ESTAMPA PARA LA DEVOCIÓN PRIVADA DE MADRE María Antonia de santa teresita, Carmelita descalza
miércoles, 12 de marzo de 2025
CARTA DE EDIFICACIÓN DE MADRE MARÍA ANTONIA DE SANTA TERESITA, CARMELITA DESCALZA DE SORIA
CARTA DE EDIFICACIÓN DE MADRE MARÍA ANTONIA DE SANTA TERESITA
J.M. + J.T.
Jesús sea siempre en nuestras almas
Muy querida Madre y
Comunidad:
Como se les notificó
en su día, el 16 de mayo de 2024, festividad de San Simón Stock, el Señor nos
visitó como un ladrón, para robarnos la joya de su amor. Nuestra muy querida y entrañable
Madre María Antonia de Santa Teresita, pasaba, de los brazos de sus hijas, a
los brazos del Padre celestial, para recibir de su infinita misericordia y de
su amor entrañable, el premio merecido por su larga vida entregada totalmente a
él y a las almas con absoluta generosidad.
En esta misiva les comunicamos y les descubrimos algunas pinceladas y rasgos de su persona y de su vida para que, conociéndola un poquito más, la amen. Y amándola, no dejen de tenerla presente en sus santas oraciones. Dios se lo pague con creces.
*** *** ***
En un pueblecito de
Villabraz llamado Fáfilas, en la provincia de León nació el 22 de octubre de
1936 una preciosa niña llamada María Antonia Alonso García, quien andando el
tiempo entraría en nuestro Convento de Carmelitas Descalzas de Soria llamándose
desde entonces, María Antonia de Santa Teresita.
Nuestra muy querida y
entrañable Madre María Antonia era hija de D. Virgilio Alonso y de Dña. Basilisa
García, ambos muy cristianos y temerosos de Dios, quienes fueron bendecidos con
siete hijos: tres chicas y cuatro chicos. Nuestra Madre María Antonia era la
segunda de los siete. Su papá, se
dedicaba a trabajar en la tierra para sacar a la familia adelante; y su mamá
cuidaba de la casa y de los niños. Era
una familia sencilla, trabajadora, muy católica y feliz, en la que todos sus
miembros estaban unidos entre sí, dando ejemplo a todos.
La infancia de nuestra querida Madre María Antonia transcurrió feliz en
aquel pueblecito en donde todos se conocían y se saludaban. Mucho gozaba ella en el campo cuando iba a ayudar a su papá, y cuando
al cruzarse con otros vecinos que iban o venían del trabajo se saludaban con
aquel típico: “¡Buen día tenga usted!”
También gozaba mucho
en todos los actos de piedad, especialmente, en la Santa Misa; y en el rezo del
santo rosario, que solían rezar en familia al atardecer, al finalizar los
trabajos de cada jornada, tras de los cuales, tenía otras recreaciones muy
sanas en las que su corazón bueno, noble, puro y sencillo, se admiraba y se sorprendía
con facilidad, pasándolo muy bien con cualquier cosa buena, honesta y recta.
A nadie le extrañaba,
que en aquel ambiente tan cristiano, surgieran, entre los miembros de aquella
familia tan bendecida por Dios, deseos y aspiraciones trascendentales.
Aquella pura e
inocente almita de nuestra querida Madre María Antonia, cuando tan solo contaba
con siete añitos, ya tenía deseos firmes de consagrarse por completo a Dios. Cuando
cumplió 13 años, sus padres, le preguntaron si deseaba ir a estudiar con su
prima misionera en las Dominicas de Cisneros (Palencia). Ella aceptó con mucha
ilusión, y estuvo interna en ese colegio hasta que, con tan solo 19 años de
edad, acabó la carrera de Magisterio. Le entusiasmaba ser misionera y estaba
decidida a ser una de ellas el día de mañana, e irse hasta Perú. (Más tarde, andando el tiempo, fue el Señor
quien le trajo Hermanas peruanas al convento, cuando ella fue priora).
Uno de los motivos por
los que eligió estudiar la carrera de Magisterio fue precisamente ese de ser
misionera. Pero, también, porque le encantaban los niños y los jóvenes. No
obstante, Dios la quería en otro sitio, y prueba de ello, fue un episodio que nos
narró en cierta ocasión. Nos dijo, una vez, que, queriendo ella y otra amiga hablar
con las dominicas, se fueron un día – creo que, sin decir a nadie — a
visitarlas a su convento, con la intención de hablar y de estar un rato con
ellas. En esto, llamaron al timbre y les abrieron la puerta. Al entrar en el
portal, estuvieron un rato buscando algún modo de poder comunicarse con las
religiosas, pero nada, todo esfuerzo fue inútil porque, las paredes estaban
todas ciegas, es decir, no había ni puertas, ni torno, ni ventanas, ni nada
para poder comunicarse con ninguna de ellas. Así que, admiradas de lo sucedido,
no les quedó más remedio que regresar a su casa, sin haber visto, ni haber entablado
conversación alguna, con ninguna de aquellas religiosas. En fin, cuando Dios
algo quiere; lo quiere, y hace lo que quiere, que es omnipotente.
Dios no la quería
dominica, sino carmelita. Y lo proveyó Dios magníficamente, al finalizar el segundo
curso de Magisterio. La Madre María Antonia hizo, entonces, ejercicios espirituales,
y la Providencia divina permitió que cayera en sus manos el libro de “La Historia
de un alma” de Santa Teresita del Niño Jesús. Al leer que ella deseaba ser carmelita
para orar y sufrir por la santificación de los sacerdotes y la conversión de
los pecadores, se sintió tan profundamente identificada que entendió
perfectamente que Dios la quería carmelita, pues en su pecho sentía el mismo
anhelo. A partir de este momento nunca más dudó de su lugar en el cuerpo
místico de Cristo. Hubiera entrado enseguida, pero alguna dificultad lo
impidió, por lo que antes de entrar estuvo haciendo algunas prácticas en las que
gozó mucho, porque, como dijimos, le encantaba la enseñanza y también, los
niños y los jóvenes. Realmente, siempre se le dio muy bien lo de enseñar, pues
tenía una mente clara y lúcida que conservó hasta el final de su vida.
Dios la dotó de muchas
cualidades: era muy rápida y precisa en las decisiones, y tenía un gran corazón;
muy limpio, transparente, noble y sencillo. Y muy sensible, bondadoso y
generoso.
Se compadecía con
facilidad de aquellos que padecían alguna necesidad; y en la medida en que
podía, procuraba socorrerles, con piedad y misericordia. ¡Cuántas veces la oí
decir!: ¡“Hasta mi camisa, daba yo!”. A
lo que, bromeando, servidora le respondía algunas veces: «claro, como no tiene,
yo también las daba todas». Y, ella, amable, se sonreía.
Siempre estaba
haciendo el bien, y era feliz adoctrinando a aquellos niños y jóvenes de
corazón puro y bueno, con los que, probablemente, lograría sintonizar muy
rápido, dada la bondad de su amable corazón semejable a la de sus jóvenes
discípulos. Les estuvo dando clase hasta el día 12 de noviembre de 1957, día feliz
y añorado en el que, por fin, le fueron abiertas las puertas de este bendito Carmelo
de Soria, para acoger en el seno de su comunidad, su maravillosa vida tan dispuesta
a entregarse, hasta el final, a la única causa de la gloria de Dios y de su honor:
la santificación de los sacerdotes y la salvación de los pecadores. Este deseo
fue el que la impulsó a sacrificar generosamente todos aquellos gustos suyos,
tan puros, tan santos y tan nobles, como eran los de ser misionera en Perú, para
entregarse a Dios por completo en el Carmelo. Debió ser un toque del Espíritu
Santo, aquella claridad que tuvo; pues, jamás, en toda su vida religiosa,
hubo fuerza humana que la hiciera retroceder de esa oblación total y absoluta
de todo su ser a Dios, en favor de sus hermanos, los sacerdotes y de las almas
de los pecadores. Este gran deseo, junto con el pensamiento del sacrificio que tuvo
que hacer su padre, al darle los estudios; y el hecho de no poder ayudarle más,
por tener que responder a la llamada de Dios, le dieron siempre, mucha fuerza, para
seguir entregándose a Dios a lo largo de toda su vida religiosa, haciendo de su
vida una ofrenda permanente en su honor.
Siempre fue muy
generosa, y cuando ingresó en nuestro convento, lo hizo sabiendo muy bien a lo
que venía, y a lo que se comprometería.
Cuando, pidiendo la admisión
en nuestro convento, hubo de esperar hasta que se arreglara un asunto, que era
necesario que se arreglara para poder ella entrar, llamó a la puerta de otras
religiosas de otra orden, que le admitieron enseguida. Pero, me dijo una vez,
que escogió ingresar en el Carmelo, porque entendía que era una vida más
austera y podría sufrir más por los sacerdotes y por los pecadores, ganándoles,
así, más gracias.
El mismo día de su
entrada, una Hermana le preguntó si había venido sola. Ella, tan avispada como
era, pensó en su interior: “Qué raro que me pregunte que si he venido sola”. Y,
enseguida, conociendo por dónde iba la indirecta de la Hermana, le contestó:
“No, con el amor propio”. En este
detalle de su primer día en el convento, ya podemos hacernos una idea de la
joven que había tenido la dicha de acoger, en su seno, la comunidad.
Como era tan buena, tan
lista y responsable, pasó por todos los oficios menores de la comunidad, siendo
feliz y haciendo felices a las demás. También fue maestra de novicias; y ostentó
los cargos de Supriora y de Priora muchos años. En todos ellos fue muy feliz
porque, como ella decía, hacía la voluntad de Dios y ayudaba a sus Hermanas.
Fue una Madre tremendamente entregada, y en todos los oficios dejó constancia
de ello. Como Madre Maestra, que lo fue de servidora, siempre estuvo al lado
ayudando, pues estaba dotada de un gran corazón maternal, lleno de amor de Dios
y muy amante de los jóvenes. Jamás escatimó ningún esfuerzo para enseñar lo que
debía y, gracias a ella, puede seguir hoy la comunidad, adelante.
De jovencita, cuando
contaba con tan solo 25 años de edad, le pusieron el oficio de enfermera;
oficio que le encantaba, y en el que no se perdonó sacrificio, pues fue siempre
muy responsable y tenía el hábito de entregarse hasta el final. Todas las
enfermitas le agradecían cuanto les hacía y la querían mucho, pero tanto se
entregó a ellas, que al estar nombrada solo ella como enfermera de tres
Hermanas graves, cayó enseguida con jaquecas, y casi toda su vida estuvo padeciéndolas.
No pocas veces le hacían devolver y pasaba ratos con mucho dolor y náuseas, mas
siempre se mostraba sonriente, tranquila, y plenamente entregada como si se
encontrara perfectamente bien. ¡Cuántas veces me engañé pensando que se
encontraba de maravilla, cuando, en realidad, había estado padeciendo tanto,
ofreciéndoselo a Dios en silencio y en soledad! Siempre fue enemiga de entristecer
a los demás, y sus malecillos siempre se los guardaba para sí, conservando la
sonrisa en su rostro, y la bondad y la paz en su corazón. Recuerdo, cómo en su
última Navidad, a pesar de su frágil salud, estando un día en recreo con la comunidad,
se puso a bailar al son de los villancicos, saliendo sonriente al ruedo en
donde nos hallábamos las demás, dando unos pequeños saltitos apoyada en su
bastoncito. Le encantaba vernos alegres y felices; y realmente, lo conseguía
tantas veces. Era muy amable, sabiendo estar a la altura que pedía cada
situación, a pesar de no encontrarse bien en tantas ocasiones.
Dada las cualidades y
capacidades con las que Dios la dotó y lo extremadamente responsable que era en
todo lo que se le confiaba, las Prioras siempre tuvieron un respiro con ella, y
pudieron vivir tranquilas en cuanto a lo que a ella se refería, pues entendía
de todo y ayudaba siempre mucho a todas. Daba paz y seguridad, y todo lo hacía
muy bien. También le encantaban las manualidades y en este campo pudo
desarrollar su gran creatividad. Tenía nociones de pintura y dominaba el arte
de pirograbado; también repujaba estaño y aprendió a manejar la máquina de
plastificar, haciendo muchas fundas para los escapularios. También hacía llaveros,
carteritas, bolsas; y rosarios y viacrucis de libro.
De sacristana hizo maravillas,
y nos dejó recuerdos bellísimos; pues solía plasmar, en cuanto hacía, su
inmenso amor al Señor y a la Virgen. Ella misma hizo media docena de candelabros,
cuya estructura era de madera o aglomerado que revistió de estaño, repujando en
cada una de las cuatro caras de los mismos, motivos marianos y eucarísticos. ¡Hasta
la cera exterior de la vela la hizo ella! También hizo algunas jardineras
repujadas en estaño, que luego pintó bellamente con motivos carmelitanos; y un
precioso crucifijo que solemos sacar para las elecciones de priora. Asimismo,
se le daba muy bien el corte y la confección. Hizo varios manteles para los
altares de la sala capitular, del oratorio de la santa Madre; para el oratorio
del noviciado y para el de la ermita de la huerta.
Fue siempre muy espabilada,
habilidosa, y creativa hasta el fin de su vida. Aprovechaba cualquier retal de
tela para confeccionar, por ejemplo, una
bonita casulla. Y con lo que las demás desechábamos, sabía ingeniárselas para
hacer cositas bonitas que regalaba a la Madre para que pudiera ella cumplir. Salía
adelante con todo a lo que se ponía, pues tenía mucha facilidad para todo. Y a
todas nos ayudaba, pues tenía un corazón de oro, que sabía y conocía, como madre
que era, cómo cuidarnos y darnos lo que necesitábamos en cada momento; pues tan
lleno estaba su corazón del amor, de la misericordia y de la bondad de Dios, de
las cuales era tan devota. Fue una madre y maestra que conocía, cuidaba, intuía,
ayudaba y alentaba. Y todos los días rogaba
a Dios por cada una de nosotras y por nuestros familiares.
Últimamente, no hacía
más que exorcismos por todos, a diestra y siniestra, y por todos oraba mucho, pues
veía lo mal que estaba el mundo y lo suelto que estaba el demonio. Y, cada vez
que subía y bajaba en el monta-personas, lo hacía, pidiendo por cada monja y
por sus familiares, por los sacerdotes y por los pecadores. Cuando subía, lo
hacía por unos; y, cuando bajaba, pedía por los otros. Era metódica, constante y fiel cumplidora, y en
su corazón cabíamos todos; y a todos llegaba su oración de intercesión.
Últimamente, notaba
que se tenía que esforzar mucho para todo y me daba mucha pena verla esforzarse
tanto, por lo que le animaba a acoger algún alivio, esmerándome en darla
razones; diciéndola que estaba bien el esforzarse, pero no el violentarse, ya
que tenía el corazón delicado y la salud bastante quebrada; que era mayor, y que
ya entendería el Señor que tendría necesidad de descansar; que ya se había
entregado toda la vida; que no era falta aceptar algún alivio dada su avanzada edad
y su estado de salud. A lo que ella me respondía invariable: que, por caridad,
la dejara ir a todo; que ya le quedaba poco tiempo y que no quería negarle nada
al Señor, hasta el final, por los sacerdotes y por los pecadores. Así que, no
me quedaba más remedio, que dejarla, quedándome profundamente impresionada y
edificada de su grandísimo espíritu y de su inmenso amor a Dios, a los
sacerdotes, a los jóvenes y a las almas por las cuales se sacrificaba.Y es que,
precisamente, fue ese sufrir más, por los sacerdotes y por los pecadores, lo
que la trajo al Carmelo, y lo que, seguramente, Dios la fue pidiendo a lo largo
de toda su vida, hasta el final, como ella decía. Y fiel y obediente al querer
de Dios, jamás dudó un instante en dárselo todo del todo, con aquella
generosidad impresionante que le caracterizaba, junto a su recia voluntad. Por
otra parte, era profundamente humana y acogedora, y se preocupaba por cada
Hermana. Cuando el COVID asoló el mundo, ella lo contrajo de las primeras junto
con servidora. Y recuerdo, cómo lo pasó en pie, ayudando a las demás que iban
cayendo. Y, con qué compasión, también, se acercaba al cristal de la habitación
de la enfermería, deseándome el que me pusiera bien. Era toda compasión para
las demás, y de ella siempre se olvidaba.
Recuerdo otra ocasión
cuando, hace años, se cayó en una de las celdas y se fracturó la cadera. Estuvo
un día y medio acudiendo al coro como una más por su propio pie. Y aunque
sentía dolor, nos decía, que estaba bien, que creía que no se había roto
nada. Poco después, tuvieron que ingresarla de urgencia para intervenirla
y colocarle una prótesis, pues tenía fracturada la cadera.
Siempre fue muy
fuerte, y muy de tirar para adelante. El espíritu que la animaba no era para
menos. Realmente, todos los médicos lo decían. Y, hasta en sus últimos
momentos, cuando ya no hablaba, el equipo médico lo comentaba entre sí.
También recuerdo cuando
hace ocho años le tuvieron que serrar el esternón para sacarle del cuerpo su
corazón y colocarle una prótesis en la aorta por tenerla excesivamente dilatada,
y el personal sanitario estaba pasmado del coraje, de la alegría y de la paz que
tenía e infundía nuestra querida y entrañable Madre. Recién intervenida,
recuerdo que me sorprendió el cardiólogo, el Dr. Rábago, por detrás, en uno de
los pasillos de la Clínica, y me dijo: “¡¡PERO VAYA ESPÍRITU MÁS FUERTE QUE
TIENE LA MADRE!!” Pues sí, realmente, tenía toda la razón; lo era, y mucho, era
muy fuerte. Estaba acostumbrada a entregarse del todo, desde hacía ya muchos
años, y Dios la iba dando y pidiendo, cada vez más, y más.
Hace como tres años,
tropezó un día al bajar un escalón y se fracturó el hombro. ¡Qué pena me dio
verla tendida en el suelo!, y diciéndome: “¡Madre, esto se acaba, Dios me llama!”
A lo que servidora le repuso: “No, Madre, no; todavía, no”. “Hierba mala, nunca
muere”. Se lo decía con inmenso cariño, pues siempre fue ella como una rica y
saludable medicina para todos, como una linda azucena que alegraba el corazón y
la vida del prójimo con el rico perfume de su amor a Jesús y a los demás. Así
que, con harto dolor, hubo que ingresar a nuestra querida flor para
intervenirla de nuevo. Y, ¡a vida o a muerte!, pues su salud se hallaba
bastante deteriorada y no ofrecía una garantía total. No podíamos dejarla con
el hombro roto hasta que Dios dispusiera llevarla junto a sí, pues eso hubiese
supuesto una larga agonía muy triste y dolorosa a la que, muy probablemente, se
le hubieran sumado otros problemas de consecuencias graves. Así que, con los
ojos y el corazón suplicantes y clavados en la infinita misericordia de Dios,
con gran confianza en él, optamos por ingresarla para intervenirla el hombro. Y
quedó, gracias a Dios, perfectamente bien operada. Pero el mismo día que regresó
a casa, se le bajó el oxígeno en sangre hasta 62, por lo que hubo que
ingresarla de emergencia en la Seguridad Social, que es lo que tenemos aquí,
más a mano. Le hicieron más pruebas y
detectaron otra dilatación grande de la aorta, pero esta vez, en la descendente;
además de un trombo en el pulmón. Casi me da un infarto. Servidora había estado
con ella durante la intervención y como todo había ido bien, me fui entonces a
Madrid para acompañar a otra Hermana joven a la que también tenían que
intervenir. Enseguida pedimos el alta y nos pusimos inmediatamente en camino,
aprovechando el tiempo de viaje a casa para gestionar por teléfono la solicitud
de un acumulador de oxígeno para nuestra querida Madre María Antonia, que
estaba ingresada en la Seguridad Social. En cuanto llegué a casa, me fui
corriendo a la Seguridad Social para estar con ella. Y allí, nos sucedió una
serie de peripecias que pudimos pasar bien con la ayuda de la Virgen. Era el
día de la Virgen Milagrosa, y servidora se hallaba profundamente intervenida de
lo alto. Querían ingresar a la Madre María Antonia en la planta del COVID y
hacerla pasar allí 48 horas, antes de pasarla a planta. A servidora decían que se
largara, que no traspasara la línea roja que tenían en el suelo. Gracias a
Dios, bajo la intervención de lo alto, pude desafiar aquella línea roja que me
prohibían cruzar, y pude hablar y convencer al hombretón aquel que no me dejaba
pasar. Tanto me ayudó el cielo, que cayendo como derrumbado aquel hombre, tras los
argumentos que el Señor iba poniendo en mi corazón y en mis labios, hizo Dios,
que se ablandara su corazón y que reflexionara. Y que, por fin, me hiciera caso
de que hablara con la máxima autoridad para, poder así, dejarnos pasar a planta
sin tener que pasar por la prueba de estar 48 horas ingresadas en la planta de
los enfermos de COVID, ya que corríamos peligro de contraer lo que aún no
teníamos. Gracias a Dios, pasamos a planta evitando aquella prueba. No
obstante, nuestra querida Madre Mª Antonia, a toda costa, quería volver a casa.
Así que, con mucho tacto, tras una noche infernal, y tratando de no molestar al
personal, al final, bajo mi responsabilidad, la pude traer a casa, en donde ya
respiramos a fondo las dos. Se fue recuperando, poco a poco, gracias a la bondad
y a la caridad de Sara Cecilia, una fisioterapeuta que todas las semanas venía
a casa y que, con mucho cariño, nos iba dando las pautas para trabajar los
músculos necesarios para ir recuperando el movimiento del hombro y del brazo.
Quedó muy bien, gracias a su gran tesón, a su fuerza de voluntad y a su constancia
en hacer los ejercicios que le enseñaba nuestra querida fisioterapeuta, quien, tan
buena y generosa, nunca nos cobró a pesar de venir al convento una vez a la
semana para ver sus progresos e ir cambiándole los ejercicios según se iba
recuperando. No obstante, su salud se iba deteriorando, aunque no parecía, porque
iba a todos los actos de comunidad y seguía trabajando con una sonrisa de oreja
a oreja y soltándonos sus chascarrillos y aquellas frases que te dejaban
pensando y te componían en un momento; otras veces, nos hacía morir de risa.
El trombo del pulmón
con el que regresó a casa tras la intervención del hombro, también se fue
resolviendo con la medicación que le prescribieron, aunque empezó a precisar de
oxigenoterapia, sobre todo por la noche. Pero gracias a Dios, salió adelante
con todo sin problema. Después de esto, el Señor la siguió probando en su
fidelidad y en su amor, por lo que la fue pidiendo un poco más y otro poquito más,
cada vez. Hace como un año y medio, hubo de ser intervenida de cataratas en sus
ojitos. Valiente como siempre, no hizo problema de nada. La que le operó le cogió
muchísimo cariño por su sencillez, por su nobleza, y por su simpatía y espontaneidad.
También, por su gran espíritu y por la fortaleza que demostraba. Ella le decía
a la oftalmóloga que quería conservar la vista de cerca, que la de lejos no la
importaba tanto, pues, total, para lo que había que ver… Pero, la de cerca, le
interesaba mucho, para poder seguir cosiendo y poder seguir ayudando a todas. Y es que, realmente, nos ayudaba mucho siempre
a todas. Tan pronto te arreglaba un libro, como te ayudaba, o te cosía todo el
hábito, o te forraba las alpargatas, o te confeccionaba una saya. También te confeccionaba,
tan pronto, una bata para la limpieza, como un precioso vestido para el Niño
Jesús (hizo varios) o para una talla de una Virgencita que vestimos según la
fiesta litúrgica que toque. Igualmente, hacía mesas con mucha facilidad. De
hecho, aunque no tenemos mesas en las celdas, ella, al ser Supriora y tener que
hacer las cuentas, tenía una para poder apoyar los libros. Se la hizo ella y,
bien resistente, con unas tablas, con unos listones y con unos cartones duros. Hasta
no le faltaban sus cajoncitos de cartón con sus tiradores de cuerda para guardar
en ellos sus bolígrafos y cuadernos.
Como Madre Maestra de
servidora, no me puedo resistir a decir que fue una madraza toda la vida y que su
entrega fue total y absoluta, hasta el final. Tenía una gran cabeza y mucha
rapidez para decidir pronto y bien. De
Supriora era rápida como una flecha, y no se equivocaba nunca. Tenía mucha
facilidad para las cuentas, y adornaba los altares del coro con mucho espíritu.
También dirigía muy bien el rezo y los coros; y amenizaba preciosamente los
cumpleaños de la Madre Priora, sacando poesías y cantos graciosos en ocasiones,
y espirituales en otras. Asimismo, se le daba bien sacar papeles que otras
protagonizaban, y alguna vez, también lo hacía ella con mucho estilo y gracia. ¡Cuántas veces trabajaba para las demás llevando
el esfuerzo ella, y el aplauso y la admiración la Hermana! Esto, ¡cuántas veces!
¡Casi toda su vida, y con qué naturalidad!
Últimamente, hablaba
poco porque no oía bien, pero trabajaba sin parar. No obstante, cuando nos
hablaba, soltaba frases lapidarias con rico contenido espiritual que te
lanzaban a lo esencial. También resultaba muy graciosa, porque, era muy
espontánea y nada sabía ella de componendas. Tal cual la veías, así era:
sencilla, espontánea, de buen juicio. Atinada para dar en cualquier momento un
buen consejo, o para quitarte, de un plumazo, una tentación con una sola frase,
impulsándote a ir a Dios, inmediatamente.
Los últimos años de su
vida hacía muchos cuadros de Jesús, de la Virgen y de la divina misericordia; y
sobre todo al final, calvarios. Bajaba a la huerta apoyada en su andador y,
despacito, con mucho sacrificio, buscaba piedrecitas para sus calvarios. Se agachaba
despacito e iba recogiendo, alegre, las piedrecitas que iba encontrando, para
formar con ellas un pequeño montículo. Entre los huequecitos que formaban las
piedrecitas ponía unos hilitos de lana verde, como si fueran plantitas que
salieran de entre las piedrecitas, y en la cima de la montañita colocaba el
signo de lo que su vida estaba viviendo: ¡Una cruz!, y a veces, un crucifijo.
Su vida y su espíritu los plasmaba en cuanto hacía. Reflejaba en sus
manualidades lo que llevaba dentro; incluso sus deseos de ayudar, a todos, a más
amar a Dios. Por eso, se le ocurrían y hacía todas esas labores religiosas que,
aunque humildes, despertaban y siguen despertando a las almas sencillas y
sensibles, a más amar a Dios y al prójimo.
Otra cualidad que
tenía nuestra querida Madre María Antonia era la facilidad que tenía para
conocer a las personas, y la de ayudarlas. Y no solo lo hacía materialmente,
sino también, espiritualmente, pues sabía escuchar; y, enseguida, entendía y
obtenía la mejor respuesta para cada cual, tanto para la gente de fuera como
para nosotras.
Cuando fue Priora se
preocupó de comprar bastantes libros y cintas magnetofónicas espirituales para
ayudarnos en la formación permanente. También compró, en distintos momentos, cuatro
imágenes que tenemos en la huerta y en los patios del convento, que nos mueven
a devoción cuando las vemos. Y, muy devota de la Divina Misericordia, procuró
propagarla a lo largo de su vida, haciendo y regalando cuadros de ella, y
compartiendo con muchas personas materiales sobre ella, además de rezar
diariamente, el rosario de la Divina Misericordia. También profesaba gran amor
a nuestra Madre Santísima, a nuestro Padre San José, a nuestros santos Padres, a
Santa Teresita del Niño Jesús, y al buen ladrón San Dimas, como ella le llamaba.
Decía graciosamente al final de su vida, que había cogido amistad con él. Y que
con su amistad se sentía segura de alcanzar un trocito de cielo. No creo yo
que, para alcanzar el cielo, tuviera su alma necesidad de tal amistad, pues su
vida estuvo siempre muy bien direccionada, y sus obras la acompañaron hasta el
final. Además, el Señor fue providentísimo y amorosísimo, con ella y con
nosotras hasta última hora, ya que en menos de 36 horas que duró la preparación
inminente de su último viaje, pudimos respirar, paladear y saborear, cuán bueno
e infinitamente misericordioso es Dios para los que le aman y le buscan con
sincero corazón.
En la última temporada
de su vida, Dios la puso a prueba como oro en el crisol, dejando su alma en
tinieblas. Y, a pesar de haber sido tan buena y entregada, viéndose pobre, miserable
y pecadora, sacaba de su virtud grande, la suficiente confianza para decir que
se alegraba de verse así, tan pobre; porque de esta manera, un día, al ver
todos que Dios había podido con ella, resplandecería más su infinita
Misericordia, gracias a ella. Y esto alegraba su alma.
El Señor iba
trabajando con primor, en el supremo embellecimiento de su alma; y en el último
o dos últimos meses antes de su partida para el cielo, se fueron sumando poco a
poco, los malestares, los cuales ofrecía sin cesar con generosidad por los
sacerdotes, por los jóvenes y por las almas de los pecadores. Me decía que
sentía una sensación extraña que le subía desde el estómago hasta la garganta. Hacía
años que sentía molestias en esa zona a consecuencia de una hernia enorme que
tenía en el tórax, que no pudo ser operada en su día por su precaria salud. Además
de ello, también era intolerante al gluten, a la lactosa y a los hidratos de
carbono de cadena corta. También tenía que tomar el alimento triturado, pues
tenía la dentadura delicada y, a veces, preguntaba: “bueno, y aquí, ¿cuál es el
primero y cuál, el segundo?” Pobrecilla, ¡Cuánto tuvo que ofrecer a Dios al no
poder comer lo que las demás y como las demás! Como no tenía olfato, creo que
no le sabría a nada lo que ingería, pero jamás se quejó de eso y siempre se comió
todo, expresando su agradecimiento a todas, por hacerle sus comiditas aparte con
tanto cariño.
Algunas semanas antes
de volar al cielo, me compartió que sentía perder fuerzas en sus piernas. Servidora
le decía que procurara salir a andar un poquito por el corredor o por los
pasillos para que no se debilitara más. Y, a pesar del trabajo que ello le
suponía, se esforzaba para andar, ayudada del oxígeno que llevaba en su andador,
ofreciéndoselo todo al Señor por la salvación de las almas.
Últimamente, me decía
que le resultaba dura la vida y que cuánto mejor estaría ya en el cielo. Y es
que, a esto que estaba padeciendo, se le sumó otra prueba muy dura que Dios
permitió en ella. Se conoce que, el
Señor la veía tan fuerte en el espíritu, y tan suya, que le probó como oro en el
crisol, sometiéndola a una oscura prueba de la noche del espíritu, la cual me
hizo ponerme en alerta, y prepararme para un próximo desenlace que intuía
probable, aunque no pensaba que fuera a ser tan pronto. No obstante, los dos
últimos días de su vida, sobre todo, estuvieron muy especialmente llenos de la gracia
de Dios, de su amor y de su misericordia; tanto para con ella, como para con nosotras.
Se sentía tanto la presencia de Dios y su actuación divina; y fue todo tan
providencial, que se sentía cómo la mano providente de Dios andaba gobernándolo
todo. Y esto, de tal manera, que si nos hubiesen avisado unos días antes, de lo
que iba a suceder, y nos hubiesen dejado tiempo para pensar cómo actuar, para
ordenarlo todo, y para hacer las cosas lo mejor posible, creo que no lo hubiésemos
hecho tan bien como lo hizo Él, en su infinita providencia. Realmente, sus
planes y su amor SIEMPRE están sobre nuestros planes y sobre nuestras perspectivas.
¡Qué grande es Dios! Si nos
abandonáramos siempre a su providencia amorosa, ¡qué maravillas no haría Él en
nuestras vidas!
Y fue el martes 14 de
mayo, cuando la Madre María Antonia me llamó a primera hora de la mañana para
decirme que tenía una sensación extraña alrededor del cuello. Le tomamos la
tensión y vimos que la tenía bastante alta, por lo que la administramos la
medicación adecuada para controlársela. Gracias a Dios, se estabilizó y pasó la
mañana bastante bien, aunque un tanto cansada. Hacía unos días, no muchos, que
además de llevar el oxígeno por la noche, comenzamos a administrárselo también
durante el día, ya que observamos que si no, se le bajaba bastante la
saturación. El mismo martes 14 de mayo, después de rezar la estación al
Santísimo, cuando nos disponíamos a echar la siesta, no sé a qué fui a la celda
de la enfermera, y recibí una llamada de teléfono de la Madre Supriora (le
compré uno para que, si necesitaba algo, solo con pulsar una tecla me pudiera
llamar). Fui rápida a su celda, y al abrir la puerta me dijo que dónde estaba,
que me estaba llamando, y que no se encontraba bien. La encontré de pie, apoyada en su andadorcito
y con el oxígeno puesto. A pesar de ello, tenía una saturación bajísima, creo
que tenía 60 nada más. La vi con los labios muy morados, los ojos vidriosos, la
carita hinchada y amoratada, la respiración muy fatigosa y con dolor de costado.
Enseguida comprendí que había llegado el final. Me emocioné en mi interior y
llamé a las Hermanas para que la sentaran en una silla de ruedas y la
trasladaran a la enfermería con mucho cuidado mientras llamaba con urgencia a
los médicos, y al Padre, para que viniera a administrarle la Unción de los
Enfermos. Como los médicos llegaron
antes, les dije que les agradeceríamos muchísimo si pudieran esperar a que
viniera el Padre para que le administrara el sacramento de la Unción de los
Enfermos, pues constituía un gran consuelo para nosotras poderlo recibir, y nos
llena siempre de tanta paz y fortaleza. A lo que ellos asintieron, y
condescendieron amablemente; e incluso estuvieron presentes junto a la
Comunidad durante la administración del mismo.
Aunque al principio
resistió salir del convento porque no quería ser ingresada, al final, aceptó salir
al hospital para – en principio —, hacer tan solo unas pruebas para ver de qué
se trataba, y luego, ya veríamos. La
llevamos a la Seguridad Social, y conmigo vino otra Hermana. En el angiotac que
le hicieron, vieron que se había roto la aorta ascendente (la que le operaron
hace casi ocho años), pero no se había desplomado muerta con el consecuente
dolor terrible que hubiera tenido en caso de habérsele reventado del todo,
porque, gracias a la infinita misericordia divina, se quedó un tanto comprimida.
Después de hacerle la prueba, me dijo el médico que vieron que tenía el corazón
impresionante, inmensamente grande, y con dos heridas abiertas; y que la aorta
también era enorme y estaba por encima del corazón (yo pensaba para mí: en ella
todo va a tono: todo grande: corazón grande en todos los sentidos y a todos los
niveles, a la par de su gran espíritu). Así que, subirle la tensión no iba a
beneficiarle. Aquello se ponía feo. Servidora
oraba al Señor, permaneciendo íntimamente unida a él en todo momento,
pidiéndole que mirara el deseo del corazón de su esposa; y, que si ella era
buena esposa de su corazón, y que si entraba dentro de su voluntad, que le
concediera el deseo de morir en casa. También le pedí que me diera, de alguna
manera, una señal para conocer que entraba dentro de su plan, el llevarla a
casa, pues se hallaba muy inestable y suponía una osadía el hecho de ponernos
en camino, dado su estado de riesgo inevitable. Estándome así, sin despegar la
mirada del monitor, de repente oí un pitido, y vi cómo tanto la tensión arterial
alta como la baja subieron de golpe: la presión arterial sistólica dio un salto
de 7,9 a 11,4. ¡Qué alegría! Me apresuré hacia el mostrador de las enfermeras
para preguntarlas si se habían dado cuenta de que había subido la tensión
arterial. También les dije que estaba rezando, que Dios existía y que Él estaba
actuando. Ellas se quedaron atónitas y admiradas con la boca abierta. El Señor
hizo que se mantuviera la tensión arterial estable toda la noche. Yo sentía,
palpablemente, cómo Dios estaba actuando, ¡y la estaba sosteniendo! ¡Se lo
quería regalar!, pues el médico me dijo la tarde anterior: ¡que duraría 10
minutos! Permanecí velando a la Madre y muy unida a Dios; esperando, confiando,
abandonándome. Y a las 2,00 h. de la madrugada apareció un ángel de la guarda:
una doctora. Le comenté su estado crítico y cómo su deseo era morir en casa,
pero que, dado el riesgo que suponía el traslado y la carencia de medios que
teníamos por nuestra parte para tratar sus dolores, no iba a poder ser. Ella me
preguntó: ¿por qué?; y prosiguió: el paciente tiene derecho a elegir dónde
quiere estar en sus últimos momentos. La abordé diciéndola, que pasaría muchos
dolores si fuera a casa, pues que no teníamos los medios para aliviárselos. A lo
que ella me respondió que, con los cuidados paliativos, no habría problema. La
pregunté, entonces, si sería igual en un sitio que en el otro. A lo que ella
asintió. Entonces, la dije cómo el cardiólogo del turno anterior me negó la
propuesta que le hice de aplicarle los paliativos en casa, pues me decía que no
los había para el corazón y que si me la llevaba, su final sería terrible de
dolores, etc. Ella calló, y entendí. Así que, la apremié a que preparara todo
antes del cambio de turno. Ella quedó en regresar al box media hora antes del
cambio, es decir, a las 7, 30 h. Mientras
tanto, estuvieron buscando un infusor, que no tenían en el hospital, y llamando
a la enfermera de cuidados paliativos, que tardó muchísimo en llegar. La Madre
Mª Antonia dormía. Por la mañana, cuando amaneció, hubo un momento en el que me
dijo: Madre, la carmelita, muere en casa. Cuando le dije que podíamos ir a casa,
se puso muy contenta. La vi radiante y feliz. Y me decía que tuviésemos
preparadas las bolsas, que las pusiéramos todas juntas, que no nos dejáramos
nada. Se preocupó hasta de preguntarme si había comido algo, que me cuidara. Me
lo dijo con una compasión que para qué, como siempre. En fin, como buena Madre
que era, siempre se preocupaba de todo y de todos, menos de ella misma, claro,
como siempre.
Solo le quedaban unas
15 horas para partir al cielo, y estaba lúcida, radiante. Me dijo que se estaba
encomendando a la Virgen, a nuestro Padre San José, (era muy devota de él y
rezaba todos los domingos los siete dolores y gozos para alcanzar una buena
muerte). También me dijo que me quería decir algo que me haría reír. Y era, que
también se había encomendado al buen ladrón San Dimas, ya que si acaso cuando
apareciera ella por allí no estuviera muy clara la cosa, con su amistad no
tendría problema, pues seguro que le regalaría un trocito de cielo. También me
dijo en otro momento, Madre: ya he cantado a la Virgen, interiormente, “Un día
a verla iré, al cielo, patria mía”. “Allí veré a María, ¡oh, sí, yo la veré!” “¡Al
cielo, al cielo, sí! Un día a verla iré”. También me dijo que había cantado:
“Quiero, Madre, en tus brazos queridos, como niño pequeño dormir”. Esos cantos
los sabía desde el colegio, y le encantaban.
La verdad es, que la
encontraba radiante; muy tranquila y feliz. Y tanto, que hasta llegué a interpelarme: "¿Es
que no le importará dejarme?". Sé que humanamente, sí; pues cuando la
trasladaron en la silla hasta la enfermería, me dijeron las Hermanas que ella
decía que le daba pena dejarme aquí. Pero bueno, se trataba y se sigue tratando
de colaborar para que en todo momento se hiciera y se siga haciendo, en todo,
la voluntad de Dios que es quien nos unió y para lo que nos unió, y sabe lo que
es mejor para cada cual, en cada momento.
Mientras estábamos
esperando a la enfermera de cuidados paliativos para que nos explicara cómo
administrarle la medicación; y aliviar así, los dolores que podría tener
estando en casa, aprovechamos para pedirle unos consejos. Nos dio tres: 1. Que
fuéramos fieles al Señor. 2. Que hiciéramos todo por amor. 3. Que estuviéramos
muy unidas y nos quisiéramos mucho, pero con el amor del Señor, no con
cualquier otro amor.
En un ratito en el que
me quedé a solas con ella, le dije que cuando estuviera en el cielo, la
hablaría. Le pregunté si me ayudaría mucho.
Ella me contestó con fuerza: “¡Todo lo que pueda!” Y seguido, remachó: “¡¡Todo
lo que Dios me deje!!”. Realmente, creo que el Señor fue sobreabundantemente
generoso con ella en este aspecto porque, la dejó ayudarme no mucho sino,
muchísimo. Y no solo a mí, sino también a las demás, pues nos dejó mucha paz y
fuerza.
En efecto, cuando
nos abandonamos en las manos de Dios con absoluta confianza y total abandono en
él, Él nos levanta hacia Sí con su poder, con su amor y con su ternura,
convirtiendo nuestra pequeñez, nuestra cobardía y nuestros miedos; en coraje,
fuerza, vigor y aptitud óptima para el combate de cada día. ¡Qué grande es Dios
y cómo y cuánto nos ama! ¡Jamás abandona quien nunca deja de amarnos!
A media mañana la
llamó por teléfono su hermana. La Madre Mª Antonia, habló con ella con toda paz
y tranquilidad, diciéndola que no vinieran a Soria. Les decía, también, que no
se verían ya más en la tierra porque no podía ponerse de pie; pero que no se preocuparan
por ella y que estuviesen tranquilos, pues ella les protegería desde el cielo.
Curiosamente, tres
días antes, el día de la Ascensión estando en el recreo de la comunidad, al
preguntarle qué desearía ver el próximo domingo, pues cumplía 65 años de su
profesión religiosa, (a veces solía hacerle algún trabajo con fotos y vídeos en
el que aparecía ella y la comunidad, y disfrutábamos tanto), pues me sorprendió
cuando me contestó con mucha fuerza “¡YO QUIERO VER A DIOS!” A lo que servidora
le musitó al oído: Pero, Madre, no diga eso, que estamos de fiesta. Ya le verá,
pero en su día, todavía no. ¡Madre mía, lo que nos tenía preparado el Señor!
Parecía que me lo estaba susurrando al oído cuando, estando buscando cantos
para poner de fondo, al trabajo que quería hacerle, me salían todos de lo
mismo: «Ya pronto, muy pronto al cielo me iré». Y “Más allá del sol tengo una
morada”. Buscaba otro canto porque me daba pena ponerle eso y me salía otro
canto similar: “Vendrá, vendrá. El Rey de la gloria muy pronto vendrá y con él
me llevará”. En fin, qué avisos me estaba dando el Señor y no me percataba de
ello.
No obstante, creo que
salió ganando, pues ¡qué mejor que ver a Dios y no perderle ya de vista por los
siglos de los siglos gozándolo por toda una eternidad!
Así que, según decía, se
encontraba, muy tranquila y feliz. Y estábamos aguardando el alta. Fueron
pasando los minutos, alguna hora, y por fin vino Raquel, la enfermera de
paliativos, para explicarnos cómo aplicarle la morfina en caso de necesitarla,
y en qué dosis. Le colocó en su cuerpo el infusor, y se fue. En un momento
concreto, me dijo la Madre María Antonia: “Madre, estoy perdiendo fuerzas”. Con
lo que se me llenó el interior de pena; de mucha, mucha, pena; porque ella deseaba
ardientemente ir a casa, y el tiempo transcurría lento, muy lento. Y la
ambulancia no llegaba. La espera se hacía larga, muy larga, mas me mantenía profundamente
unida a Dios, en todo momento, aceptando su querer providente y amoroso, pero
confiando en que le regalaría entrar en casa consciente, si así fuese su santa voluntad.
Por fin llegó la ambulancia.
Le dije al conductor que, solo, no podía ir, pues había que subir escaleras y
nosotras no íbamos a poder ayudarle. Había que llevarla tumbada en la camilla y
sin moverla mucho porque peligraba su vida; se podía quedar en cualquier
momento. Hizo, entonces, una llamada telefónica, que me parece no fue
contestada, y arrancó. Servidora se
hallaba entre el conductor y la Madre Mª Antonia, sujetando su cuerpo, para que
no diera botes. Le dije al de la ambulancia que, por favor, nos llevara al
Monasterio muy despacito, por el camino que fuera más corto y con menos baches,
porque estaba muy grave y no le harían bien los movimientos. Él así lo hizo y
se lo agradecí ¡INFINITO!, pero antes de arrancar, me preguntó que por dónde
íbamos, que le dirigiera entonces. ¡Ay, madre! Le respondí que lo sentía profundamente,
pero que no podía indicarle el camino, ya que éramos monjas de clausura, y
lógicamente, lo desconocía. La Madre Mª Antonia, que lo estaba oyendo todo, y
era genial (siempre ayudando hasta última hora) dijo de repente: "Mmm, mm…
Tiene que subir por la calle Real" Efectivamente, esa calle era la última
que tenía que coger para llegar al convento. Estaba siempre en
todo. ¡Siempre en todo, ayudándonos en todo! ¡Hasta el último
momento!
Cogimos la calle Real
desde su comienzo (todo el suelo es de adoquines), y la subimos sumamente
despacio. Servidora pensaba: ¿Y cómo haremos ahora, si solo está el
conductor de la ambulancia para subirla? Gracias a Dios, no hubo ningún problema,
ya que nuestro Señor proveyó magníficamente en ese momento en que necesitábamos
ayuda. Nada más aparcar la ambulancia enfrente de la puerta del convento, vimos
allí mismo, a los dos pintores esperándonos. ¡Pero qué grande es Dios! Y exclamé
feliz: ¡Pero qué providencia! ¡Qué alegría! Y les dije: ¿Tendrían inconveniente
de ayudarnos a subir a la Madre, a la enfermería?, está muy malita. Ellos nos
ayudaron encantados, y la subieron hasta la enfermería en un momento. ¡Qué
gozo! ¡Por fin, en casa! Todas las
monjas estaban alrededor. Servidora se había apartado un momento para dejar
alguna cosa en su sitio; y enseguida, al volver a la habitación de la
enfermería, cuando dije a las Hermanas que no estuviesen hablando todas a la
vez, que mejor turnarse y hablar bajito sin hacer tanto barullo; ella, alzando
la cabecita, me miró con sus preciosos ojos tan llenos de inocencia y de
pureza, y luego, bajando su cabecita, nos dijo: “dejadme descansar” Y cerró sus
ojitos para no abrirlos ya más a este mundo. Se quedó con un respirar suave,
plácido; y de tanto en tanto, se mostraba, algo sonriente. Nos turnamos para no
dejarla sola en ningún momento. Y para que no tuviera dolor, cuando intuía
que podía empezar a tener algo de dolor o de fatiga, le iba inyectando algo de
morfina; pero poco, pues no le hacía falta. Estaba muy tranquilita, su rostro
plácido y sereno, y no tenía que esforzarse para respirar. Le acariciábamos, la
decíamos cosas bonitas; algunas jaculatorias cortas, etc. Y, a alguna Hermana
que en determinado momento la dijo algo al oído, la sonrió abriendo un poco sus
ojitos.
Ya hacía tiempo, que
habíamos hablado las dos sobre qué decirle en los últimos momentos, en caso de
que me tocara despedirla. Gracias a Dios, creo que se cumplieron todos sus
deseos; excepto uno: el de llevarme a mí por delante. Este último, Dios no
se lo concedió. Pero lo que sí le concedió en su infinita misericordia, y
también a nosotras, fue; permitirla pasar desde nuestros brazos, a los brazos
del Padre, con total tranquilidad, estando en calma y consciente del momento en
que se encontraba, pudiendo expresarnos la paz que tenía, y su deseo de ir ya al
cielo. Todo se dio en un clima de paz, de amor, de piedad y de gran humanidad. Tal
era el clima que se respiraba, que la enfermera y los médicos nos expresaban
cuánta paz sentían. Todos decían lo mismo, y que la Madre era muy fuerte. Y, la
verdad, que nosotras también lo sentíamos igual y no parábamos de decírnoslo.
Poco antes de partir
al cielo, me acosté como dos horas en la habitación contigua a la suya.
Estábamos cabeza con cabeza, pared por medio. Dejé la puerta abierta por si
acaso necesitaban algo las dos Hermanas que se quedaron velándola la última
noche. Me hubiera gustado quedarme como los días anteriores, pero mi corazón latía
con fuerza y rápido debido a la falta de descanso, y decidí descansar un poco
para poder seguir ayudando en el tramo que todavía nos quedaba por recorrer.
Sobre las 2, 00 h de
la mañana, me desperté con cierta inquietud. Quería saber cómo seguía la
Madre Mª Antonia. Hice un ruido con la garganta para preguntarlas qué tal
estaba, y me dijo una de ellas que había hecho un ruido suave con la garganta.
Me levanté rápidamente, la miré, e intuí que el final podía estar ya muy cerca.
Dije a las Hermanas que llamaran a todas menos a las mayores (pues quedamos de
acuerdo así, en llamarlas, ya que todas querían acompañarla en sus últimos
momentos). Cuando ya todas nos hallábamos a su alrededor, rodeándola con el inmenso
cariño de nuestros corazones, orando por ella, sentíamos que se nos iba. La puse
el oxímetro en su dedito y empezaron a bajar los valores del oxígeno en sangre
y la frecuencia cardiaca, luego subían. Después, cuando ya dejó de respirar,
desaparecieron los valores en el aparato. Le acercamos un espejo y no tenía
aliento. No obstante, al de un ratito, de nuevo aparecieron los valores de la
saturación en sangre y la frecuencia cardiaca ¡Y normales! Luego, más tarde,
empezaron a parpadear ambos valores durante un rato; después desaparecieron. No
sé si volvieron de nuevo a aparecer un momento, y, por fin, ya no reconoció el
oxímetro más palpitaciones ni oxígeno en sangre. Eran las 3, 40 h de la
madrugada del 16 de mayo de 2024, festividad de San Simón Stock, religioso de
nuestra Orden. Nuestra querida y muy entrañable Madre María Antonia acababa de
partir hacia la mejor morada que jamás hubiera podido soñar.
El día anterior conocí,
a una amable doctora que me dijo que la podía llamar cuando necesitásemos. Ella
estuvo con nosotras a última hora. Le dije que, desde que dejó de respirar
hasta que dejó de funcionar el oxímetro, definitivamente, había pasado como una
media hora. Ella me dijo que sí, que la muerte es un proceso. Así que el alma
aún estuvo dentro de su cuerpo después de que dejó de respirar. Después de
esperar ese ratito, la fuimos amortajando con mucho cariño y veneración. Infundía
mucha paz; mucha, pero que mucha paz. Yo
la decía de todo corazón: ¡Pero qué guapa está, Madrecita! ¡Está preciosa! (así
me lo parecía). Y me hacía ver como que ella me sonreía, y hasta como que respiraba,
un poco, su cuerpo. Esto no podía ser, porque ella ya no estaba viva, pero les
pasó a más Hermanas, incluso en el día del entierro. Pienso que sería una
gracia, entre otras tantas, que nos concedió, para nuestra alegría y nuestro consuelo.
De alguna manera, creo que quería expresar su agradecimiento y que seguía con
nosotras.
Al día siguiente,
estuvimos todas con ella, velándola, y el viernes la llevamos al coro cantando
el miserere. Allí, la adornamos poniendo flores a su alrededor, y también,
dentro de la caja. Y junto a su gran corazón, le puse una flor, porque ella
había amado mucho a Dios y al prójimo; y me parecía, que su corazón se merecía
esa flor. Nos había cuidado con tanto cariño y con tanto sacrificio
siempre, que se lo merecía.
Empezaron a llegar
centros, y más centros de flores para ella, como jamás nos habían traído. Alguno
de aquellos centros tan preciosos traía, grabada en la cinta que lo cruzaba, la
siguiente leyenda escrita con letras doradas: “Se nos ha ido un ángel”. Pues sí,
qué leyenda más atinada.
Plena, generosa,
sencilla, pura, amante, y llena de amor de Dios y de amor al prójimo, como lo
estaba, fue un ángel de caridad que pasó haciendo el bien sin hacer ruido, pero
haciendo mucho, mucho bien a las personas que la conocieron; y a otras muchas
que jamás conocerán, en la tierra, de su existencia, pero que habrán recibido
bienes en sus vidas, gracias a su entrega. También a nosotras, sus hijas y sus
Hermanas, que tuvimos la dicha incomparable de compartir con ella, la misma
vida. ¡Fue una gran Madre!, y de qué manera lo fue siempre, ¡para todos! No
podía esperarse menos agradecimiento, pues, somos muchos, y muchas, las que,
tanto, la debemos. De alguna manera deseaban, con aquellas preciosas flores que
la trajeron, agradecer su maternidad espiritual y su entrega.
Yacía tan preciosa que
no parecía estar muerta, sino dormida; conservando la flexibilidad de su cuerpo
hasta el último momento.
Antes de abrir la reja
del coro para exponerla y dar lugar a que se acercaran quienes quisieran verla
y orar por ella, nos hicimos unas fotos de comunidad con ella. En el centro,
sobre una alfombra, se hallaba ella dentro del féretro, preciosa como una bella
durmiente. En la cabecera del féretro un bellísimo crucifijo grande. Y,
alrededor de ella, muchos centros de flores y toda la comunidad con las capas
blancas. Una imagen inolvidable.
El funeral tuvo lugar
el viernes 17 de mayo a las 12, 00 h del mediodía.
Mientras tanto, aprovechamos
para estar a su lado, velarla y pedirle muchas gracias que, por cierto, muchas,
nos ha concedido. El funeral fue precioso, y muy cuidado en todos los aspectos
y detalles. Fue presidido por el Rvdo. P. José Fausto Higuero Lázaro, prior de
la Comunidad de nuestros P.P. Carmelitas Descalzos de Soria, que fue acompañado
por una gran corona de sacerdotes diocesanos, de Padres Carmelitas y de otros
religiosos. Asistieron muchos fieles y familias de varios puntos de España: de
Valladolid, de León, de Navarra, de Bilbao, de Madrid; y, por supuesto, de
Soria. Algunas de las personas que vinieron al funeral tuvieron que hacer
verdaderos sacrificios, pero todo era poco para demostrarle el cariño y el amor
que la seguían profesando. Ella, desde
el cielo que goza, se lo recompensará con creces, sin duda alguna.
La misa fue ofrecida a
la Divina Misericordia, ya que fue siempre tan devota de ella. Y los ornamentos
que vistieron los sacerdotes para su celebración fueron de color blanco, pues
celebrábamos la Pascua de la Madre Mª Antonia.
Nuestros Padres se
organizaron de maravilla: el Rvdo. P. Prior, el P José Fausto Higuero Lázaro,
presidió la celebración; otro Padre llevó el incienso; otro dirigió el canto. Los
demás concelebraron y todos tenían un papel. Además, también hicieron ellos
unos preciosos folletos para seguir el culto, siguiendo el cual, resultó todo
hermosísimo. Al finalizar la santa misa, en el momento de dar sepultura al
cuerpo de nuestra querida y entrañable Madre Mª Antonia, fue la del celebrante:
el P. Fausto, prior de la los PP Carmelitas Descalzos de aquí de Soria, el que
echó sobre su bendito y casto cuerpo la primera palada de tierra. La
segunda palada de tierra, estuvo a punto de echársela servidora, pero al final,
se contuvo. Nunca lo habíamos hecho así, pero surgió espontáneo.
En el cementerio, los
sacerdotes cantaron, de manera preciosa, el Rosa Carmeli y otros
cantos. El techo y las paredes del cementerio, vibraban por la unión y el
fervor con que cantaban los sacerdotes.
Salimos del cementerio
en procesión y en silencio. Y al despedir a los sacerdotes, les
ofrecí un tríptico de la divina misericordia, pues la Madre
María Antonia fue tan devota de ella siempre, que había procurado propagarla
mucho durante su vida. Y de esta manera, además de hacerle sonreír a ella desde
el cielo, pues servidora hacía lo mismo, les daba un recordatorio con el que
acordarse de pedir por la Madre que con tanto amor fue dando su vida día a día,
por todos y cada uno de ellos.
En la comunidad, sentimos
su intervención y cómo sigue ocupándose y preocupándose por nosotras. Nos
asiste, nos cuida y nos acompaña como verdadera Madre que no ha dejado su
oficio. A todas nos ha inundado de paz, su tránsito. La amamos y seguimos
conviviendo con ella, y ella con nosotras. Dios no nos ha separado, es más, nos
ha unido más profundamente en él: en su verdad, en su amor y en su eternidad.
Se fue al cielo porque
ya era una con Dios; ya había cumplido su misión en la tierra. Y ya estaban
tocando las campanas a boda nupcial de su alma con Jesús. Se fue también al
cielo, porque Dios así lo quiso. Y porque la deseaba feliz a su lado, por toda
la eternidad. Y para poder seguir haciendo el bien en nuestra casa y en el
mundo entero.
Desde el minuto cero nos dejó mucha paz y fortaleza, y sabemos y sentimos que sigue velando por su conventico de Soria. Ella no nos ha dejado; no nos ha abandonado. Jamás lo hizo. ¿Cómo lo va a hacer ahora que está toda llena, envuelta y convertida en amor de Dios? Sin duda alguna, ella nos mira, nos cuida y nos acompaña cada día, en cada acontecimiento. Sigue siendo la Madre de siempre, con el corazón de siempre. Pero ahora, tan plena y llena del amor y de la misericordia infinita de Dios, que parece ser ahora, como más rápida y como más completa que antes, en cuanto en la ayuda y en las repuestas. A servidora la dejó muchas ganas de morir e intensos deseos de experimentar el misterio de la muerte, y el necesario rasgón del velo que nos separa del cielo, que es la posesión de Dios, en donde nos encontraremos un día con ella, para no separarnos nunca más. A la vez, me dejó muchas ganas de trabajar y de ayudar a las demás, viviendo en plenitud en la línea sobrenatural, que es la que nos une, y la que hace que sigamos formando la misma comunidad, siendo todas, una, como nos aconsejó poco antes de partir al encuentro con su Amado.
Mucho tuvo que padecer y ofrecer, nuestra queridísima y muy entrañable Madre Mª Antonia, pues Dios la halló fuerte en el amor y, al fin de cuentas, solo el amor de Dios que hay en una vida es lo único que cuenta. Y como Dios la quería mucho y quería que contara más, además de lo del corazón, se le sumó la poca capacidad pulmonar que tenía y otras enfermedades que venía arrastrando desde hace tiempo, a las que se iban sumando posteriores intervenciones. No obstante, no bastaban todas ellas para hacerla vacilar un momento a la hora de ofrecerle un merecido alivio, pues siempre contestaba lo mismo: “Madre, déjeme. Me falta poco. No quiero negar nada al Señor. Quiero darlo todo hasta el final por los sacerdotes y por la conversión de los pecadores”. Esta era su persistente respuesta. No había fuerza humana que la hiciera retroceder de esta oblación total y absoluta de todo su ser a Dios, en favor de los sacerdotes y de las almas alejadas de Dios. Eso es precisamente lo que le impulsó a entrar en el Carmelo: el poder sufrir por los sacerdotes y por la conversión de los pecadores. Es lo que sintió en su interior que la pedía Dios, cuando leyó en el libro de “La Historia de una alma” de Santa Teresita, aquellas palabras tan misteriosas para ella. Aunque le costase, siempre estaba en donde tenía que estar y como tenía que estar. Era una mujer de fe; una mujer muy fuerte, con un grandísimo amor, y una grandísima voluntad movida por el gran espíritu que Dios la dio.
Y, llegados a este punto, no me resisto a dejar de escribir un hecho acontecido dos días después de dar sepultura a su cuerpo bendito. Era domingo 19 de mayo, solemnidad de Pentecostés; y antes de comenzar la celebración de la santa Misa, que teníamos cantada, celebramos la hora de Tercia, cantada también, como acostumbramos en este día de Pentecostés. Al finalizarla, se repartieron las estampas con los dones y los frutos del Espíritu Santo. Las preparé, como ella lo solía hacer, en unas bandejas adornadas con pétalos de rosas, con alguna rosita y con hojitas de la huerta. Cuando se acabaron de repartir, aunque contaba con muy poco tiempo, porque empezaba ya la misa cantada, se me ocurrió bajar al cementerio para echar las rosas y sus pétalos, sobre la tierra que cobijaba el cuerpo de nuestra querida y entrañable Madre. Lo hice como lo hacemos en nuestras profesiones, casi inconscientemente de lo que con ello estaba significando. Luego, caí en la cuenta de que en ese mismo día 19 de mayo, pero 65 años atrás, su cuerpo también fue cubierto con una lluvia de pétalos de rosas, como acostumbramos a hacer en la postración de la Profesión. ¡Ese día se cumplían sus 65 años de profesión religiosa!, ¡y el Señor proveyó este precioso detalle tan significativo! Si no lo hubiera hecho en ese momento (antes de comenzar la santa misa) ya no se hubiera hecho, porque, durante la homilía de la santa Misa, le dio un síncope a una Hermana, quien quedó sin conocimiento por unos segundos a consecuencia de una brusca bajada de la frecuencia cardiaca; y la tuve que acompañar al hospital hasta el día siguiente sin poder terminar de oír la santa Misa ¡Qué providencia la del Señor! ¡Cómo va haciendo que se cumpla su querer, sin coartar la libertad de las almas a él entregadas! Una enseñanza aprendí de esto: cómo tenemos que hacer lo que tenemos que hacer, y cuando lo tenemos que hacer. Pues, si se deja para otro momento la ejecución de la inspiración, quizá nunca llegue el momento de ejecutarla, quedando infecundas, tanto la inspiración como la moción del Espíritu Santo.
Otro detallito muy bonito que tuvo lugar en este mismo día fue, cuando, alistándome rápidamente por la mañana con la intención de visitar en el cementerio, a nuestra querida Madre Mª Antonia para felicitarla por sus 65 años de profesión; yendo acelerada, con ilusión, para darle una sorpresa, (pues quería que me diera tiempo para visitarla, antes de comenzar a cantar los Laudes). ¡Cuál no fue mi sorpresa, cuando la primera en ser regalada resultó ser servidora, por adelantarse ella, para darme la suya! Y es que, cuando bajaba ligera los peldaños de la escalera del cementerio, de repente, una intensísima fragancia de flores frenó de golpe mi carrera, a la puerta del cementerio. Ningún día anterior a ese, olió el cementerio a flores. Pero, ese día, el día en que cumplía sus 65 años de unión con Jesús por medio de su consagración a él como esposa, y yo deseaba felicitarla con toda el alma, me guardaron ese precioso regalo, Él y ella.
¡Gloria a Dios! ¡Pero, qué y
cuántos detalles tiene el amor!
***
Querida Madre Mª Antonia:
Gracias, de corazón, por compartir su vida con nosotras; por
enseñarme todo lo que sé, por habernos cuidado, y por seguir haciéndolo desde
el cielo con tanto amor, con tanta ternura, y con tanto cariño como Dios puso
en su gran corazón. Siga caminando con nosotras, siga proveyendo, y siga siendo
la Madre del convento. Provéanos de buenas vocaciones, y siga caminando con
nosotras. Y, cuando nos llegue la hora, Madre, de partir al Padre, venga junto
a nosotras, y acompañe nuestro tránsito, y llévenos con V.R., al cielo. Y,
unámonos por siempre, para cantar las alabanzas a la Santísima Trinidad, y para
ensalzar, juntas, su gloria y su divina Misericordia, por los siglos de los
siglos, amén.
***
Y, antes de acabar, deseo que ella misma
exprese cómo sentía y cómo pensaba. Lo que escribiré a continuación, son
palabras suyas; es su pensamiento. Se trata de las respuestas que dio por
escrito a unas preguntas que le hicieron, unos dos o tres meses antes de morir.
Son las siguientes:
1 – Madre, ¿encontró dificultades para seguir
esa llamada a la vida religiosa que sintió y después para permanecer en ella?
Si es así, ¿cómo las superó?
El demonio pone dificultades, pero cuando
Dios llama, él ayuda. Y, pensando en lo que Jesús ha hecho por nosotros, se
vienen deseos de seguirle y se deja todo con alegría, porque no es nada lo que
damos comparado con lo que Él nos da y lo que nos tiene preparado. Cuando
celebré los 50 años de profesión, a recordar todo lo que Dios me había dado en
esos 50 años, le dije al Señor: “Yo pensaba que te había dado mucho, pero ahora
veo que no te he dado nada comparado con lo que tu generosidad me ha dado.”
"Gracias, Señor".
Las dificultades no han sido muy grandes ni
antes ni después, siempre las he resuelto a los pies del Sagrario o
contemplando a Jesús Crucificado, bien agarrada a la mano de la Virgen María,
mi Madre.
2 - ¿Cuál le parece que es la clave para poder
vivir tantos años una vida que casi a cualquiera le parecería insoportable y
una renuncia a aprovechar la propia vida?
La gente piensa que es muy dura e insoportable
nuestra vida. Y digo que piensan así porque no la conocen. A mí me parece más
dura la vida en el mundo, sobre todo, en estos tiempos de tantas infidelidades
matrimoniales, odios, etc., etc., pero ¿la paz y alegría del convento son
duros?
La clave está en tener verdadera fe y en
enamorarse de Cristo, y saber que nos espera una eternidad que será como
nosotros la hagamos con nuestras obras.
3 - ¿Cuáles han sido sus cargos o sus
dedicaciones en la comunidad conventual?
En la Comunidad he pasado por todos los
Oficios menores y también por los cargos de Supriora y Priora, y en todos he
sido feliz porque hacía la voluntad de Dios y ayudaba a mis Hermanas.
4 - ¿Cree qué la vida consagrada y de clausura
sigue teniendo aún hoy el mismo sentido que cuando usted decidió vivir en el
claustro? ¿Qué le diría a una joven que estuviera “tentada” o sintiera una
cierta inclinación a la clausura? ¿Qué le diría qué le espera de bueno en el
convento y tanto como para renunciar a todo lo que ofrece el mundo fuera del claustro?
Creo que la vida de clausura no solo tiene
el mismo sentido que cuando servidora vino al convento, sino aún más sentido,
pues es mayor la necesidad que tiene el mundo de almas que se inmolen, oren y
se sacrifiquen por él; por su conversión y salvación. Solo Dios puede
arreglarlo, pero hay que pedírselo y sacrificarse. Se necesitan almas
generosas.
Sin Dios no se puede nada.
A la joven que siente inclinación a la vida
de clausura le digo que sea valiente, pues lo que desea es algo que al demonio
no le agrada y la pondrá dificultades y pensamientos que no son reales.
Llevo 66 años en el convento y no me
arrepiento de haber dado el “SÍ” a la llamada del Señor.
La paz y la alegría nos acompañan siempre,
aun en medio de las dificultades y de los sufrimientos que lleva consigo toda
vida humana.
5 - En estos tiempos de tanta frenética
actividad y tan imbuidos de la idea de que vale lo que es inmediatamente útil,
se critica en ocasiones a quienes viven en la clausura porque llevan una vida
inútil para los demás y para la sociedad. ¿Cree haber sido útil al mundo
nuestro en el silencio y retiro de su monasterio?
Creo que he sido y soy más útil al mundo
que si me hubiera quedado en él enseñando a los niños, porque si hubiera
ejercido mi trabajo, solamente hubiera ayudado a un grupo y poco más. Y, en
cambio, con mi oración y sacrificios unidos a los de Cristo, habré llegado a
remediar necesidades en el mundo entero.
Santa Teresita, desde la clausura, ayudó a
muchos Misioneros con su oración y sacrificio. Y la Iglesia la ha nombrado
patrona de las Misiones, al igual que San Francisco Javier.
6 - ¿De qué virtud le parece más necesitado el
mundo actual? ¿Qué aspectos positivos destacaría de la sociedad moderna y qué
ve en ella de más preocupante?
El mundo actual tiene necesidad de la
virtud de la humildad que le inclina a creer que hay Uno superior a él y al que
debe obedecer.
Un aspecto positivo de la sociedad moderna
(no sé si de toda) que yo conozco un poco es la generosidad.
Me preocupa de la sociedad, la ambición que
los lleva a las guerras y a no fiarse unos y otros, ni siquiera en los
matrimonios. Ello indica que no está en ellos la fe en Dios.
7 - Madre, ¿cómo ve el futuro de su Orden
religiosa? ¿Le preocupa la falta de vocaciones jóvenes que hay en el mundo
actual en Europa?
El futuro de mi Orden religiosa lo pongo en
las manos de la Virgen del Carmen. Confío en que todo pasará, y volverán a
florecer las vacaciones en Europa. Hay que pedir perdón al Señor por nuestros
pecados y los del mundo entero y, ya llegará el momento del Señor. En sus manos
estamos; entre tanto, tranquilas.
8 - Una pregunta que tal vez a usted le
extrañe: ¿Ha sentido alguna vez en su vida como religiosa, limitaciones u
obstáculos derivadas de su condición de mujer?
No entiendo de limitaciones de mi condición
de mujer. Siempre me he sentido feliz siendo mujer y no comprendo a las que
quieren ser como los hombres. Todos y todas tenemos parte buena y parte no tan
buena, pero contenta con lo que Dios nos dio.
9 - ¿Qué balance hace de su vida como monja
carmelita? Imagine por un momento, si es que puede imaginarlo, que Dios no
existiera, ¿qué juicio haría de su vida como monja de clausura?
Mi vida religiosa la he vivido lo mejor que
he podido. He sido feliz y volvería a ser Carmelita si naciera otra vez; claro,
esto ya no es posible, ni es necesario.
Si he tenido alguna necesidad cuando he
tenido cargos, siempre he encontrado a quien me ayude.
Si me pudiera imaginar que Dios no
existiera; como monja, me sentiría feliz de haber vivido con mis Hermanas, pues
reina la paz, la unión, y la caridad, que tanto ayudan. Pero claro, esta es una
imaginación, porque estoy convencida de que Dios existe y vivió en nuestra
tierra y con él todo es más fácil. No me puedo imaginar que no existe Dios,
pues, estoy muy convencida de que existe. Me lo dice la naturaleza y la fe en
lo que he experimentado.
10 - A estas alturas de su vida, ¿cómo afronta el hecho de la inevitable muerte? ¿Hay miedo o se abren dudas en su fe ante este hecho inexorable para todos?
A la muerte, la afronto tranquila. Y no
solo ahora, sino también en las tres ocasiones en que fui operada, y
temían los médicos que ocurriera algo y pudiera morir. Como me había
confesado y recibido la Santa Unción, estaba tan tranquila.
En
la última operación les costó mucho decidirse a operarme, pues temían que mi
corazón no resistiera, pues había sido operada de la aorta ascendente. Me
operaron y aquí estoy para seguir alabando a Dios.
No tengo dudas de fe, y tengo ganas de ver
a Dios y a mi Madre María. Pero también estoy tranquila aquí, pues es la
voluntad de Dios y confío mucho en la infinita misericordia de Dios, y la he
propagado. Nada temo.
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Gracias, de corazón, Madre
María Antonia, por su vida; y por sus respuestas que
la rubrican.
Gracias, Dios mío, por
regalárnosla en tu providencia como parte de tu bendición para con nosotras y para
con el mundo entero.
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¡Oh, alma
noble, sencilla y pura! Fénix del amor.
Oye
el silencio de mi corazón. Y acoge, en el tuyo,
mi
amor al Señor.
Que
cuando llegue mi despliegue; tu presencia, Jesús no me niegue.
Pues
que espero para siempre vivir; ¡contigo!, acá y allí.
Vivir
¡contigo! en el Carmelo; y ¡contigo!, Madre, subir.
Subir,
sí, un día al cielo; después de, ¡en tu compañía!, morir.
Ruega
por nosotras, ¡oh Madre!
Ruega
por quienes, aquí, tú dejaste.
Y en
tu pecho de luz lleno; llénanos de amor pleno.
Pues siempre
en él, nos llevaste; y tanto, ¡tanto nos amaste!
Ruega
por nosotras, ¡oh Madre! Ruega por nosotras, ¡cuídanos!
Y un
día, al cielo, ¡contigo, elévanos!
Gloria
al Padre, gloria al Hijo, gloria al
Espíritu Santo.
¡A
Dios, la gloria, porque te creó! ¡A Dios, la gloria, porque te amó!
¡Y a
Dios, la gloria, porque te glorificó!
Y en
su gran misericordia, a Dios siempre la gloria,
porque,
a nosotras, a ti nos dio.
Un abrazo muy grande, Madrecita nuestra… Un abrazo muy fuerte y muy
grande en el amor del Corazón de Jesús.
¡¡Hasta
pronto!!, Madre María Antonia, ¡¡HASTA MUY PRONTO!!
No se
olvide de su hija y de su Madre,
Ana Mª
del Corazón de Jesús, i.c.d. Priora