INTRODUCCIÓN AL ESPÍRITU DE LA
LITURGIA
Una
Conferencia para el año de los Sacerdotes
Ciudad del
Vaticano, Enero 6 de 2010
Por Mons.
Guido Marini,
Maestro de
Ceremonias de las Celebraciones Litúrgicas del Papa
Propongo enfocarse en algunos aspectos conectados
al espíritu de la liturgia y reflexionar en ellos con Ustedes; verdaderamente,
intento abordar un aspecto que me requerirá decir mucho. No solo porque es una
tarea exigente y compleja hablar acerca del espíritu de la liturgia, sino
también porque muchos importantes trabajos que tratan esta materia ya han sido
escritos por autores de incuestionable más alto calibre en teología y liturgia.
Pienso en dos personas en particular entre muchos: Romano Guardini y el
Cardenal Joseph Ratzinger.
Por otra parte, lo más necesario ahora es hablar
acerca del espíritu de la liturgia, especialmente para nosotros miembros del
sacerdocio sagrado. Además, hay una urgente necesidad de reafirmar el
“autentico” espíritu de la liturgia, tal como está presente en la
ininterrumpida tradición de la Iglesia, y está atestiguado, en continuidad con
el pasado, en las más recientes enseñanzas Magisteriales: comenzando desde el Concilio
Vaticano II hasta el presente pontificado. Uso a propósito la palabra
continuidad, una palabra muy querida por nuestro presente Santo Padre. Él ha
hecho de ella el único criterio autoritativo por medio del cual uno puede
correctamente interpretar la vida de la Iglesia, y más específicamente, los
documentos conciliares, incluyendo todas las propuestas reformas contenidas en
ellos. ¿Cómo podría ser diferente? ¿Puede uno verdaderamente hablar de una
Iglesia del pasado y de una Iglesia del futuro como si un rompimiento histórico
en el cuerpo de la Iglesia hubiera ocurrido? ¿Podría alguien decir que la
Esposa de Cristo ha vivido sin la asistencia del Espíritu Santo en un
particular periodo del pasado, tal que su recuerdo debiera ser borrado,
olvidado a propósito?
Sin embargo, a veces parece que algunos individuos
son verdaderos partidarios de un modo de pensar que es definido justamente y
propiamente como una ideología, o más bien una preconcebida noción aplicada a
la historia de la Iglesia que nada tiene que ver con la verdadera fe.
Un ejemplo del fruto producido por esa engañosa
ideología es la recurrente distinción entre la Iglesia pre conciliar y la
post conciliar. Tal manera de hablar puede ser legítima, pero solo a condición
de que por ello no se entiendan dos Iglesias: una, la Iglesia pre conciliar, que
no tiene nada más que decir o que dar, porque ya ha sido superada, y una
segunda, la Iglesia post conciliar, una nueva realidad nacida del Concilio y,
por su presunto espíritu, no en continuidad con su pasado. Esta manera de
hablar y aún más, de pensar, no debe ser la nuestra. Aparte de ser incorrecta,
está sobreseída y anticuada, tal vez entendible desde un punto de vista
histórico, mas conectada a una época en la vida de la Iglesia ahora concluida.
¿Tiene algo que ver lo que hemos discutido hasta
ahora respecto a la “continuidad” con el asunto que se nos ha pedido tratar en
esta conferencia? Si, absolutamente. El auténtico espíritu de la liturgia no
habita cuando no es abordado con serenidad, dejando de lado todas las polémicas
con respecto al pasado reciente o remoto. La liturgia no puede y no debe ser
una oportunidad de conflicto entre aquellos que encuentran bueno solo lo que
vino antes de nosotros, y aquellos que, por el contrario, casi siempre encuentran
lo malo en lo que vino antes. La única disposición que nos permite alcanzar el auténtico
espíritu de la liturgia, con gozo y verdadero gusto espiritual, es considerar
la presente y la pasada liturgia de la Iglesia como un patrimonio en continuo
desarrollo. Un espíritu, en consecuencia, que debemos recibir de la Iglesia y
no es fruto de nuestra propia fabricación. Un espíritu, añado, que lleva a lo
que es esencial en la liturgia, o, más precisamente, a orar inspirado y guiado
por el Espíritu Santo, en quien Cristo continúa a hacerse presente para
nosotros hoy, e irrumpe en nuestras vidas. En verdad, el espíritu de la
liturgia es la liturgia del Espíritu Santo.
No pretendo entrar en las honduras de la materia
propuesta, ni tratar todos los diferentes aspectos necesarios para un
entendimiento panorámico y amplio de la liturgia, específicamente con
referencia a la celebración de la Eucaristía, tal como la Iglesia los propone,
y en la forma que he aprendido a profundizar mi conocimiento de ellos en estos
dos años al servicio de nuestro Santo Padre, Benedicto XVI. Él es un auténtico
maestro del espíritu de la liturgia, sea por su enseñanza, o por el ejemplo que
da en la celebración de los sagrados ritos.
Si, durante el curso de estas reflexiones sobre la
esencia de la liturgia, me encuentro tomando nota de algunos comportamientos
que no considero en completa armonía con el auténtico espíritu de la liturgia,
lo haré sólo como una pequeña contribución para hacer sobresalir lo máximo este
espíritu en toda su belleza y verdad.
1. La
Sagrada Liturgia, el más grande regalo de Dios a la Iglesia.
Estamos todos bien advertidos cómo el Concilio
Vaticano segundo dedicó todo su primer documento a la liturgia: Sacrosanctum
Concilium. Fue rotulada como la Constitución sobre la sagrada liturgia.
Quiero subrayar el término sagrado en su aplicación
a la liturgia, por su importancia. De hecho, los Padres conciliares trataron es
esta forma de reforzar el carácter sagrado de la liturgia.
¿Entonces, qué queremos significar por sagrada
liturgia? Los Orientales en este caso hablarían de la dimensión divina en la
Liturgia, ó, para ser más precisos, de esa dimensión que no es dejada a la
arbitraria voluntad del hombre, porque es un don que viene de lo alto. Se
refiere, en otras palabras, al misterio de la salvación en Cristo, confiado a
la Iglesia para hacerlo disponible en cada momento y en cada lugar por medio de
la naturaleza objetiva de los ritos litúrgicos y sacramentales. Esta es una realidad
que nos sobrepasa, que debe ser recibida como don, y a la cual debe
permitírsele transformarnos. Ciertamente, el Concilio Vaticano segundo afirma:
“… toda celebración litúrgica, por ser obra de Cristo sacerdote y de su Cuerpo,
que es la Iglesia, es acción sagrada por excelencia…” (Sacrosanctum concilium,
n.7)
Desde esta perspectiva no es difícil darse cuenta
de qué tanto distan algunos modos o conductas del auténtico espíritu de la
liturgia. De hecho, algunos individuos han logrado subvertir la liturgia de la
Iglesia en varias formas bajo el pretexto de una mal entendida creatividad.
Esto fue hecho en nombre del principio de adaptarse a la situación local y a
las necesidades de la comunidad, apropiándose así, el derecho de quitar,
añadir, o modificar el rito litúrgico en búsqueda de fines subjetivos y
emocionales. De esto, nosotros los sacerdotes somos grandemente responsables.
Por esta razón, ya en 2001, el anterior Cardenal
Ratzinger afirmó: “hay necesidad, al menos, de un nuevo despertar litúrgico que
pueda poner un alto a la tendencia de tratar la liturgia como si fuera un
objeto abierto a la manipulación. Hemos llegado al punto donde grupos
litúrgicos cosen juntos el domingo la liturgia por su propia autoridad. El
resultado es ciertamente el producto imaginativo de un grupo de individuos
capaces y hábiles. Pero de esta manera el espacio en donde uno puede encontrar
al “absolutamente otro” es reducido, en el cual lo santo se ofrece a sí mismo
como don; con lo que me encuentro es solamente la habilidad de un grupo de
personas. Es entonces que nos damos cuenta que estamos buscando algo más. Es
demasiado pequeño, y al mismo tiempo, algo diferente. La cosa más importante
hoy es adquirir de nuevo un respeto por la liturgia, y estar consciente que
ella no está abierta a la manipulación. Aprender una vez más a reconocer en su
naturaleza una creación viva que crece y ha sido dada como don, por medio de la
cual participamos en la liturgia celestial. Renunciar a buscar en ella nuestra
propia autorrealización para en lugar ver un don. Esto, creo, es de primaria
importancia: vencer la tentación de un comportamiento despótico, que concibe la
liturgia como un objeto, como la propiedad de un hombre, y despertar de nuevo
el sentido interior de lo santo.” (de ‘Dios y el Mundo’)
Afirmar, entonces, que liturgia es sagrada
presupone el hecho de que la liturgia no existe sujeta a esporádicas
modificaciones e invenciones arbitrarias de un individuo o grupo. La liturgia
no es un círculo cerrado en el cual decidimos encontrarnos, tal vez para
animarnos unos a otros, para sentirnos que nosotros somos los protagonistas de
alguna fiesta. La liturgia es el encuentro de Dios con su pueblo para estar en
Su presencia; es el advenimiento de Dios entre nosotros; es Dios que nos
encuentra en este mundo.
Una cierta adaptación a situaciones particulares
locales está prevista y a justo título. El Misal mismo indica en donde se puede
hacer adaptaciones en algunas de sus secciones, únicamente en esas y no
arbitrariamente en otras. La razón para esto es importante y es bueno
reafirmarla: la liturgia es un don el cual nos precede, un tesoro precioso que
se nos ha entregado por la antigua oración de la Iglesia, el lugar en el cual
la fe ha encontrado su forma en el tiempo y su expresión en la oración. No se
nos hace disponible para estar sujeta a nuestra propia interpretación personal;
más bien, la liturgia se hace disponible para estar completamente a disposición
de todos, ayer como hoy y también mañana. “También en nuestros tiempos,”
escribió el Papa Juan Pablo II en su carta encíclica Ecclesia de Eucharistia,
“la obediencia a las normas litúrgicas debería ser redescubierta y valorada
como reflejo y testimonio de la Iglesia una y universal, que se hace presente
en cada celebración de la Eucaristía” (n. 52)
En la brillante Encíclica Mediator Dei, que es a
menudo citada en la constitución sobre la sagrada liturgia, el Papa Pío XII
define la liturgia como “…el culto público… la adoración dada por el Cuerpo
Místico de Cristo en la totalidad de su Cabeza y sus miembros.” (n. 20). Como
para decir, entre otras cosas, que en la liturgia, la iglesia “oficialmente” se
identifica a sí misma en el misterio de su unión con Cristo como esposo, y en
donde ella “oficialmente” se revela a sí misma. ¡Qué fortuita tontería es de
verdad, reclamar para nosotros el derecho de cambiar en modo subjetivo los
signos sagrados que el tiempo ha depurado, por medio de los cuales la Iglesia
habla de sí misma, de su identidad y de su fe!
El pueblo de Dios tiene un derecho que no puede ser
ignorado nunca, en virtud del cual, a todos se les debe permitir acercarse a lo
que no es solamente el pobre fruto del esfuerzo humano, sino la obra de Dios, y
precisamente porque es la obra de Dios, es una fuente salvadora de vida nueva.
Quiero prolongar mi reflexión un momento más largo
sobre este punto, el cual, puedo atestiguar, es muy querido al Santo Padre,
compartiendo con ustedes, un pasaje de Sacramentum Caritatis, la Exhortación
Apostólica de Su Santidad Benedicto XVI, escrita después del Sínodo sobre la
Eucaristía. “al subrayar la importancia del ars celebrandi,” escribe el Santo
Padre, “se pone de relieve el valor de las normas… Favorece la celebración
eucarística que los sacerdotes y los responsables de la pastoral litúrgica se
esfuercen en dar a conocer los libros litúrgicos vigentes y las respectivas
normas… En las comunidades eclesiales se da quizás por DESCONTADO que se
conocen y aprecian, pero a menudo no es así. En realidad, son textos que
contienen riquezas que custodian y expresan la fe, así como el camino del
Pueblo de Dios a lo largo de dos milenios de historia.” (n. 40)
2. La
orientación de la oración litúrgica
Sobre todo y más allá de los cambios que han
caracterizado, durante el curso del tiempo, la arquitectura de las iglesias y
los lugares en los cuales la liturgia tiene lugar, una convicción ha
permanecido clara entre la comunidad Cristiana, casi hasta el presente día. Me
refiero a la oración mirando al oriente, una tradición que va hasta los
orígenes de la Cristiandad.
¿Qué se entiende por “oración mirando al oriente”?
Se refiere a la orientación del corazón orante hacia Cristo, de quien viene la
salvación, y hacia quien se dirige tanto en el comienzo como en el fin de la
historia. El sol nace en el oriente, y es sol es un símbolo de Cristo, la luz
naciente en el Oriente. El pasaje mesiánico en el cántico del Benedictus viene
fácilmente a la mente: “Por la insondable misericordia de nuestro Dios; nos
visitará el sol que nace del Oriente”
Estudios muy confiables y recientes han ahora probado
efectivamente que, en cada época de su pasado, la comunidad Cristiana ha
encontrado el modo de expresarse incluso en los signos litúrgicos externos y
visibles, esta orientación fundamental para la vida de fe. Esto es por lo que
encontramos iglesias construidas en tal forma que el ábside se vuelve al
Oriente. Cuando tal orientación del espacio sagrado no es posible más, la
Iglesia ha recurrido al Crucifijo puesto sobre el altar, sobre el cual todos
pudieran centrarse. Del mismo modo muchos ábsides fueron decorados con
representaciones resplandecientes del Señor. Todos fueron invitados a
contemplar estas imágenes durante la celebración de la liturgia Eucarística.
Sin recurrir a detallados análisis históricos del
desarrollo del arte cristiano, nos gustaría reafirmar que la oración mirando al
oriente, más específicamente, mirando al Señor, es una expresión característica
del auténtico espíritu de la liturgia. Es de acuerdo con este sentido que
estamos invitados a volver nuestros corazones al Señor durante la celebración
de la Eucaristía, como el diálogo introductorio del Prefacio bien nos recuerda.
Sursum corda “levantemos el corazón,” exhorta el sacerdote, y todos responden:
Habemus ad Dominum “Lo tenemos levantado hacia el Señor.” Ahora, si tal
orientación puede ser siempre adoptada interiormente por toda la comunidad
Cristiana cuando se reúne en oración, debe ser posible encontrar esta
orientación expresada externamente también por medio de signos. El signo
exterior, aún más, no puede ser verdadero, sino de tal modo que por medio de su
correcta actitud espiritual sea hecho visible.
He aquí la razón de la propuesta hecha por el
entonces Cardenal Ratzinger, y reafirmada presentemente durante el curso de su
pontificado, ubicar el Crucifijo en el centro del altar, para que todos,
durante la celebración de la liturgia, puedan concretamente mirar y observar
hacia el Señor, en tal forma orienten también su oración y sus corazones.
Escuchemos las palabras de Su Santidad, Benedicto XVI, directamente, quien en
el prefacio del primer libro de sus Obras Completas, dedicado a la liturgia,
escribe como sigue: “La idea de que el sacerdote y el pueblo deberían encararse
uno al otro durante la oración, nació sólo en la Cristiandad moderna, y es
completamente extraña a la antigua Iglesia. El sacerdote y el pueblo no deben
ciertamente orar uno al otro, sino al único Señor. Entonces, ellos miran en la
misma dirección durante la oración: ya hacia el oriente como un símbolo cósmico
del Señor que viene, ó, donde esto no sea posible, hacia la imagen de Cristo en
el ábside, hacia un crucifijo, o simplemente hacia los cielos, como nuestro
Señor mismo hizo en su oración sacerdotal la noche antes de Su Pasión (Juan 17,
1). Mientras tanto, la propuesta hecha por mí al final del capítulo que trata
de esta cuestión en mi trabajo “El Espíritu de la Liturgia” está
afortunadamente llegando a ser más y más común: más bien que proceder con más
transformaciones, simplemente ubicar el crucifijo en el centro del altar, al
cual el sacerdote y los fieles puedan mirar y ser guiados en esta manera hacia
el Señor, a quien todos se dirigen juntos en la oración.”
No se diga, entonces, que la imagen de nuestro
Señor crucificado obstruye la vista de los fieles de la del sacerdote, ¡porque
ellos no están para mirar al celebrante en ese punto en la liturgia! ¡Están
para volver su mirada hacia el Señor! Del mismo modo, el presidente de la
celebración siempre debería ser capaz de volverse hacia el Señor. El crucifijo
no obstruye nuestra vista; más bien expande nuestro horizonte para ver el mundo
de Dios; el crucifijo nos lleva a meditar sobre el misterio; nos introduce a
los cielos de donde viene la única luz capaz de dar sentido a la vida en esta
tierra. Nuestra vista, en verdad, sería cegada y obstruida si nuestros ojos
permanecieran fijos en esas cosas que muestran sólo al hombre y a su obra.
De esta forma uno puede llegar a entender por qué
es todavía posible hoy celebrar la Santa Misa sobre los antiguos altares, donde
los aspectos arquitectónicos y artísticos de nuestras iglesias lo sugieran.
También en esto, el Santo Padre nos da un ejemplo cuando celebra la santa
Eucaristía en el antiguo altar de la Capilla Sixtina en la Fiesta del Bautismo
de nuestro Señor.
En nuestro tiempo, la expresión “celebrar de cara
al pueblo” ha entrado en nuestro vocabulario común. Si la intención de uno
usando esta expresión es describir la localización del sacerdote, que, debido
al hecho de que hoy el a menudo se encuentra mirando a la congregación por
causa de la ubicación del altar, es este caso tal expresión es aceptable. Pero
tal expresión sería categóricamente inaceptable en el momento que viene a
expresar una proposición teológica. Teológicamente hablando, la santa Misa, de
hecho, está siempre dirigida a Dios por medio de Cristo nuestro Señor, y sería
un grave error imaginar que la principal orientación de la acción sacrificial
es la comunidad. Tal orientación, entonces, de volverse hacia el Señor, debe
animar la participación interior de cada individuo durante la liturgia. Es igualmente
importante que esta orientación sea bien visible en el signo litúrgico también.
3. Adoración
y unión con Dios
La adoración es el reconocimiento, lleno de
admiración, podríamos decir incluso éxtasis, (porque nos hace salirnos de
nosotros y de nuestro pequeño mundo) el reconocimiento del infinito poder de
Dios, de Su incomprensible majestad, y de Su amor sin límite que nos ofrece
absolutamente gratis, de Su omnipotente y providente Señorío. Consecuentemente,
la adoración lleva a la reunificación del hombre y la creación con Dios, al
abandono del estado de separación, de aparente autonomía, de perderse a sí
mismo, que es aún más, la única manera de ganarse a sí mismo.
Ante la inefable belleza de la caridad de Dios, que
toma forma en el misterio del Verbo Encarnado, quien por nuestro bien ha muerto
y está resucitado, y que encuentra su manifestación sacramental en la liturgia,
no hay nada más para nosotros sino permanecer en adoración. “El acontecimiento
pascual y la Eucaristía que lo actualiza a lo largo de los siglos,” afirma el
Papa Juan Pablo II en Ecclesia de Eucharistia, “tienen una «capacidad»
verdaderamente enorme, en la que entra toda la historia como destinataria de la
gracia de la redención. Este asombro ha de inundar siempre a la Iglesia, reunida
en la celebración eucarística.” (n. 5)
“Señor mío y Dios mío”, se nos ha enseñado a decir
desde la infancia en el momento de la consagración. En tal manera, tomando
prestadas las palabras del apóstol Santo Tomás, somos guiados a adorar al
Señor, hecho presente y viviente en las especies de la santa Eucaristía,
uniéndonos a Él, y reconociéndolo como nuestro todo. De allí llega a ser
posible retomar nuestro camino diario, habiendo encontrado el correcto orden de
la vida, el criterio fundamental por el cual vivir y morir.
Esta es la razón por la que todo en el acto
litúrgico, pasando por la nobleza, la belleza, y la armonía del signo exterior,
debe ser conducida a la adoración, a la unión con Dios: esto incluye la música,
el canto, los periodos de silencio, la manera de proclamar la Palabra del
Señor, y la manera de orar, los gestos empleados, las vestiduras litúrgicas y
los vasos sagrados y otros accesorios, tanto como el sagrado edificio en su
totalidad. Es bajo esta perspectiva que la decisión de Su Santidad, Benedicto
XVI, debe ser tomada en consideración, quien, comenzando en la fiesta del
Corpus Christi el año pasado, ha comenzado a distribuir la sagrada Comunión
directamente en la lengua a los fieles arrodillados. Por el ejemplo de esta
acción, el Santo Padre nos invita a hacer visible la propia actitud de
adoración ante la grandeza del misterio de la presencia eucarística de nuestro
Señor. Una actitud de adoración que debe nutrida tanto más al acercarse a la
santísima Eucaristía en las otras formas permitidas hoy.
Me gustaría citar una vez más otro pasaje de la
Exhortación Apostólica postsinodal Sacramentum Caritatis: “Mientras la reforma
daba sus primeros pasos, a veces no se percibió de manera suficientemente clara
la relación intrínseca entre la santa Misa y la adoración del Santísimo
Sacramento. Una objeción difundida entonces se basaba, por ejemplo, en la
observación de que el Pan eucarístico no habría sido dado para ser contemplado,
sino para ser comido. En realidad, a la luz de la experiencia de oración de la
Iglesia, dicha contraposición se mostró carente de todo fundamento. Ya decía
san Agustín: « nemo autem illam carnem manducat, nisi prius adoraverit; […]
peccemus non adorando – Nadie come de esta carne sin antes adorarla […],
pecaríamos si no la adoráramos ». En efecto, en la Eucaristía el Hijo de Dios
viene a nuestro encuentro y desea unirse a nosotros; la adoración eucarística
no es sino la continuación obvia de la celebración eucarística, la cual es en
sí misma el acto más grande de adoración de la Iglesia. Recibir la Eucaristía
significa adorar al que recibimos. Precisamente así, y sólo así, nos hacemos
una sola cosa con Él y, en cierto modo, pregustamos anticipadamente la belleza
de la liturgia celestial.” (n. 66)
Creo que, entre otros, el siguiente pasaje del
texto que acabo de leer no debe pasar inadvertido: “[La celebración
eucarística] es en sí misma el acto más grande de adoración de la Iglesia.”
Gracias a la sagrada Eucaristía, Su Santidad, Benedicto XVI, anota una vez más:
“La imagen del matrimonio entre Dios e Israel se realiza ahora en una forma
antes inconcebible: era para estar en presencia de Dios, pero ahora llega a ser
unión con Dios por medio de la participación en el auto darse de Jesús,
compartido en su cuerpo y en su sangre.” (Deus Caritas est, n.13). Por esta
razón, todo en la liturgia, y más específicamente en la liturgia eucarística,
debe llevara a la adoración, todo en el desenvolvimiento del rito debe ayudarlo
a uno a entrar en la adoración de la Iglesia a su Señor.
Considerar la liturgia como lugar de adoración,
para unirse con Dios, no significa perder de vista la dimensión comunal en la
celebración litúrgica, mucho menos olvidar el imperativo de la caridad hacía el
vecino. Por el contrario, sólo a través de una renovada adoración de Dios en
Cristo, que toma forma en el acto litúrgico, nacerá una autentica comunión
fraterna y una nueva historia de caridad y amor, que depende de la capacidad de
maravillarse y actuar heroicamente, lo cual sólo la gracia de Dios puede darlo
a nuestros pobres corazones. Las vidas de los santos nos recuerdan y nos
enseñan esto. “La unión con Cristo es también unión con todos aquellos a quien
Él se da. No puedo poseer a Cristo sólo para mí; sólo puedo pertenecer a Él en
unión con todos aquellos que han sido, o llegarán a ser suyos. La comunión me
saca de mi hacia Él, y así también hacia la unidad con todos los Cristianos.”
(Deus caritas est, n. 14)
4. La
Participación Activa
Realmente han sido los santos quienes han celebrado
y vivido el acto litúrgico al participar activamente. La santidad, como
resultado de sus vidas, es el más bello testimonio de una participación
verdaderamente activa en la liturgia de la Iglesia.
Justamente, entonces, y por providencia divina el
Concilio Vaticano Segundo insiste tanto en la necesidad de promover una
autentica participación de parte de los fieles durante la celebración de los
sagrados misterios, al mismo tiempo cuando recordó que la Iglesia del llamado
universal a la santidad. Esta autoritativa instrucción desde el concilio ha
sido confirmada y propuesta una y otra vez por tantos documentos sucesivos del
magisterio hasta el presente día.
Sin embargo, no siempre ha habido un correcto
entendimiento del concepto de “participación activa”, de acuerdo a como la Iglesia
la enseña y exhorta a los fieles a vivirla. Para estar seguros, hay
participación activa cuando, durante el curso de la celebración litúrgica, se
cumple con el apropiado servicio; hay también participación activa cuando se
tiene una mejor comprensión de la palabra de Dios cuando es escuchada o de las
oraciones cuando son dichas; también hay participación activa cuando uno se une
la propia voz a la de los otros en el canto… Todo esto, sin embargo, no
significaría una participación verdaderamente activa si no lleva a la adoración
del misterio de la salvación en Cristo Jesús, quien por nuestro bien murió y
resucitó. Esto es por lo que únicamente quien adora el misterio, acogiéndolo
dentro de su vida, demuestra que ha comprendido lo que se celebra, y ello es
participando verdaderamente en la gracia del acto litúrgico.
Como confirmación y respaldo de lo que se acaba de
afirmar, escuchemos una vez más las palabras de un pasaje del entonces Cardenal
Ratzinger, de su fundamental estudio “El Espíritu de la Liturgia”: “¿A dónde
lleva esta participación? ¿Qué significa que debemos hacer? Infortunadamente la
palabra fue rápidamente malentendida significando algo externo, perpetuando una
necesidad de actividad general, como si mientras más personas como fuera
posible, lo más a menudo posible, debieran estar visiblemente involucradas en
la acción. Sin embargo, la palabra ‘part-icipación’ se refiere a una acción
principal en la cual todos tienen una ‘parte’… Por la actio de la liturgia las
fuentes quieren decir la Plegaria Eucarística. La real acción litúrgica, el
verdadero acto litúrgico, es la oratio… Esta oratio —la Plegaria Eucarística,
el “Canon”— es realmente más que hablar; es actio en el más alto sentido de la
palabra.” (pp.171-172). Cristo se hace presente en todo su trabajo salvífico, y
por esta razón la actio humana se convierte en secundaria y deja espacio para
la divina actio, la obra de Dios.
Así la verdadera acción que es llevada a cabo en la
liturgia es la acción de Dios mismo, su obra salvadora en Cristo, de la que
participamos. Esto es, entre otras cosas, la verdadera novedad de la liturgia
Cristiana con respecto a cualquier otro acto de adoración: Dios mismo actúa y
realiza lo que es esencial, mientras el hombre es llamado a abrirse a la
actividad de Dios, a dejarse transformar. Consecuentemente, el aspecto esencial
de la participación activa es superar la diferencia entre el acto de Dios y el
propio, que lleguemos a ser uno con Cristo. Esto es por lo que yo podría
afirmar que lo que ha sido dicho hasta ahora, no es posible participar sin
adoración. Escuchemos otro pasaje de Sacrosanctum Concilium: “Por tanto, la
Iglesia, con solícito cuidado, procura que los cristianos no asistan a este
misterio de fe como extraños y mudos espectadores, sino que, comprendiéndolo
bien a través de los ritos y oraciones, participen consciente, piadosa y
activamente en la acción sagrada, sean instruidos con la Palabra de Dios, se
fortalezcan en la mesa del Señor, den gracias a Dios, aprendan a ofrecerse a sí
mismos al ofrecer la hostia inmaculada no sólo por manos del sacerdote, sino
juntamente con él; se perfeccionen día a día por Cristo Mediador en la unión
con Dios entre sí, para que, finalmente, Dios sea todo en todos.” (n. 48).
Comparado con esto, todo lo demás es secundario. Me
refiero en particular a las acciones externas, concediendo que son importantes
y necesarias, y previstas sobre todo durante la Liturgia de la Palabra.
Menciono las acciones externas porque, se convertirían en la preocupación
esencial y la liturgia se reduciría a un acto genérico, en ese caso el auténtico
espíritu de la liturgia se ha malentendido. Se sigue que una autentica
educación en la liturgia no puede consistir simplemente en aprender y practicar
acciones exteriores, sino en una introducción a la acción esencial, que es Dios
mismo, el misterio pascual de Cristo, a quien siempre debemos permitirle
encontrarnos, envolvernos, transformarnos. Que la mera ejecución de gestos
externos no sea confundida con el correcto envolvimiento de nuestros cuerpos en
el acto litúrgico. Sin quitar nada del significado y la importancia de la
acción externa que acompaña el acto interior, la Liturgia demanda mucho más del
cuerpo humano. Requiere, de hecho, su esfuerzo total y renovado en las acciones
diarias de esta vida. Esto es lo que el Santo Padre, Benedicto XVI llama
“coherencia Eucarística”. Propiamente hablado, es el ejercicio oportuno y fiel
de tal coherencia o consistencia lo que es la más auténtica expresión de la
participación, incluso corporalmente, en el acto litúrgico, la acción salvífica
de Cristo.
Deseo discutir más este punto. ¿Estamos de verdad
seguros de que la promoción de una participación activa consiste en dar todo en
el mayor grado posible a lo inmediatamente comprensible? ¿No puede ser el caso
que el entrar en el misterio de Dios podría facilitarse y, a veces, incluso
mejor acompañado por lo que toca principalmente las razones del corazón? ¿No es
el caso que a menudo se da una cantidad desproporcionada de espacio a charlas
vacías y triviales, olvidando que el diálogo y el silencio pertenecen a la
liturgia, el canto congregacional y la música coral, las imágenes, los
símbolos, los gestos? ¿Tal vez, también la lengua latina, el canto gregoriano,
y la sagrada polifonía pertenecen a este múltiple lenguaje que nos conduce al
centro del misterio?
5. Música
Sagrada o Litúrgica
No hay duda de que una discusión, para introducirse
a sí misma auténticamente en el espíritu de la liturgia, no puede pasar en
silencio la música sagrada o litúrgica.
Me limitaré a una breve reflexión para orientar la
discusión. Uno podría preguntarse por qué la Iglesia por medio de sus
documentos, más o menos recientes, insiste en indicar un cierto tipo de música
y de canto como particularmente consonantes con la celebración litúrgica. Ya en
tiempos del Concilio de Trento la Iglesia intervino en el conflicto cultural
que se desarrollaba en ese entonces, reestableciendo la norma en la que la
música conformándose al texto sagrado era de importancia primaria. Limitando el
uso de instrumentos y señalando una clara distinción entre música profana y sagrada.
La música sagrada, mucho más, nunca debe ser entendida como una expresión
puramente subjetiva. Está anclada a textos bíblicos o de la Tradición, que se
cantarán durante el curso de la celebración. Más recientemente, el Papa San Pío
X intervino en una manera análoga, buscando remover el canto operático de la
liturgia y seleccionando el canto gregoriano y la polifonía desde el tiempo de
la reforma Católica como el estándar para la música litúrgica, distinguirlo de
la música religiosa en general. El Concilio Vaticano Segundo no hizo más que
reafirmar el mismo estándar, así también los más recientes documentos
magisteriales.
¿Por qué insiste la Iglesia en proponer ciertas
formas como características de la música sagrada y litúrgica que las hacen
distinguir de todas las otras formas de música? ¿Por qué, también, el canto
gregoriano y la sagrada polifonía clásica se han convertido en las formas a
imitarse a la luz de las cuales la música litúrgica e incluso la popular
deberían continuar siendo producidas hoy?
La respuesta a estas preguntas reside precisamente
en lo que hemos buscado afirmar con respecto al espíritu de la liturgia. Es
propiamente esas formas de música, en su santidad, su bonomía, y su
universalidad, la que se traduce en notas, en melodías y cantando el auténtico
espíritu litúrgico: llevando a la adoración del misterio celebrado,
favoreciendo una autentica e integral participación, ayudando a quien escucha a
captar lo sagrado y con ello la esencial primacía de Dios actuando en Cristo, y
finalmente permitiendo un desarrollo musical que está anclado en la vida de la
Iglesia y la contemplación de su misterio.
Permítaseme citar al entonces Cardenal Ratzinger
una última vez: “Gandhi subraya tres espacios vitales en el cosmos, y demuestra
cómo cada uno de ellos comunica incluso su propio modo de ser. El pez vive en
el mar y es callado. Los animales terrestres gritan, pero los pájaros, cuyo
espacio vital son los cielos, cantan. El silencio es propio del mar, el grito
es propios de la tierra, y el canto es propio de los cielos. El hombre, sin
embargo, participa en todos los tres: lleva en sí lo profundo del mar, el peso
de la tierra, y la altura de los cielos; esto es por lo que los tres modos de
existencia le pertenecen: el silencio, el grito y el canto. Hoy… vemos que,
despojado de trascendencia, todo lo que le queda al hombre es gritar, porque
desea ser únicamente tierra y busca convertir en tierra incluso los cielos y el
fondo del mar. La verdadera liturgia, la liturgia de la comunión de los santos,
lo restaura a la plenitud de su existencia. Ella le enseña de nuevo cómo volar,
la naturaleza de un ángel; elevando su corazón, hace resonar de nuevo en él esa
canción que en cierto modo ha caído dormida. De hecho, podemos incluso decir
que la verdadera liturgia es reconocible especialmente cuando nos libera del
modo común de vivir, y nos restaura el fondo y la altura, el silencio y el
canto. La verdadera liturgia es reconocible por el hecho de que es cósmica, no
una costumbre hecha por un grupo. Canta con los ángeles. Permanece callada con
el profundo fondo del universo en espera. Y en este modo redime al hombre.”
En este punto quiero concluir la discusión. Por
algunos años ahora, algunas voces que hablan acerca de la necesidad de una
nueva renovación litúrgica se han escuchado dentro de círculos eclesiales. De
un movimiento, en varias maneras análogo al que formó la base para la reforma
promovida por el Concilio Vaticano Segundo, capaz de operar una reforma de la
reforma, o más bien, un paso más adelante en el entendimiento del auténtico
espíritu de la liturgia y de su celebración; su meta sería llevar a cabo esa
providencial reforma de la liturgia que los Padres conciliares llevaron
adelante pero que no siempre, en su implementación práctica, encuentra un oportuno
y feliz cumplimiento.
No hay duda de que en esta nueva renovación
litúrgica somos nosotros los sacerdotes quienes debemos recobrar un papel
decisivo. Con la ayuda de nuestro Señor y de la Santísima Virgen María, madre
de todos los sacerdotes, que este más hondo desarrollo de la reforma también
sea el fruto de nuestro sincero amor por la liturgia, en fidelidad a la Iglesia
y al Santo Padre.
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