a la oveja que huye, tira una piedra y la hiere… Entonces la recoge, cura sus heridas y tomándola en sus brazos la lleva al redil. En efecto: ya no se separaría más de los brazos de su Pastor. Allí, junto a su Corazón debió aprender esa ciencia de los santos, que consiste en la unión con la voluntad de Dios y que ella había de llevar hasta el heroísmo.
Al fin, pasando por encima de todos los obstáculos, el 7 de diciembre de 1926 entraba en el Carmelo del Cerro de los Ángeles. El sacrificio fue doloroso pues tuvo que dejar a una hermana queridísima, con quien vivía, con dos hijos pequeños y enferma de gravedad. Además, no sentía el menor atractivo hacia la Vida Religiosa. Al contrario; le parecía que las monjas eran seres insensibles, sin corazón, que se iba a enterrar en vida y otras cosas parecidas.
Tanta generosidad no podía quedar sin premio y en el momento de pisar la clausura le ocurrió como a Nuestra Santa Madre: “que mudó Dios la sequedad de su alma en grandísima ternura” y nunca jamás “supo lo que era descontento de ser monja”. Pensaba que no iba a hacer más que llorar y fue todo lo contrario. Su felicidad exuberante se manifestaba en tales tentaciones de risa que alarmaban a su hermana, novicia en el mismo convento.
Se ha dicho que en la Vida Religiosa la felicidad está en relación con la fidelidad y esto sucedió a la hermana Magdalena. Desde el mismo día de su entrada –el más feliz de su vida hasta entonces, como ella gustaba de repetir- practicó con grandísima fidelidad todas las virtudes. No sólo aceptó la vida del Carmelo con todas sus austeridades y vencimientos, sino que salía al encuentro de ellas con la mayor generosidad. Fue menudísima para la obediencia, aun en las cosas más pequeñas, de la que supo comprender el valor. Tengo la mala suerte –solía decir- de que una vez que me advierten una cosa nunca se me olvida, así que no tengo escape. Parecía que se había propuesto cumplir a la letra aquel aviso de Nuestra santa madre; “Lo que le dicen los de la casa, si no es contra la obediencia, haga siempre…” y así obedecía en todo y a todas y consideraba como una orden la menor insinuación de cualquiera. Cuánto debió de costar esto a su natural vivo e impaciente y cuántos vencimientos callados, conocidos de sólo Dios debió practicar, lo sabremos en el Cielo. La gracia para practicar estas virtudes la encontraba en el Sagrario, donde se pasaba muchas horas acompañando al Amor de sus amores. Allí también alcanzó la fortaleza para sobrellevar las penas que no le faltaron, como la de ver salir a su hermana, que tuvo que volver al mundo por haber caído enferma antes de su profesión.
Su recogimiento exterior era un reflejo de su profunda vida interior y trato con Dios y de esa fuente brotaban todas las demás virtudes. Mortificada, humilde, penitente, trabajadora, abnegadísima, alegre y graciosa, sin proponérselo pasó los primeros años de su Vida Religiosa edificando y haciendo la vid agradable a todas.
Durante nuestra gloriosa Cruzada contra el comunismo, siguió a su comunidad, primero a Madrid y luego al desierto de las batuecas, hasta que en mayo de 1939 se reanudó en el Cerro la vida de Comunidad. Fue entonces nombrada Maestra de Novicias, cargo al que su humildad profundísima se resistió cuanto pudo, pero que Dios bendijo con una lluvia de vocaciones. Hasta dieciséis novicias estuvieron a un tiempo bajo su dirección y todas las que tuvimos esa dicha pudimos admirar su gran espíritu sobrenatural y su grandísima caridad y abnegación. Nos quería entrañablemente, pero en Dios y para Dios y en total vacío de criaturas. Se interesaba por todo lo nuestro, gozaba y sufría con nosotras, pero sin tolerar en el amor que la teníamos el menor apego ni sensiblería. Su carácter entusiasta y animoso, nos hacía aceptar alegremente todas las austeridades del Carmelo y su ejemplo nos ponía delante, sin proponérselo, lo mismo que exigía de nosotras el ideal que Nuestra Santa Madre quería de sus hijas. No podía sufrir las almas lánguidas ni tristeza en el servicio de Dios. Ella misma era una prueba viviente de lo que dice Nuestra Santa Madre: que la cruz amada es suave de llevar. No le faltaron pruebas que sufrir, como a las almas predilectas de Dios, pero jamás lograron enturbiar su fervorosa alegría.
En abril de 1944, al hacerse la fundación de Mancera, quedó al frente de la Comunidad del Cerro de los Ángeles. Su conformidad con la voluntad de Dios, no le impidió sentir el desgarrón de la separación de Madres tan queridas, ni la aceptación del cargo de Priora que resulta incomprensible a su profunda humildad.
Desde entonces, se pusieron aún más de relieve su grandeza de alma y sus heroicas virtudes. Fue una enamorada loca de la pobreza evangélica, pero sin confundirla jamás con ciertas desviaciones que ahora hay que lamentar en algunos ambientes religiosos. Su amor a esta virtud nacía, como el de Nuestra Santa Madre, de mirar a Cristo en la Cruz. Soñaba como ella con un Portalito de Belén y lo procuró con todas sus fuerzas en todas las fundaciones en que tuvo que intervenir, como la de Duruelo, que providencialmente se ofreció entonces a la Comunidad del cerro de los Ángeles.
Su entrañable amor al Santísimo Sacramento le inspiró la idea de dedicarse con grandísimo afán a ayudar a las iglesias que los rojos comunistas habían destrozado y profanado. Sufría con la pobreza de Jesucristo en tantos Sagrarios. A la que todo le parecía demasiado para ella todo le parecía poco para su Rey. Años enteros trabajó incansablemente haciendo y arreglando ornamentos y sobre todo procurando Sagrarios a los párrocos de innumerables pueblecitos castellanos. Con todo, nunca quiso contar ni apuntar lo que daba; Dios lo tenía escrito en su Corazón y eso le bastaba. Nunca tuvo otro ideal en su vida más que éste: contentar a su Dios. Le encantaba aquella exclamación de la madre Sacramento: “¡Cuando Tú estás contento, yo me vuelvo loca!”.
De este amor a Dios brotaba necesariamente su grandísima caridad. No podía ver una necesidad sin poner toda el alma en remediarla. Siempre atribuyó al ejercicio de la caridad las bendiciones, aun materiales que Dios derramaba sobre su Comunidad. Ciertamente, no era “allegadora para su casa” sino todo lo contrario. Daba a todos, gozaba dando y sufría de no poder dar cuanto hubiese querido. Era ya proverbial en la comunidad y motivo de broma, lo poco que duraban en su poder los pocos y pobres objetos de su uso, como su rosario, estampas, etc… Otro de los matices de su caridad fue el poner siempre de relieve las virtudes de la demás y el gozarse de que fueran conocidos y amados de los Superiores, atribuyéndoles siempre los aciertos y a sí misma los fallos.
También con las enfermas fue su caridad inagotable. Todo le parecía poco para ellas; decía bromeando, que era en lo único que le derretía el corazón y usaba de mil invenciones para darles algún alivió o descanso.
La fuente de todas estas virtudes y de otras muchas que no podemos mencionar por no alargarnos más, fue sin duda, su ardiente amor de Dios. El amor a Jesucristo, herencia sagrada de su Santa Madre, fue la gran pasión de su vida. Favorecida con el don de lágrimas no podía a veces, ni pronunciar su nombre bendito sin que afluyeran a sus ojos.  Veía en él el perfecto modelo de una Carmelita y la solución de todos sus problemas. Se le podría aplicar lo que Nuestra Santa Madre decía de sí misma: que no concebía que pudiese haber una persona más enamorada de otra, que ella lo estaba de su Esposo Divino. Los Santos que más se distinguieron por esta devoción eran sus mejores amigos. La doctrina de Nuestros Santos Padres sobre esta materia, era la base de su vida espiritual y los inflamados escritos de San Juan de Ávila hacían vibrar su corazón enamorado. De aquí venía también su ardiente devoción al Sacramento de nuestros altares, al Corazón de Jesús y su Pasión, donde veía más claramente la manifestación del incomparable amor de Dios a sus criaturas. El consejo que  Nuestra Santa Madre daba a sus hijas: Poned los ojos en cristo y todo se os hará fácil, fue la norma de toda su vida y lo que trató de inculcarnos durante los años de su priorato. Cristo lo era todo para ella. ¡Cuántas veces la hemos oído repetir: Coja los méritos de Cristo, pues tan suyos son! Todo desaliento nacido de nuestra miseria y falta de correspondencia se desvanecía ante esta verdad. Aunque tenemos motivo para pensar que Dios Nuestro Señor no la dispensó de las purificaciones que regala a sus santos y que su camino interior no fue de rosas, ella vivía olvidada de sí, sin darle importancia a sus penas. Sufría, sí, pero por lo que sufren los santos: las ofensas de Dios y el daño de las almas. En cierta ocasión escribía: “Encomiende muchísimo un asunto de un alma horrible, que me he enterado y estoy muerta hace unos días”.
De este celo nació también una idea que hacía tiempo acariciaba: hacer una fundación en la Cuesta de las Perdices, y  Dios Nuestro Señor, demostró cuan de su agrado era, haciendo que providencialmente le ofrecieran este terreno de Aravaca. Decía, que en estos alrededores de Madrid, era el Señor muy ofendido y soñaba que entre tantos lugares de pecado, tuviese Él también su “quinta de recreo” donde se viniese a descansar con sus Carmelitas y donde ellas le hicieran olvidar con su amor las ofensas de los pobres pecadores.
¡Qué bien lo supo hacer ella! Los males de la Iglesia le llegaban al alma. Creemos que por este fin, había ofrecido su vida, aceptando todos los sufrimientos que pudieran venirle. No eran esto palabras vacías. Sabía que la enfermedad que tenía era incurable y sabía todas las consecuencias que podría traerle. Durante muchos años la sufrió con grandísima paciencia, sin una queja, tomándolo a broma, sin pedir ningún alivio, sin preguntar jamás nada sobre este particular, sin perder un átomo de su inalterable alegría.
Hemos dicho poco de esta virtud que fue como la característica de toda su vida espiritual y que en sus últimos años se hizo tan heroica que resultaba un misterio para médicos, enfermeras y todos cuanto la trataron. La felicidad de ser Carmelita Descalza, le parecía tal, que a su lado todas las penas desaparecían. Pocos años antes de su muerte escribía al Cerro de los Ángeles: “Hace hoy cuarenta años que amanecí en el Carmelo y tengo tal felicidad que necesitó contársela a quien me entienda. ¡He sido tan inmensamente feliz en los treinta y cinco años que pasé en esa Santa Casa! Los recuerdo con deleite. ¡Qué de gracias! ¡Qué de buenos ratos hemos pasado entre esas benditas paredes!”.
Fue para ella un gran sacrificio, dejar aquel nido de sus amores donde durante treinta y cinco años había sido la lamparita humilde y silenciosa, compañía fiel del Corazón de Jesús. En ese Cerro bendito, veía  simbolizados los dos grandes amores de su vida: Dios y la patria.
El ultraje cometido por aquellos desventurados que le derribaron de su trono, fusilándole primero, la encendía en deseos de reparar. Este Palomarcito de Aravaca que ella había fundado con tantas ilusiones, la necesitaba y viendo en ello la Voluntad de Dios la abrazó con el mismo generoso abandono de siempre. Apenas había pasado año y medio, cuando fue reclamada para una misión difícil: La fundación de un Carmelo en Montemar –Torremolinos-. Acababa de sufrir una parálisis facial que unida a los intensos dolores de reúma que la aquejaban hacían particularmente meritoria esta obediencia. Pero no opuso la menor resistencia. El amor de Dios, tan ofendido en este desventurado pueblo y su ardiente amor a las almas le servían de acicate y la hacían abrazar con generosidad la renuncia de los santos amores que dejaba en su Castilla. Allí procuró con todas sus energías –que no eran pocas- implantar la observancia, sin admitir innovaciones que, con pretexto de comodidad, desvirtuaran en lo más mínimo su pureza.
No había pasado año y medio, cuando al fallecimiento de nuestra amadísima Madre Priora, Inés de Niño Jesús, volvió a este Carmelo tan suyo, donde la recibimos con inmensa alegría. Nunca agradeceremos a Dios bastante la gracia de habérnosla devuelto y de haberla tenido entre nosotras en esta última etapa de su vida, en la que, más que nunca pudimos admirar la heroicidad de sus virtudes. Lo que no podíamos pensar entonces es que iba a ser por poco tiempo, pues aunque los síntomas de su enfermedad se iban acentuando, su gran espíritu se sobreponía de tal manera que casi había que adivinar lo mucho que sufría.
Al fin, no pudo disimular del todo sus dolores y pareció conveniente intentar una intervención quirúrgica. Aquí resplandeció de nuevo su amada virtud: la obediencia, tanto más heroica ahora, cuanto que, por ser Priora, parece no tenía obligación estricta de obedecer. Tuvo que hacer el sacrificio de dejar su amada clausura y someterse a cinco operaciones, tres de ellas por temor de que no pudiera resistirla, sin anestesia.  Se daba cuenta de todo y animaba a los médicos que estaban pasmados de su entereza y de su inalterable alegría. En una de ellas, al entrar un médico en el quirófano, en plena operación y dar las buenas tardes, respondió ella con inconcebible serenidad: “Para mí, las mejores de mi vida”. Fiel hasta la muerte a lo que el Señor le pedía, tampoco ahora preguntó nada sobre su estado, ni sobre las impresiones de los médicos y hasta fingía cierta ilusión por curarse, para no hacernos sufrir más. ¡Qué huella de santidad dejó en la Clínica con su sencillez, naturalidad y paciencia! Un total olvido de sí, era la norma de su vida.
El 18 de marzo volvió a su amado Palomarcito, donde la recibimos con indecible emoción esperando todavía de Dios Nuestro Señor que nos hiciese el milagro que tanto le habíamos pedido. Más otros eran sus amorosos designios. Desde entonces su estado fue empeorando y el 20 de junio recibió los santos sacramentos que insistentemente había pedido. Con la mayor serenidad estuvo pendiente de todos los detalles, encargándonos mucho que no olvidáramos ninguna santa costumbre y que echáramos la casa por la ventana para recibir a su Rey. Nos estuvo hablando del cielo, de los que nos iba a recordar allí, dándonos consejos y prometiendo ayudarnos. Parecía imposible que pudiese vivir mucho tiempo, pues ya no podía alimentarse y los dos meses que aún vivió sólo pudo tragar la Sagrada Forma. Este fue su mayor consuelo, poder recibir a su Señor todos los días. La noche del 20 al 21 de julio tuvo una hemorragia que le duró quince horas. Con una serenidad impresionante y convencida de que llegaba ya el fin, nuestra amadísima Madre cogió su Crucifijo y con voz fuerte renovó sus Votos; pidió perdón a la Comunidad, que había acudido a su celda y completamente despreocupada de lo que le pasaba y de los remedios que le aplicaban, como si no fuera con ella nos decía: “Adiós, hijas; hasta dentro de cuatro días”.  Y al médico: “Esto es la vida… lo de aquí se acaba todo…” Mandó que le cantásemos el Credo y la Salve y otros cantos que cantaba con nosotras. Después, siguió hablando de la felicidad de morir carmelita y recomendándonos el silencio, la obediencia ciega a la voluntad de las prioras y la unión con ellas y entre nosotras, con grandísima caridad. También decía muchas bromas para animarnos, y a los médicos, que la escuchaban pasmados de tanto olvido de sí, les decía que se sentaran, que se fuesen a descansar, que para qué habían venido, etc… Así pasó hasta las cuatro de la tarde, hora en que cesó la hemorragia y, contra lo que todos esperaban, quedó con un hilo de vida que le había de durar aún más de un mes.
Ya desde aquel día, estaba con una santa impaciencia de volar al cielo y sin querer hacer otra cosa más que prepararse para la partida. Creía que la Virgen se la llevaría en sábado y preguntaba a menudo: ¿qué día es hoy? Durante todo este tiempo no la oíamos ni una sólo queja, ni una impaciencia; estaba agotada, pero todavía encontraba fuerzas para agradecernos lo que hacíamos por ella y para preocuparse de que descansáramos.
Su entrañable amor a la Santísima Virgen la acompañó hasta el fin; tenía un gran consuelo con que rezáramos todas las noches en su celda el Santo Rosario y ella no lo soltaba nunca de las manos. La noche de la hemorragia pidió que le pusieran una imagen de Nuestra Madre Santísima donde la pudiera ver bien. Todos los sábados se llenaba de esperanza pensando que la Virgen se la llevaría y al día siguiente nos miraba con pena como diciendo: Todavía estoy aquí… Pero, por encima de todo no quería más que la voluntad de Dios y repetía con energía: Todo lo que Dios quiera.
Un día de los que se sentía morir, nos mandó llamar y nos fue abrazando una por una, despidiéndonos con un consejo o una palabra llena de caridad. Se la veía hacer tal esfuerzo que le indicamos lo dejara para el día siguiente, pero no quiso. Sin duda pensaba que no llegaría. Miraba con angustia el devotísimo Crucifijo que le habían enviado nuestras madres de la Encarnación y decía: Gracias a Él…
Uno de los padres que la visitó le dijo que su cama era como un altar y ella la víctima que se ofrecía a Dios en silencio por la Iglesia y por las almas. En efecto; aquella celda era un lugar santo que ejercía un misterioso atractivo no solo en sus hijas, que nunca hubiésemos querido salir de ella, si o en los médicos y enfermeras que tampoco acertaban a dejarla y se quedaban muchas veces allí uniéndose a nuestras oraciones y cantos, que ella misma escogía y dirigía. Ya no se le entendía, pero, ¿qué importaba? Ahora se podía decir de ella eso de: “No hablando sino muriendo”. El 24 de agosto pasamos casi todo el día en su celda, temiendo que llegase el fin. La Comunidad que había salido a rezar Maitines acudió de nuevo y a eso de las 11, rodeada de todas sus hijas, entregó a Dios su alma hermosísima. Era jueves día consagrado al Santísimo Sacramento al que tan ardiente amor había tenido y a la misma hora en que tantas veces le había acompañado en el ejercicio de la Hora Santa.
En el momento de expirar, su rostro se transfiguró, tomando tal expresión de felicidad que a todos nos impresionó grandemente, pues parecía se reflejaba en él la dicha de que su alma debía ya gozar. También nosotras nos sentimos penetradas de una sensación de paz y consuelo que no era natural, dado el inmenso vacío que nos ha dejado. Ella que tantas veces nos había prometido ayudarnos desde el cielo, empezaba ya a cumplirlo. No podíamos arrancarnos de su lado. Nos parecía que en aquel momento se empezaba a cumplir este deseo que unos años antes expresaba en una carta: “ ¡Si yo pudiera dar voces y hacer ver a las pobres almas que se creen que van a encontrar maravillas en el amor humano, lo que es nuestro Corazón bendito de Jesús! La verdad es que no se puede soñar un amor más fiel, más verdadero, más loco, más entregado, eterno, sin el menor miedo a que nos engañe jamás… Y luego, cuando llegue el momento de la muerte, cuando ellas tienen que dejar aquí todo nosotras nos vamos con Él, en un abrazo u compresión eternos…. para siempre”.
Quiera Dios que esas voces calladas lleguen a tantas almas consagradas que en nuestros días sienten el cansancio de la Vida Religiosa, donde parecen no haber encontrado el ideal que soñaban y que el testimonio de esta pobre Carmelita, que clavada en el lecho del dolor y en una agonía que recuerda a la de Jesucristo en la Cruz, no tiene más que esta palabra: “¡Qué bueno es Dios! ¡Qué feliz soy! ¡Qué felicidad morir Carmelita!”, nos haga comprender a todos lo que ella nos repitió tantas veces durante su vida: que la única realidad del amor es Jesucristo y que Dios se da del todo a quien del todo se le da.
En el entierro y funeral ofició el Ilmo. Sr. Don Hermenegildo López, Visitador de Religiosas, que durante toda la enfermedad de nuestra amadísima Madre, se ha interesado por ella y por nosotras con paternal solicitud, añadiendo esta muestra de caridad a las muchas que ya le debíamos. En la Santa Misa concelebraron el Rvdo. P. Valentín de San José O.C.D., confesor de nuestra Madre, el Sr. Párroco de Aravaca, nuestro Sr. Capellán, juntamente con los Capellanes de las Madres del Cerro de los Ángeles y Aldehuela y varios sacerdotes más. Que Dios le pague a todos, su interés y cariño, así como al R.P. Feliciano del Niño Jesús O.C.D. que le administró los santos sacramentos.
Aquí se cumplió la palabra del Evangelio: El que se humilla será ensalzado. Nuestra inolvidable Madre, que en vida procuró con tanto afán pasar desapercibida, se vio rodeada de cariño y veneración. Nuestra pobre capilla, se llenó de fieles de toda clase que escucharon conmovidos la fervorosa homilía en que D. Hermenegildo ensalzó el valor apostólico de una vida escondida en el Carmelo. Según testimonio de uno de los asistentes: allí no había nadie que no llorara.
No podemos terminar sin expresar nuestro profundo agradecimiento a los médicos y enfermeros que tanto durante su estancia en la clínica como en los últimos meses de su vida, la asistieron sin regatear ningún sacrificio, con una solicitud, veneración y cariño que nunca podremos olvidar. Sin duda, ella se lo pagará desde el cielo, como tantas veces se lo prometió y nosotras también lo hacemos con nuestras pobres oraciones.
Además de las devociones que ya hemos mencionado, fue Nuestra amadísima Madre, devotísima de Nuestro Padre San José, Nuestros Santos Padres, Santa Teresita y San Francisco de Asís.
Aunque su santa vida y  muerte nos infunden la convicción de que está ya gozando de Dios, suplico a V.R. que le apliquen cuanto antes los sufragios que marcan nuestras Leyes y cuanto su caridad les dicte, que ella, tan agradecida, se lo pagará desde el cielo.
También nosotras se lo agradecemos con toda el alma y pedimos a Dios se lo pague.

De V.R. menor hija.

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